La epístola a los Hebreos es clara: el sacerdocio aarónico era tipo del de Cristo y fue abolido con su muerte en la cruz. El velo del templo fue rasgado por manos invisibles, y el cordero que estaba por ser sacrificado se escapó en el momento en que Cristo decía, “consumado es” (El Deseado de Todas las Gentes, pág. 705).

En verdad, la palabra sacerdote no nos es muy querida: Inconscientemente la asociamos a los verdugos de Cristo y de los apóstoles, y con cualquier sistema de cuyos abusos dejó registro la historia.

La palabra sacerdote tiene una tremenda importancia hoy para la iglesia: el sacerdocio levítico desapareció sucedido por el de Melquisedec cuyo único y puro sacerdote es Cristo, aquel que no necesita purificación personal, ni sacrificios permanentes, ni constante derramamiento de sangre. Aquel que fue el Cordero, que fue el Sacerdote, que fue el Altar, que fue el Templo. En Él se resume todo. Él nos abrió un “camino nuevo y vivo… a través del velo” (Hebreos 10:20). Nos gozamos en nuestro gran y perfecto Sumo Sacerdote.

La reacción normal y justificada contra el sistema sacerdotal y el consiguiente régimen sacramental y la liturgia, no debe cerrar nuestros ojos ante una de las más grandes y solemnes verdades que rodea al ministerio cristiano: somos sacerdotes.

Los términos “sacerdote” y “profeta”, tienen en la Biblia varios significados. El profeta no sólo profetizaba, “era una persona llamada sobrenaturalmente y calificada como un portavoz que hablaba en lugar de Dios”. “En un sentido especial el representante oficial de Dios ante su pueblo escogido en la tierra”. El sacerdote en cambio, “era el representante del pueblo ante Dios, su portavoz y mediador” (Seventh-day Adventist Bible Dictionary, pág. 879, artículo “Prophet”).

El sacerdote dirigía el culto e instruía al pueblo acerca de la voluntad de Dios, trabajo que también hacía el profeta. “El profeta era fundamentalmente un maestro de justicia, espiritualidad y conducta ética; un reformador moral que era portador de mensajes de instrucción, consejo, amonestación, advertencia. ..ya menudo predecía eventos futuros” (Ibid.). “El sacerdote tenía la especial función de dirigir el ceremonial del santuario, presidir el culto público, ser un mediador para obtener el perdón de los pecados, y en el mantenimiento ritual de buenas relaciones entre Dios y su pueblo” (Ibid).

Los ministros de hoy ejercen similares funciones: En cierto sentido son profetas y también sacerdotes.

Hablando de ellos, Elena White los califica como “representantes de Cristo”, “mensajeros de Dios”, “designados para actuar en lugar de Cristo”, “subpastores de Cristo”, “mayordomos de los misterios de Dios”, “guardianes espirituales del pueblo colocado bajo su cuidado”, y con muchos otros títulos o deberes. (Véase el Comprehensive Index to the Writings of Ellen G. White, artículo “Ministers”).

Aunque creemos que Cristo es el único Sumo Sacerdote, y que el camino al cielo es solamente a través de él, creemos también que el ministro muestra al pecador ese camino. En ese sentido es también sacerdote.

Tanto el ministro de hoy como el sacerdote o el profeta fieles son mensajeros de Dios para cumplir la misma misión. “En todo período de la historia de esta tierra, Dios tuvo hombres a quienes podía usar como instrumentos oportunos a los cuales dijo: ‘Sois mis testigos… Enoc, Noé, Moisés, Daniel y la larga lista de patriarcas y profetas, todos fueron ministros de justicia… Desde su ascensión, Cristo, la gran cabeza de la iglesia, ha llevado a cabo su obra en el mundo por medio de embajadores escogidos, mediante los cuales habla a los hijos de los hombres, y atiende a sus necesidades” (Obreros Evangélicos, pág. 13. La cursiva es nuestra).

“Hoy día Dios elige hombres como eligió a Moisés, para que sean sus mensajeros” (Id., pág. 20).

