Continuación

            En el capítulo 14 de la primera epístola a los corintios, Pablo encara realmente el problema del “don de lenguas” tal como se presentaba en la Iglesia de Corinto. Como ya lo hemos dicho, nadie conocerá jamás con certeza todos los antecedentes del problema. Los corintios, en cambio, sabían perfectamente de qué se trataba; cada expresión, cada detalle, correspondían, para ellos, con hechos conocidos. Sin embargo, aunque nuestra comprensión del problema sea fragmentaria, y nuestra explicación contenga algunas conjeturas, las conclusiones prácticas del apóstol no dejan lugar a dudas.

            Desde el mismo comienzo Pablo presenta claramente su intención de invitar a sus lectores a buscar el don supremo del Espíritu: El don de profecía (vers. 39). Esta invitación está presente en todo el capítulo y se repite en la conclusión: “Así que, hermanos, procurad profetizar” (vers. 39). Las razones son múltiples, y Pablo no deja de indicarlas, en oposición al “hablar en lengua” de ciertos corintios. Pero antes de considerarlas aquí, conviene definir primero qué se entiende por “hablar en lenguas” en este pasaje.

Dos maneras de hablar en lenguas

            Como ya lo hemos dicho, algunos piensan que se trata únicamente de lenguas extranjeras; por el contrario, numerosos traductores opinan que hay que entender que se trata de lenguas habladas en estado de éxtasis. ¿Quiénes tienen razón? En esto consiste todo el problema. Por un lado, nos parece inconcebible que Pablo y Lucas hayan empleado en un sentido diferente las mismas expresiones para referirse al mismo don y a la misma manifestación del Espíritu de Dios. Pero, por otro lado, en el capítulo 14 parecería igualmente claro que el “hablar en lengua” de los corintios contrasta con el del Pentecostés. En Jerusalén, los discípulos hablaban las lenguas de sus oyentes, y todos oían hablar de “las maravillas de Dios” en sus propios idiomas. En Corinto, por el contrario, al “que habla en lenguas… nadie le entiende”, porque “por el Espíritu habla misterios”; no le habla a los demás, sino que habla “para sí mismo y para Dios” (vers. 2, 28). ¿Cómo se explican, entonces, esta similitud y esta diferencia? ¿Habrá un detalle que permita establecerla?

            Al leer el texto en el original griego, no deja de llamar la atención el empleo alternado y suficientemente definido, a nuestro entender, de las expresiones “hablar en lengua”, en singular (vers. 24, 7-17, 26-36), y “hablar en lenguas”, en plural (vers. 5, 6, 18-25, 39.) Es cierto que los traductores no, siempre han respetado esta diferencia ortográfica; en la versión Reina-Valera revisada, por ejemplo, han puesto en plural la expresión que está en singular, en el original, en el versículo 2. En la misma versión, como también en otras, los traductores han creído oportuno subrayar en algunos casos la diferencia, agregando un adjetivo a la expresión en singular: “lengua extraña” (vers. 4, 13, 27), “lengua desconocida” (vers. 14, 19).

            La diferencia puede parecer insignificante, pero el análisis del texto la destaca. En primer lugar, cabe señalar que mientras la expresión “hablar en lengua” en singular, está siempre seguida por observaciones negativas o restrictivas; la frase “hablar en lenguas”, en plural, aparece generalmente bajo un aspecto positivo. “Quisiera que todos vosotros hablaseis en lenguas” (vers. 5). “Doy gracias a Dios que hablo en lenguas más que todos vosotros” (Vers. 18). De ahí que llegue a la conclusión: “No impidáis el hablar en lenguas” (Vers. 39). Como la expresión en plural corresponde exactamente a la que se emplea en 1 Corintios 12:30; Hechos 10:46 y 19:6, para referirse al don de hablar en idiomas extranjeros, y puesto que ese don es esencial para predicar el Evangelio a los incrédulos (14:22), estas restricciones de Pablo acerca de su uso en la iglesia son fácilmente comprensibles. En efecto, pregunta el apóstol, “si yo voy a vosotros hablando en lenguas, ¿qué os aprovechará?” (Vers. 6). “En la iglesia prefiero hablar cinco palabras con mi entendimiento, para enseñar también a otros, que diez mil palabras en lengua” (vers. 19).

Una diferencia fundamental

            Los versículos 18 y 19, precisamente, señalan con fuerza la diferencia que existe entre el “hablar en lenguas” en plural, por lo que Pablo da gracias a Dios, y el “hablar en lengua”, en singular, en la cual “diez mil palabras” no valen ni “cinco” del otro idioma.

