Nuestro avión hoy cambió su itinerario. Deberíamos estar ahora asistiendo a una reunión de obreros con el pastor Dower. Pero por razones especiales el avión se detuvo en una pequeña ciudad donde sólo debería hacer una escala técnica por algunos minutos.

            No es una población muy grande, tal vez tenga solamente unos diez mil habitantes, pero hay un excelente hotel, buenos edificios, una hermosa plaza adornada con una fuente iluminada con luces de colores, y una hermosa iglesia. Haciendo un pequeño recorrido por la población entramos en la catedral, vimos a un sacerdote tocando el órgano mientras los adoradores llegaban para el servicio religioso; a otros sentados en los bares, y a mucha gente yendo y viniendo por las calles.

            Aunque esta población está fuera del territorio de nuestra división es un símbolo de millares de otras donde aún el mensaje no ha entrado. La Iglesia Adventista no está representada aquí siquiera por un solo converso. Es éste otro de los desafíos a la tarea de la evangelización.

            Los estudios estadísticos realizados con respecto a la planificación para la década han puesto al descubierto algunos hechos sorprendentes: por ejemplo, en la Unión Austral quedan más de trescientas poblaciones con más de cien habitantes donde aún la luz del mensaje no se ha encendido. En el Brasil quedan 187 ciudades de más de diez mil habitantes donde no hay un solo adventista. Sólo en el estado de Minas Gerais hay cuarenta y tres de ellas, las que representan un poderoso desafío para la iglesia.

            ¿Cómo lograremos entrar en todas estas ciudades con la verdad? En la primera unión mencionada, un equipo de evangelización permanente conduciendo dos campañas largas por año, necesitaría ciento cincuenta años para alcanzarlas a todas… indudablemente la evangelización pública es un método maravilloso, pero no es la solución total para este problema. ¿Cuál es entonces? Tal vez el libro de los Hechos nos da una clave que podría orientarnos: “Y todos fueron esparcidos por las tierras de Judea y de Samaría salvo los apóstoles”; “pero los que fueron esparcidos iban por todas partes anunciando el evangelio” (Hech. 8:1,4). Más tarde los apóstoles llegaron con la verdad a lugares más distantes: Tomás, a la India; Matías, a Etiopía; Simón el Celote, a Asia Menor y Judas Tadeo, a Persia. Como resultado de esa dispersión el Evangelio llegó a cubrir el mundo conocido hasta tal punto que en el año 300 había, según Philip Schaff, diez millones de cristianos en el Imperio Romano.[1]

            Al repasar el tema en los escritos de Elena G. de White nos sorprendió ver cuánto habla ella de la necesidad de establecer la obra en ciudades nuevas partiendo de una sencilla célula: una familia o un individuo con verdadero espíritu misionero, que hagan obra de pioneros a través de un centro de predicación, una escuela sabática filial o mediante el impacto evangelizador del testimonio y del ejemplo que contagia.

            Veamos algunos hechos destacados que surgen como conclusión de ese análisis.

  1. En el capítulo titulado “Movimiento de expansión de la iglesia” del libro Servicio Cristiano, págs. 222-231, se presenta ese traslado de familias a regiones aún vírgenes para la verdad como un sistema clave en el proceso de expansión.
  2. En esas páginas, la mensajera del Señor comenta un fenómeno al que denomina “hacinamiento en las iglesias” (pág. 229), y lo compara con los árboles o plantas que crecen demasiado amontonadas y que por ello no prosperan. Los cristianos “hacinados”, tal vez raquíticos en algunos casos, a pesar de tener extraordinaria capacidad, se apoyan simplemente en los demás. Hay quienes podrían estar ganando almas a través del uso de sus talentos, pero que sólo llenan iglesias. Si» salieran a regiones nuevas y allí dieran testimonio, la iglesia y ellos mismos prosperarían muchísimo. “Trasplantados, tendrían lugar donde crecer fuertes y vigorosos” (pág. 229).
  3. Estos lugares difíciles donde “las condiciones son tan desfavorables y desalentadoras que muchos obreros se niegan a ir allí” podrían ser totalmente transformados a través de un trabajo sistemático y perseverante de familias inflamadas de celo y consagración (pág. 230).
  4. No se necesita un tipo especial de gente para hacer este trabajo: “Vayan a ocupar regiones no evangelizadas, buenos agricultores, hombres de finanzas, arquitectos, y personas aptas en las diversas artes y oficios, para mejorar las condiciones de aquellas tierras, implantar industrias, prepararse humildes viviendas para sí mismos, y ayudar a sus vecinos” (págs. 227, 228). No hay por lo tanto limitaciones en lo que a la capacidad respecta. El requisito indispensable no es la cultura ni la posición social sino una actitud positivamente misionera.

