Abramos nuestras Biblias en el versículo que se encuentra en Malaquías 4:5: “He aquí, yo os envío el profeta Elias, antes que venga el día de Jehová, grande y terrible”. Ese es nuestro texto. Ocuparemos esta hora en meditar acerca de su contenido.
El personaje central de este versículo es el profeta Elías. La primera vez que leímos su historia, hace más de treinta años, quedamos impresionados, y esa impresión jamás se borró. Este profeta entra en el escenario de la historia como un relámpago y desaparece algunos años más tarde en medio de un torbellino. Y entre el relámpago y el torbellino descubrimos asombrados que su vida se desarrolla además entre el terremoto y el fuego. La vida de Elias fue extraordinariamente dinámica. No había nada de estático ni de inmóvil en él.
Otro aspecto de su personalidad que nos dejó impresionados desde el mismo principio es su valentía. No le temía ni a Acab, ni a Jezabel, ni a los sacerdotes de Baal y Astarté, que eran numerosos y disponían de poder. Cumplió su deber sin temor alguno.
También nos impresionó el carácter directo de sus mensajes. Es evidente que Elias no recurría, para cumplir la voluntad del Señor, a una diplomacia mal entendida. Para el profeta, el pecado se llamaba pecado, la idolatría se llamaba idolatría, y la apostasía recibía directamente el nombre de apostasía.
Un último rasgo de su carácter que queremos que resalte ante ustedes: El interés supremo del profeta Elias era doble, es a saber, la gloria de Dios y el bienestar espiritual del pueblo elegido.
Elias, símbolo de la Iglesia Adventista
Al analizar nuestro texto descubrimos que el Señor enviará a Elias “antes que venga el día de Jehová, grande y terrible”. Nosotros estamos viviendo exactamente en los días que preceden al “día de Jehová”. Por lo tanto, son los días cuando Elias debe aparecer en el mundo.
Me estoy dirigiendo a una congregación compuesta por adventistas, de manera que no es necesario que demuestre el hecho de que este Elias no es un personaje literal, sino un símbolo de la Iglesia Adventista, de la iglesia que debe dar al mundo el último mensaje de amonestación de parte de Dios. Por lo tanto, lo que nos conviene hacer ahora consiste en verificar si efectivamente nos estamos comportando en este tiempo como Elias se comportó en el suyo.’ Para ello nos parece conveniente lanzar un breve vistazo a la época cuando Elias actuó. El pueblo de Israel había sufrido un cisma. En el norte las diez tribus de esa región habían constituido el reino de Israel, mientras Judá y Benjamín formaban el reino de Judá en el sur. Los israelitas establecieron su capital en Samaría, en tanto los judíos conservaban la antigua capital del reino, es a saber, Jerusalén. En Samaría reinaba Acab, monarca israelita, de personalidad indefinida, amoral e inmoral a la vez, sin principios y sin columna vertebral.
Decir que él reinaba es sencillamente una figura de lenguaje. La verdadera gobernante de ese reino era Jezabel, su esposa, diametralmente opuesta a su marido en carácter, pues era decidida, firme, implacable y cruel. Era pagana, ya que era hija de Etbaal, rey de los sidonios. Había resuelto en su corazón desarraigar del pueblo de Israel el culto de Jehová para reemplazarlo por el culto de Baal y Astarté. Por eso las Sagradas Escrituras nos dicen que Acab fue más malo que todos sus antecesores, que ya lo habían sido bastante, puesto que los otros practicaban la idolatría so capa de adorar a Jehová, mientras que Acab directamente dejó a un lado el culto de Jehová para implantar sin falsos pudores el culto de Baal.
La poderosa obra de Elias
Así las cosas, como un relámpago en cielo sereno apareció Elias, el enviado de Jehová, para oponerse decididamente a esa situación, e iniciar un movimiento tendiente a lograr que el pueblo del Señor lo continuara adorando sinceramente.
De las tierras orientales de Galaad, Elias emprendió un día su viaje rumbo a Jerusalén. Iba ataviado con el atuendo de los profetas, es decir, con una piel de camello y ceñido con un cinturón. Era humilde el ropaje del embajador del Cielo.
Pero la autoridad de Elias no emanaba de su atuendo. Por eso, cuando los guardias reales lo vieron acercarse a la puerta del palacio, no se atrevieron a impedirle la entrada. Elias tampoco les pidió permiso para entrar. Sencillamente entró. Y en medio de la audiencia judicial del rey Acab, sin pedir disculpas por interrumpir la sesión, Elias apareció delante del rey para comunicarle que no caería una gota de lluvia sobre el territorio del reino de Israel hasta que él, Elias, portador de la palabra de Jehová, no lo anunciara. Habiendo dicho esto, con la misma humilde majestad con que había ingresado, salió del palacio sin que nadie se atreviera a tocarle un cabello, y desapareció de tal manera que el rey, cuando quiso reaccionar y enviar sus policías tras él, ya no lo pudo encontrar.