            El exégeta alemán Walter Bauer, en su Wdrterbuch zum Neuen Testament, observa acerca de este pasaje que para Pablo no se trata tanto de subrayar una relación de cantidad, sino de calidad. Según él, el adverbio maltón (traducido “más” en el vers. 18), indica más bien que el apóstol le da gracias a Dios de que su “hablar en lenguas” es superior al “hablar en lengua” de los corintios. (Véase Fil. 1:9, 12; 3:4.) Es precisamente lo que quiere demostrar la comparación del versículo 19: “Cinco palabras” de Pablo valen “más” que “diez mil palabras en lengua”. Y eso, por dos razones fundamentales: El “hablar en lenguas” de Pablo apela al entendimiento y tiene como fin instruir a los demás, cosa que precisamente no hace el “hablar en lengua” de los corintios.

Para que una lengua sea lengua

            En efecto, si el “hablar en lenguas” (plural) no puede esencialmente hacerse sino con el concurso del entendimiento, la característica del “hablar en lengua” (singular) parece ser que no exige comprensión. (Vers. 14.) No solamente al “que habla en lenguas… nadie le entiende, aunque… habla misterios” (vers. 2), sino que él mismo no sabe lo que dice, porque su “entendimiento queda sin fruto” (vers. 14). Es cierto que Pablo respeta la disposición espiritual de quien ora “en lengua” y canta “con el espíritu”, sin el concurso de la inteligencia. Pero en lo que a él respecta, quiere orar, cantar y hablar a la vez “con el espíritu, pero… también con el entendimiento” (vers. 15). Así, al subrayar cuatro veces la importancia del entendimiento en los versículos 14 a 19, Pablo establece con claridad, a nuestro entender, la diferencia radical que existe entre-el “hablar en lenguas”, don del Espíritu tendiente a una comunicación inteligible del mensaje de Dios a los hombres que hablan otros idiomas, y el “hablar en lengua” de los corintios, constituido por un flujo de palabras misteriosas e ininteligibles, que no edifican a nadie, y a las cuales nadie puede contestar con un amén, porque no sabe lo que se ha dicho. (Vers. 16.)

            Ya en los versículos 7 al 12 Pablo había subrayado otras dos cualidades indispensables para que una lengua sea realmente inteligible, cualidades que parecen asimismo haber estado ausentes del “hablar en lengua” de los corintios: la claridad de los sonidos y el sentido preciso de las sílabas y las palabras. En efecto, como ya se ha dicho, la articulación de las palabras y las sílabas constituye la esencia de las lenguas humanas. Por eso Pablo, valiéndose del ejemplo de ciertos instrumentos musicales, pregunta: “Si no dieren distinción de voces, ¿cómo se sabrá lo que se toca con la flauta o con la cítara? Y si la trompeta diere sonido incierto, ¿quién se preparará para la batalla? Así también vosotros, si por la lengua no diereis palabra bien comprensible, ¿cómo se entenderá lo que decís? Porque hablaréis al aire” (vers. 7-9).

            Asimismo, para que una lengua lo sea verdaderamente, no basta multiplicar los sonidos y las sílabas, sino que es necesario, además, que éstos tengan un significado definido tanto para el que habla como para el que escucha. Intentemos una traducción de los versículos 10 y 11: “Por más numerosos que puedan ser en el mundo los diversos sonidos [foné, en contraste con gloossa lengua], ninguno de ellos es inarticulado [afoné, sin voz, mudo]; pues si yo no conozco el valor del sonido [foné], seré de lengua distinta para el que habla, y él será de lengua distinta para mí”. En otras palabras, la articulación clara de las sílabas y el conocimiento de las palabras empleadas, son para Pablo indispensables para que una lengua sea inteligible y constituya un medio de comunicación. ¿Para qué serviría el don de lenguas si no constituyera precisamente un instrumento milagroso para comunicar el Evangelio a los hombres de otras lenguas, en una circunstancia extraordinaria, como el Pentecostés? Y como en aquella ocasión, este don no tiene sentido sino en la medida en que contribuya a la “edificación de la iglesia” (vers. 12). Ha sido dado “para el provecho de todos” (1 Cor. 12:7, VM), como los otros dones del Espíritu.