            Valdría la pena comentar brevemente algunos de los puntos mencionados. El hacinamiento en ciertas iglesias es un hecho indiscutible. Las razones para ello son básicamente dos: la falta de templos y el interés de fomentar las grandes congregaciones. Una ligera revisión de las estadísticas de la División Sudamericana nos muestra que, si bien entre 1961 y 1972 se bautizaron 225.972 almas, se agregaron templos o casas de culto equivalentes a 128.929 asientos. Nos quedó por lo tanto un déficit de 97.043 lugares, déficit que fomenta el hacinamiento. La diferencia entre bautizados y la ganancia neta se debe mayormente a la carencia de locales o a locales demasiado llenos. El que ha sido bautizado y no tiene donde reunirse o lo hace en un templo incómodo, tal vez asistirá esporádicamente a los cultos o simplemente no asistirá, tornándose en candidato a la apostasía. Recordemos que, si bien es sabio tener iglesias grandes en las ciudades más importantes, más sabio aún es la construcción de capillas menores en zonas periféricas o en barrios populosos.

            Otra tendencia perfectamente explicable y tan antigua como la iglesia misma es la de concentrar grandes grupos de creyentes alrededor de nuestras instituciones, tales como los colegios, sanatorios y casas editoras. Battle Creek llegó a ser tristemente célebre por esta razón, al punto que decenas de páginas de los Testimonios y otros libros, presentan los más fervorosos llamados a obreros y laicos a salir de allí y establecerse en otras zonas para poder irradiar la luz. Los incendios que ocurrieron en Battle Creek fueron calificados por Elena G. de White como señal del desagrado de Dios por tal concentración, que era contraria a las indicaciones expresas del Cielo. Al revisar el Index, bajo el título “Iglesia de Battle Creek” encontramos las más severas advertencias jamás dadas por la Hna. White a una iglesia. ¿Por qué? Porque la concentración trae problemas muy serios.

            ¿Qué diríamos de algunas de nuestras instituciones hoy que tal vez llegan a ser una copia de Battle Creek? Hay allí talentos inactivos de cuyo uso serán responsables sus poseedores en el día final. Los cultos realizados en dos turnos el sábado por la mañana con iglesias repletas de predicadores y posibles predicadores capacitados, que solamente oyen el mensaje, pero que podrían estar impartiéndolo a los necesitados, no es una situación ideal. A los tales van dirigidos también los mensajes de invitación a mudarse a otros lugares y dedicar sus talentos a la obra de dar testimonio por la verdad.

            Las concentraciones además impiden el crecimiento numérico de los creyentes. Tomemos, por ejemplo, la situación que impera en una ciudad sudamericana que conocemos muy bien, y donde viven aproximadamente ochocientos mil habitantes. Tenemos allí un solo templo con capacidad para seiscientas personas. Un hermano que venga desde cualquiera de los barrios donde residen muchos de los miembros, deberá viajar en ómnibus repletos entre media hora y cuarenta y cinco minutos, en momentos cuando el grueso de la población se moviliza. Hemos estado bautizando un promedio de 75 nuevos hermanos por año en los últimos veinte años, y el templo central, que ya ha sido ampliado dos veces, sigue siendo el único de la ciudad.