¿Qué se creía acerca de Baal?
Para que comprendamos mejor el mensaje de Elías al rey Acab, conviene saber que el culto de Baal en realidad consistía en adorar al sol. Los adeptos de esa religión afirmaban que el sol era el dador de la vida: De él, según ellos, provenían las lluvias; él fecundaba la tierra; de él dependían la germinación de las semillas, el crecimiento de las plantas y su fruto. Por ende, toda manifestación de vida que podía observarse sobre la tierra era obra del sol, al cual llamaban Baal, es decir, Señor. Afirmar que por tiempo indeterminado no caería lluvia sobre la tierra hasta que Jehová no lo dijera, significaba lisa y llanamente afirmar la superioridad de Jehová sobre el dios sol de los fenicios.
De allí en adelante, tal como Elias lo había dicho, no cayó una sola gota de lluvia sobre el territorio de Israel. Por el contrario, la tierra reseca, las plantas agostadas y los árboles quemados, eran otras tantas manifestaciones del hecho de que, sin la mediación del Dios Jehová, el dios sol de los fenicios no solamente no daba vida, sino que era capaz de hacerla desaparecer de la superficie de la tierra.
Como resultado de todo esto, el hambre y la muerte se extendieron por sobre todo el territorio de la nación. Hombres y animales desaparecían cegados por la guadaña implacable de la mortal enemiga. El hambre invadió el mismo palacio real. Llegó el día en que no había alimento ni siquiera para los animales del monarca.
En el monte Carmelo
Al cabo de tres años y medio, es decir, 1260 días según la forma hebrea de computar el tiempo, lapso que para nosotros los adventistas es bien conocido, Elias apareció nuevamente. Se presentó con valentía delante de Acab, lo reprendió directamente por su idolatría, y lo conminó a efectuar una especie de referéndum por parte del pueblo de Israel, después de sendas pruebas que realizarían él y los sacerdotes de Baal y Astarté sobre la cumbre del monte Carmelo.
Los acontecimientos de ese día glorioso son sumamente conocidos, de manera que en esta oportunidad nos vamos a referir sólo a los que nos interesan más directamente. Pasaremos por alto la aplastante derrota de los personeros de la idolatría y la apostasía y, habiendo terminado ellos tan catastróficamente su prueba, concentremos nuestra atención en el profeta Elias.
Veamos algunas cosas que ocurrieron entonces. En primer lugar, el profeta le pidió a la gente, que estaba expectante, que se acercara para que pudiese observar detenidamente lo que él iba a hacer. En seguida reparó el altar de Jehová que estaba arruinado, recomponiéndolo con doce piedras, una en representación de cada tribu de Israel. Después puso la leña encima, trozó el animal que había sido sacrificado para la ofrenda, y pidió que se cavara una zanja alrededor del altar lo suficientemente honda como para que cupieran dos medidas de cereal. A continuación, solicitó que se trajera suficiente cantidad de agua como para humedecer completamente la ofrenda, la leña, las piedras del altar, y llenar la zanja que se había abierto alrededor de éste.
Cumplido todo esto bajo la mirada escrutadora del pueblo, Elias, en contraste con toda la algarabía y el castigo auto infligido de los ¿doradores de Baal, se arrodilló tranquilamente, levantó sus manos al cielo y elevó una oración profunda, humilde, sincera y sentida: “Para que conozca este pueblo que tú, oh Jehová, eres el Dios, y que tú vuelves a ti el corazón de ellos” (1 Rey. 18:37).
La oración de Elias fue escuchada inmediatamente. Ante los ojos asombrados de todo el pueblo, los sacerdotes paganos y el rey Acab, vino fuego del cielo, que consumió la ofrenda, la leña, las piedras, e incluso lamió el agua de la zanja.
No había dudas: Jehová era el Dios verdadero. Baal era un dios falso. El clamor del pueblo: “¡Jehová es el Dios! ¡Jehová es el Dios!” (vers. 39) selló el referéndum convocado por Elias y dio comienzo a un extraordinario movimiento de reforma en el seno del pueblo de Dios, tendiente a abandonar la idolatría y la superstición para volver a las sendas del Dios vivo. Poco después, una generosa lluvia inundaba la tierra reseca, calmaba la sed de hombres y animales, y constituía la promesa cierta de un retorno a la fertilidad y la vida.
Nuestra época es semejante a aquélla
Hoy estamos viviendo en una época parecida a la del profeta Elias. Así como éste representa a la Iglesia Adventista, el rey Acab es un adecuado símbolo del protestantismo apóstata de nuestros días, minado por el modernismo, obsesionado con el evangelio social, y completamente olvidado del Evangelio eterno. Jezabel, por su parte, representa en forma extraordinaria a la iglesia popular, cruel y perseguidora en lo pasado, y que volverá por sus fueros en el futuro. La magia presente en el culto de Baal y Astarté también figura hoy en los cultos espiritualistas, ejemplificados por el espiritismo y los movimientos pentecostales y neopentecostales.