Edificación, orden y decoro

            Ahora bien, precisamente el que habla “en lengua”, “no habla a los hombres” (1 Cor. 14:2). Habla para sí mismo (vers. 28), y como resultado “el otro no es edificado” (vers. 17). “El que habla en lengua… así mismo se edifica” (vers. 4). No puede satisfacer, pues, el requerimiento fundamental enunciado y repetido a lo largo de estos capítulos, es a saber, que debe hacerse “todo para edificación” (vers. 26). Tras repetir por última vez este concepto, Pablo llega a estas conclusiones: En caso de que algunos hablen en lengua, (1) que no sean más de dos o tres los que lo hagan, (2) que cada uno lo haga por turno, (3) que haya quien interprete, (4) “si no hay intérprete, calle en la iglesia” (vers. 27, 28). Todas estas restricciones y órdenes tenían el propósito de eliminar, muy caritativamente y en forma paulatina, los resabios que quedaban todavía en la Iglesia de Corinto de las costumbres paganas y de cierto “hablar en lengua” propio de la glosolalia de los adoradores de ídolos, evocados por Pablo en su introducción. (1 Cor. 12:2.)

            En cuanto a las mujeres, de las cuales se habla particularmente en los versículos 34 y 35, se sabe el papel predominante que desempeñaban en los cultos paganos, debido a su predisposición por este tipo de manifestaciones. Por eso Pablo no les hace la menor concesión: “Vuestras mujeres callen en las congregaciones; porque no les es permitido hablar… porque es indecoroso que una mujer hable en la congregación”. Se entiende, en el contexto del capítulo 14, que se trata de “hablar en lengua”, puesto que antes el apóstol le había reconocido a la mujer el derecho de hablar en público y profetizar (1 Cor. 11:5), es decir, de hablar a los fieles en la asamblea “para edificación, exhortación y consolación” (1Cor. 14:3), que eso es lo que significa profetizar, en este caso. Así podemos percibir la diferencia que Pablo establece entre el “hablar en lengua”, cuyas manifestaciones en la Iglesia de Corinto trata de limitar, y el “hablar en lenguas” que se complace en recomendar a todos, asociándolo muy íntimamente con el don de profecía, el don por excelencia. (Rom. 12:6.) “Quisiera que todos vosotros hablaseis en lenguas, pero más que profetizaseis” (1Cor. 14:5).

La profecía como término de comparación

            Hay un último aspecto que, más que todo lo que acabamos de demostrar, justifica la distinción que creemos poder establecer entre el verdadero don de lenguas y su falsificación. Cuando Pablo compara el “hablar en lengua” de los corintios, con la profecía, siempre contrapone ambas cosas. “El que habla en lengua no habla a los hombres”; por el contrario, “el que profetiza habla a los hombres”. El primero, “a sí mismo se edifica”, el segundo “edifica a la iglesia” (vers. 2-4). “Los espíritus de los profetas están sujetos a los profetas” (vers. 32), es decir, los profetas saben lo que dicen y lo que hacen, mientras que los que “hablan en lengua” hablan todos al mismo tiempo, en forma desordenada y sin comprender lo que dicen. Ahora bien, “Dios no es Dios de confusión, sino de paz” (vers. 33). De ahí sus conclusiones no menos radicales: “Si no hay intérprete” para el que habla en lengua, éste “calle en la iglesia” (vers. 28), y, por el contrario, “procurad profetizar” (vers. 39), y “sobre todo que profeticéis” (vers. 1).

            Completamente diferentes son las comparaciones que hace entre el don de lenguas (plural) y el don de profecía. Lejos de contraponerlos sistemáticamente, Pablo establece la estrecha relación que existe entre ellos. Ciertamente, “mayor es el que profetiza que el que habla en lenguas” (vers. 5). Eso se advierte en la lista de los diversos dones que encontramos en el capítulo 12. Pero si hay traducción, el que habla en lenguas extranjeras se equipara con el profeta, porque tanto por medio del primero como por medio del segundo la iglesia resulta edificada. (Vers. 5.) El libro de los Hechos también subraya la estrecha relación que existe entre el don de lenguas y el de profecía. Están, en efecto, tan íntimamente unidos, que son inseparables; Lucas los menciona siempre juntos. Según la explicación de Pedro del milagro del Pentecostés, el don de lenguas y el de profecía aparecen prácticamente como si fueran una y la misma cosa: “Estos no están ebrios, como vosotros suponéis… Más esto es lo dicho por el profeta Joel: Y en los postreros días… vuestros hijos y vuestras hijas profetizarán” (Hech. 2:15-17). Con cierto matiz de diferencia, Pablo dirá que el don de lenguas es para el mundo lo que la profecía es para la iglesia: “Las lenguas… son por señal… a los incrédulos”, mientras que “la profecía… a los creyentes” (1 Cor. 14:22). Gracias al don de lenguas se puede predicar el Evangelio a toda nación, tribu, lengua y pueblo. Gracias al don de profecía, Dios habla al creyente para edificarlo, exhortarlo y consolarlo (vers. 3); por este don “los secretos de su corazón son hechos manifiestos: y así, cayendo sobre su rostro, adorará a Dios, declarando que Dios en verdad está en medio de vosotros” (vers. 25, VM). Por eso, lejos de decirles a los que hablan en lenguas extranjeras que se callen, Pablo concluye este capítulo diciendo: “Procurad profetizar, y no impidáis el hablar lenguas”. A lo cual agrega esta singular advertencia: “Mas háganse todas las cosas decorosamente y con orden” (vers. 39, VM).