            ¿Qué pasaría si se abrieran nuevos frentes en zonas populosas, se organizarán allí nuevas congregaciones y se lograra el establecimiento de hermanos misioneros como puntales de esas nuevas congregaciones? ¿Qué pasaría si algunos hermanos de las grandes iglesias de Río de Janeiro, de Buenos Aires, o de ciudades menores, decidieran salir de esas ciudades y establecerse en localidades que están aún oscuras? ¡Cuántas luces nuevas se encenderían y qué expansión experimentaría el mensaje y la iglesia! Las iglesias en las que hay hacinamiento quedarían con espacio para albergar a los nuevos creyentes, entre tanto que un decidido esfuerzo de quienes se han constituido en pioneros y el apoyo de las organizaciones superiores daría como fruto el surgimiento de una nueva congregación y la construcción de una nueva y representativa capilla, la que a su vez se transformaría pronto en madre de otras congregaciones. Sería esto una reacción en cadena. ¿Quiénes podrían hacer este trabajo? Cualquier hermano con trabajo independiente que podría sin mayores riesgos trasladarse a un lugar nuevo. Algunos campos podrían entrar oficialmente en un plan tal con algún tipo de compensación económica destinada a aquellos elementos probados que vayan a esos lugares movidos por un genuino espíritu misionero y no de aventura.

            Pedro escribió su primera carta a los “expatriados de la dispersión” (1 Ped. 1:1) a quienes llama santos y amados de Dios. Ellos eran los que habían dejado Jerusalén debido a la persecución y ahora eran una levadura en lugares distantes del Asia, el África y Europa. Dios había obrado a través de ellos. Un plan organizado de evangelización es una excelente ayuda en la predicación, pero creemos que es sólo una muleta cuando falta el testimonio constante, ferviente y vivo de la iglesia. Ni Cristo ni la iglesia apostólica tenían planes tan bien trazados y tan perfectos como los nuestros. Pero su avance fue más arrollador que el nuestro porque tenían un pueblo que en su gran mayoría estaba exento de profesionalismo, y que había sido impresionado por el Espíritu Santo acerca de la urgencia y del privilegio que significa predicar las buenas nuevas del reino. Hablando del cristianismo apostólico, Philip Schaff afirma: “Cada cristiano contaba a su vecino, el obrero a su colega, el esclavo a otro esclavo, el siervo a su patrón, la historia de su conversión, así como un marinero cuenta la historia de su rescate de un naufragio” (History of the Church, tomo 1, pág. 21).

            Jesús dijo a sus discípulos: Vosotros “seréis esparcidos” por mi nombre (Juan 16:32). Ese era el plan de Dios y lo sigue siendo ahora. No vamos a esperar los momentos difíciles, vamos a entrar hoy en áreas nuevas a través del sencillo recurso de la dispersión de miembros fieles y bien instruidos. Ayudaremos a terminar con el “hacinamiento” de nuestras iglesias a la par que fortaleceremos a aquellos hermanos como fortalecemos un árbol al ralear el bosque.

            Permítasenos parafrasear el pensamiento de Isaías 54:2, 3 y presentarlo así:

            “Ensancha la influencia de tu iglesia, y tus planes misioneros sean ampliados. No pienses en pequeñeces, extiéndete más y afirma lo que ya has logrado.

            “Porque crecerás a la mano derecha y a la mano izquierda, y entrarás en nuevos campos y conquistarás para Cristo las ciudades hoy sumidas en pecado”.


Referencias:

[1] Al finalizar el siglo III y a comienzos del IV, había en el Imperio Romano alrededor de 10.000.000 de cristianos. Crisóstomo decía que la mitad de la población de Antioquía, estimada en 200.000 personas, era cristiana en sus días (año 300). (Véase la obra de Philip Schaff, History of the Church, tomo 1, págs. 22, 23)