La civilización occidental, denominada greco-romana-cristiana, debiera llamarse más bien greco-romana-neopagana. Si miramos a nuestro alrededor, observaremos hasta qué punto esta civilización pseudocristiana ha sido minada por la teoría de la evolución, esfuerzo satánico por expulsar a Dios de la creación; por el marxismo, esfuerzo satánico por expulsar a Dios de la historia; y por el existencialismo ateo, esfuerzo satánico por expulsar a Dios de la conciencia y de la vida del hombre. Para muchos así llamados cristianos de la actualidad, el dios que adoran no es mejor que Baal, el dios sol de los fenicios.
Los tiempos y las circunstancias actuales son semejantes a los de la época del profeta Elias. Lo que queda por averiguar es si nosotros, los adventistas, nos parecemos a Elias en carácter y en acción. Veamos un poco.
¿Nos parecemos a Elias?
¿Somos nosotros tan valientes como Elias? ¿Estamos comunicando el mensaje de Dios en forma tan directa y clara como lo hacía Elias? ¿Se caracteriza nuestra vida por un dinamismo semejante al que le dio rasgos tan definidos a la vida de Elias?
Temo que nosotros no seamos tan valientes como el profeta. Por años de años hemos estado tratando de contemporizar, de diluir nuestro mensaje, para que no sea tan directo ni tan “ofensivo”. He oído hablar en concilios, asambleas y juntas de la “astucia” evangélica que, traducida a un lenguaje claro y directo, como el del profeta Elias, sería el arte de disfrazar el Evangelio y lo que nosotros mismos somos, para no “fomentar el prejuicio” y no acarrear las iras de nadie sobre nosotros.
Se me ocurre que esta actitud, y creo estar en lo cierto, corresponde a las características de la Iglesia de Laodicea, es decir, es fruto de nuestra tibieza espiritual. Pero la tibia Laodicea, para convertirse en Elias, el profeta que ha de aparecer en el mundo “antes que venga el día de Jehová, grande y terrible”, debe transformarse primero en los tres ángeles de Apocalipsis 14, que dan su mensaje en alta voz, con valentía, y en forma clara y directa, para culminar con el ángel de Apocalipsis 18 que, además de participar de estas mismas características, ilumina toda la tierra con la gloria del mensaje y el amor del Señor.
Quiere decir que para que ustedes y yo lleguemos pronto a ser los Elias que el Señor necesita en esta hora crucial de la historia del mundo, debemos experimentar un reavivamiento y una reforma sin precedentes. Y eso debe ocurrir rápidamente, porque nos queda muy poco tiempo.
Lo que debemos hacer
Ante todo, debemos pedirle a la gente, al mundo entero, que se acerque para ver- nos tan de cerca como sea posible. Debemos llegar a ser conocidos por todo el mundo. El Departamento de Comunicación de nuestra iglesia debe crecer de tal manera que invada toda la feligresía, de modo que todos comuniquemos a la gente quiénes somos y qué hacemos. El mundo debe acercarse a nosotros.
A continuación, debemos reparar el altar de Jehová. ¡En cuántos hogares adventistas el altar del Señor está derribado por tierra! No se ora, no se hace culto, no se estudia la Biblia. El reavivamiento y la reforma deben comenzar en el corazón de cada uno para pasar inmediatamente después al seno del hogar, porque para que el altar de Jehová esté levantado ante el mundo, debe primero ser reparado en cada corazón y en cada casa adventista.
Después de esto debemos poner la ofrenda sobre la leña. Esa ofrenda somos nosotros mismos. Vivimos en la dispensación cristiana, y de acuerdo con las pautas señaladas por el apóstol Pablo en Romanos 12:1, 2, en esta época de la historia del mundo se ofrecen ofrendas “vivas” y no muertas. Nuestro cuerpo, nuestra mente y nuestra alma deben estar plenamente sobre el altar.
Además, debemos ser tan consagrados como Elías. El interés supremo de nuestra existencia debiera ser la gloria de Dios y el bienestar espiritual de la humanidad.
Entonces, cuando la gente esté cerca de nosotros, cuando el altar esté reparado y nosotros estemos como ofrenda sobre ese altar de servicio y amor, en respuesta a nuestra humilde, sencilla pero poderosa oración: “Señor, para que tu nombre sea glorificado y para que el mundo crea”, vendrá la respuesta del Altísimo mediante el fuego sagrado del Espíritu Santo, el bautismo de la lluvia tardía. Entonces Laodicea desaparecerá del escenario del mundo, pues los tres ángeles de Apocalipsis 14 ocuparán primero su lugar, para que finalmente el ángel de Apocalipsis 18 inunde el planeta con el resplandor del amor y la verdad de Dios.
¿Somos Elias, nosotros, mi querido hermano? ¿Te estás preparando para desempeñar el papel de Elias en estas horas finales de la historia del mundo? Tú y yo debemos hacerlo. No hay tiempo que perder. Emprendamos la tarea ahora mismo. ¡Amén!