El “hablar en lengua” de los corintios

            Como vemos, realmente existe una diferencia entre el “hablar en lenguas” tal como se practicó en el Pentecostés, y el “hablar en lengua” de los corintios. Este último tiene todas las características de la glosolalia, del hablar en estado de éxtasis, tal como se manifiesta en nuestros días en los medios carismáticos, y tal como se manifestaba antaño en los cultos paganos de Grecia. Al tratar de explicar la fórmula abreviada “hablar en lengua” (singular), Jean Héring hace esta interesante observación: “Ya en el mundo helenístico, la palabra glossa (lengua) se había convertido en un término técnico para designar un idioma arcaico, utilizado generalmente en el culto, incluso incomprensible, a veces, como el de la pitonisa de Delfos”. En apoyo de esta declaración cita en seguida a numerosos autores griegos clásicos. (Comm entaire du Nouveau Testament, tomo 7, pág. 111. Delachaux et Nestlé, 1959). Pablo mismo sugiere esta relación (entre la “lengua” de los corintios y la glossa de los paganos) cuando escribe, en la introducción al problema que implicaban los ‘‘inspirados” de Corinto: “Sabéis que cuando erais gentiles, se os extraviaba llevándoos, como se os llevaba, a los ídolos mudos” (1 Cor. 12:2). Además, ¿no llega incluso (en el vers. 3) a recordar ciertas maneras de hablar que no pueden ser el fruto de la obra del Espíritu de Dios?

            Por consiguiente, podemos preguntarnos por qué Pablo no condenó radicalmente esta forma pagana de adoración. Como ya hemos explicado, atribuyó desde el principio esas costumbres a la ignorancia (12:1) de los que todavía las practicaban. A continuación, para respetar la sinceridad de los que actuaban de esa manera, les aplicó los principios de ese amor que presenta en el capítulo 13: “El amor es sufrido, es benigno… Todo lo sufre, todo lo cree, todo lo espera, todo lo soporta” (vers. 4, 7). Pablo sabía que entre los griegos el hablar en éxtasis era la forma más excelsa de comunión con la divinidad. De modo que no condenó por sí misma esta forma de comunión con Dios. Pablo reconocía que “el que habla en lengua no habla a los hombres, sino a Dios” (1 Cor. 14:2), que habla “para sí mismo y para Dios” (vers. 28), que ciertamente rinde “acción de gracias” (vers. 4, 16). Por eso Pablo se esforzó por demostrar a los corintios que hay otra manera de “hablar en lenguas”, cualitativamente superior, y que en lugar de ser un idioma para hablar consigo mismo y con Dios, lo es para comunicarse con los demás de parte de Dios. Y cuando se manifiesta de esa manera, el don de lenguas se convierte en don de profecía. “Quisiera que todos vosotros hablaseis en lenguas, pero más que profetizaseis” (vers. 5).

Procurad el don de profecía

            Para comprender la insistencia de Pablo en favor del don de profecía en oposición al “hablar en lengua” de los corintios, debemos ubicarnos en el contexto religioso de la época. En efecto, nos encontramos aquí en presencia de dos tipos de religión, y por consiguiente, de dos fuentes de inspiración (1 Cor. 12:2, 3): el tipo profético y él tipo místico. Ahora bien, la profecía es para el culto del verdadero Dios lo que el hablar en éxtasis era para el culto de las divinidades paganas. Por medio de la profecía Dios habla a los hombres, y el Evangelio se difunde por el mundo, la iglesia se edifica y los hombres son conducidos a la adoración del verdadero Dios. (1 Cor. 14:24, 25.)

