Cierta tarde estaba escribiendo con respecto al trabajo que podría haberse realizado en la última asamblea de la Asociación General si los hombres que estaban en posiciones de responsabilidad hubiesen seguido el camino y la voluntad de Dios. Aquellos que tuvieron mucha luz no anduvieron en la luz. Terminó la reunión, pero no hubo una verdadera consagración. Las personas no se humillaron delante del Señor como deberían haberlo hecho, y no se concedió el Espíritu Santo.

            Habiendo escrito hasta este punto permanecí inconsciente y me pareció estar presenciando una escena en Battle Creek.

            Estábamos reunidos en asamblea en el auditorio del Tabernáculo de Battle Creek. Se oró, se cantó un himno, se oró una vez más. Se elevaron a Dios las más fervorosas súplicas. La reunión estuvo señalada por la presencia del Espíritu Santo, el cual obró en forma muy profunda, de tal manera que algunos de los presentes estaban llorando en forma bien audible.

            Al levantarse de sus rodillas, uno de los presentes dijo que en lo pasado no había estado en armonía con ciertas personas ni había sentido amor por ellas, pero ahora se veía a sí mismo como realmente era. Con gran solemnidad repitió el mensaje a la iglesia de Laodicea: “‘Porque tú dices: Yo soy rico, y me he enriquecido, y de ninguna cosa tengo necesidad’. En mi autosuficiencia me sentía precisamente de esta manera —dijo—. ‘Y no sabes que tú eres un desventurado, miserable, pobre, ciego y desnudo’. Ahora veo que ésta es mi condición. Se me abrieron los ojos. He sido duro e injusto. Me consideraba justo, pero mi corazón está quebrantado y veo mi necesidad del precioso consejo de Aquel que me ha escudriñado cabalmente. Oh, ¡cuán llenas de misericordia, de compasión y de amor son las palabras: ‘Yo te aconsejo que de mí compres oro refinado en fuego, para que seas rico, y vestiduras blancas para vestirte, y que no se descubra la vergüenza de tu desnudez; y unge tus ojos con colirio, para que veas’”.

            El que hablaba se dirigió a aquellos que habían estado orando, y dijo: “Tenemos que hacer una cosa. Debemos confesar nuestros pecados y humillar nuestros corazones delante de Dios”. Con el corazón quebrantado hizo algunas confesiones, y luego se acercó a varios de los hermanos, uno tras otro, y extendiendo su mano pidió perdón. Aquellos a los cuales él habló se pusieron de pie haciendo confesión y pidiendo perdón, y cayeron llorando el uno sobre el cuello del otro. El espíritu de confesión se esparció por toda la congregación. Fue una ocasión que recordaba el Pentecostés. Se entonaron alabanzas a Dios, y la obra prosiguió hasta muy avanzada la noche, hasta casi la mañana.

            Se repetían a menudo, con clara distinción, las siguientes palabras: “Yo reprendo y castigo a todos los que amo; sé, pues, celoso, y arrepiéntete. He aquí, yo estoy a la puerta y llamo; si alguno oye mi voz y abre la puerta, entraré a él, y cenaré con él, y él conmigo”.

            Nadie parecía tener tanto orgullo que le impidiera hacer su confesión nacida del corazón, y los que tomaban la delantera en esa obra eran aquellos que tenían influencia, pero que antes no habían tenido el valor de confesar sus pecados.

            Había un júbilo tal como nunca antes se había oído en el tabernáculo.

            Entonces salí de mi inconsciencia y por unos momentos no podía recordar dónde estaba. Todavía tenía la pluma en la mano. Me fueron dirigidas estas palabras: “Esto podría haber ocurrido. El Señor estaba anhelando hacer esto por su pueblo. Todo el cielo estaba aguardando para conceder esta bendición”. Pensé dónde podríamos haber estado si en el último congreso de la Asociación General se hubiese efectuado una obra cabal, y me sobrecogió como una agonía el chasco al comprender que lo que había presenciado no era una realidad.

            Compañero, este capítulo de la pluma de la Sra. de White no necesita comentario, pero discúlpame estas pocas palabras: ¿Qué “podría haber ocurrido” en la obra de Dios si esta visión de la Sra. de White se practicase en todas nuestras reuniones espirituales y ministeriales, y en nuestros congresos? ¿Por qué no hemos de hacer realidad en nuestro medio esta visión? ¿Por qué no hemos de poner en práctica la señal de la divinidad de Cristo? “Que todos sean uno… para que el mundo crea que tú me enviaste”. ¿Por qué no unirnos como un solo hombre para terminar la obra que se nos ha confiado? ¿Por qué no tener más amor, por qué no ser más humanos los unos para con los otros? Pensemos en esta gran frase de la Sra. de White: “La inhumanidad del hombre para con el hombre es nuestro mayor pecado” (El Ministerio de Curación, pág. 121)