Somos por lo tanto profetas y sacerdotes en el sentido más amplio del término. Nuestra misión entonces no es sólo “administrar”, sino “ministrar”. Cambió el sacerdocio, pero no la santidad de la obra.

Hay en la vida del ministro momentos en que su calidad de sacerdote se puede sentir más profundamente. Cuando está frente a la mesa de la comunión, está pisando terreno santo. No se puede presidir la mesa del Señor sin la certidumbre de la presencia real de Cristo entre los adoradores. No es la comunión un espectáculo, es un encuentro con lo eterno. El sacramento católico de la eucaristía difiere de la comunión adventista. El sacerdote católico cree que algo sobrenatural sucede en el momento de la consagración: La transustanciación. Para nosotros no hay cambio milagroso en los emblemas, sin embargo, los ministros oficiantes y quienes participan, deben ver allí en la mesa el símbolo de lo más sagrado del Evangelio, la cruz, con sus méritos, y la segunda venida con su grandeza.

El ministro adventista estará dando a Cristo a los adoradores. ¡Qué misión sacerdotal maravillosa!

¿Qué hace un ministro al bautizar a un creyente? La unión a la iglesia es solamente el significado externo del bautismo; lo importante es su unión con la familia de Dios de la cual fue desheredado por el pecado. El bautismo es símbolo del mayor milagro: La regeneración del alma. Hay feligreses que lo entienden y quienes no. Hay ministros que lo entienden, y quienes no. Hay ministros que al entrar en el bautisterio lo hacen tan sólo en cumplimiento de un trabajo que les corresponde hacer como empleados de la organización porque tienen un blanco que alcanzar. Afortunadamente son pocos los tales. La mayoría entra al bautisterio con un sentido de lo divino, con la conciencia de que está ante algo sagrado. Esa convicción, y esa certeza, se transmitirá a los catecúmenos quienes entrarán al agua con reverencia, con humildad, como estando en la misma presencia del Señor de los cielos.

Bautismo, comunión, ceremonia de matrimonio, en todo hay santidad. No hay sacramentalismo, ni liturgia milagrosa, pero hay reverencia y sentido de lo trascendente.

Aun en otras funciones ministeriales tan dispares como la asistencia a un funeral, o la entrevista con un enfermo, hay misión sacerdotal. El consuelo que él lleva a los dolientes no es de origen psicológico o sociológico, aunque le será útil conocer y aplicar los principios de la psicología. Pero el consuelo vendrá de la “bienaventurada esperanza” (Tito 2:13), que es como una “firme ancla del alma” (Heb. 6:19). Su misión es poner al alma afligida en contacto con Dios, haciendo obra de sacerdote y profeta. El drama de un funeral puede ser enorme. La muerte de ese ser querido —una sola persona— para el doliente tiene una gravedad infinitamente mayor que los 200.000 vietnamitas que murieron en las guerras de su país, o los 17.000 que murieron a causa de un terremoto en un país lejano. El ministro no puede usar la rutina profesional en un caso tal; tendrá que elevar al doliente al trono de Dios en busca de paz y consuelo. Esa es tarea sacerdotal.

En fin, al predicar, al dar un estudio bíblico, al aconsejar a un joven, a un alcohólico, a un estudiante, etc., simplemente al preparar un sermón, en todo lo que hace como ministro, él es un intermediario entre Dios y el hombre. No porque tenga capacidad de ser él mismo un nexo, sino porque puede llevar al creyente ante la presencia de Dios.

Estimado ministro: ¿Sabe usted que la iglesia nota la diferencia entre un ministro sacerdote y profeta, y un simple empleado? ¿Sabe que en los frutos también se nota esa diferencia? Aún más. ¿Sabe que el ministro sacerdote es mucho más feliz en el ministerio que el que no lo es? ¿Está experimentando ya el gozo del enorme privilegio que significa ser un “mayordomo de los misterios de Dios”? (Obreros Evangélicos, pág. 115).