            El misticismo de las religiones griegas, a diferencia del profetismo judeo-cristiano, culmina en el hablar en éxtasis. Ahora bien, como consecuencia de sus costumbres antiguas y su ignorancia espiritual, el error principal de los “inspirados” de Corinto consistía en creer que la acción del Espíritu es tanto más evidente cuando él adorador se encuentra en estado de éxtasis; que la comunión es tanto más perfecta cuando más se pierde el dominio de sí mismo como resultado de una especie de divorcio entre el espíritu y el entendimiento, divorcio al cual Pablo, con justicia, se opone. (vers. 14-19.) Esta idea acerca de los corintios concuerda con lo que sabemos de las creencias comunes de los griegos. Platón explica muy bien en su Timeo que ninguna persona en plena posesión de sus sentidos puede conocer la inspiración divina y verdadera. Según este concepto del enthousiasmós (inspiración), el inspirado es un instrumento puramente pasivo e inconsciente. A lo que Pablo no puede dejar de oponer el ejemplo del profeta que, aunque se encuentre sometido a la influencia del Espíritu de Dios, actúa y habla bajo el dominio de su inteligencia, perfectamente dueño de sí mismo. Porque, precisa Pablo, “los espíritus de los profetas están sujetos a los profetas” (14:32).

            Contra ese misticismo todavía muy activo en la Iglesia de Corinto, dirige Pablo sus observaciones y sus consejos. Lo hace con un tacto exquisito, pero también con una firmeza inconfundible: “Si alguno se cree profeta, o espiritual, reconozca que lo que os escribo son mandamientos del Señor. Mas el que ignora, ignore” (vers. 37, 38), o, según otras traducciones, “el que quiere ser ignorante, sea él mismo ignorado”. Puesto que no reconoce lo que viene de Dios, que nadie le reconozca su pretendida inspiración. Pablo quiere defender la iglesia de la invasión de las costumbres paganas. En los capítulos precedentes había hecho lo mismo en relación con otras cosas; aquí lo hace contra cierta forma de “hablar en lengua” propia del misticismo de las religiones paganas, en beneficio del verdadero don de lenguas, y sobre todo en favor del don de profecía, que es la señal por excelencia de la religión del verdadero Dios.

Una cosa es cierta

            Esta es la esencia de lo que el apóstol Pablo creyó necesario escribir a los corintios con respecto al don de lenguas y el de profecía, en oposición, creemos, a los resabios paganos del hablar en estado de éxtasis de las religiones místicas de la antigua Grecia. Naturalmente, puede discutirse hasta el infinito acerca de este texto, pero sea cual fuere la interpretación adoptada en cuanto al problema debatido, una cosa es cierta: el sentido práctico que aplica el apóstol para tratar de solucionar este problema en la iglesia. Sólo traicionando las intenciones del apóstol alguien puede invocar el contenido del capítulo 14 de 1 Corintios para justificar el “hablar en lengua”, tal como se practicaba en la Iglesia de Corinto, ya sea que se trate de lenguas extranjeras o de lenguas habladas en estado de éxtasis. Desde el momento en que el hablar en lenguas, sea lo que fuere, no contribuye a la edificación de los demás y de la iglesia, no puede ser un don del Espíritu, porque éste siempre se manifiesta “para el bien común” (1Cor. 12:7, Versión Ecuménica) o “para el provecho de todos” (VM).

            Según este principio fundamental, enunciado en diferentes ocasiones y repetido con fuerza como un principio rector de la vida cristiana, Pablo se empeña en corregir, limitar y hasta eliminar todo lo que no sea conforme a la verdad, el orden, el decoro y la paz de la iglesia. Pero al mismo tiempo el apóstol propone, con no menos insistencia, el único don del Espíritu por medio del cual los seres humanos pueden realmente hablar a los otros hombres de parte de Dios para anunciarles el Evangelio eterno, a fin de que sus corazones se vuelvan a Dios, es a saber, el don de la profecía, en el sentido claramente definido aquí. (1Cor. 14:4.) “Porque el testimonio de Jesús es el espíritu de la profecía” (Apoc. 19: 10).

            “Hermanos, no seáis niños en, el modo de pensar… sino… maduros en el modo de pensar” (1 Cor. 14:20). “El mundo no se convertirá por el don de lenguas o por la operación de milagros, sino por la predicación de Cristo crucificado” (Testimonios para los Ministros, pág. 424).