Nuestro texto se encuentra en Juan 12:32, 33: “Y yo, si fuere levantado de la tierra, a todos atraeré a mí mismo. Y decía esto dando a entender de qué muerte iba a morir”.

            Lo menos que podemos decir de esta declaración es que es insólita. Jesús está afirmando aquí que se va a convertir en una especie de imán. Todo el mundo, en determinado momento, va a reunirse en torno de él.

            Repetimos que esta declaración es insólita, porque en labios de ese sencillo y humilde Maestro galileo carece de sentido. Si la hubiera hecho el césar de turno, que disponía de toda la riqueza del Imperio Romano y de todo el poder de sus legiones, se la podría haber tomado en serio. Pero tal no era el caso de Jesús.

            El carácter insólito de esta declaración queda también en evidencia por la razón que invoca para explicar cómo se va a convertir en el centro de atracción del mundo: “Si fuere levantado de la tierra”. La vida de Jesús es hermosa e insuperable, pero no sería esa belleza la explicación de su atracción. Las enseñanzas de Jesús son sublimes e inimitables, pero no serían ellas la razón de su poder atractivo. El apóstol Juan explica lo que quiso decir Jesús, cuando añade: “Y decía esto dando a entender de qué muerte iba a morir”. En otras palabras, el secreto de su atracción no sería ni su vida ni sus enseñanzas, sino su muerte. ¡Por cierto que esta es una declaración insólita!

La muerte no es atractiva

            Lo es, porque la muerte nada tiene de atractivo. Los obreros del Señor debemos cumplir múltiples tareas, algunas sumamente agradables, otras no tanto, otras enteramente desagradables. Pero tenemos que hacerlas, porque es la voluntad del Señor. Posiblemente la más desagradable de todas consista en celebrar un servicio fúnebre. ¡Qué fea es la muerte! ¡Qué repulsiva! ¡Cuán impotente se siente el pastor que sabe que el único consuelo de los deudos sería la devolución de ese ser amado que ahora yace en los brazos de la muerte! ¡Cuántas veces quisiera huir de ese deber y esa responsabilidad! Sí, la muerte no tiene nada de atractivo; por el contrario, repele.

La cruz tampoco es atractiva

            Tratemos de entender esta insólita declaración de Jesús acudiendo por unos instantes al Calvario. Vamos a ver allí tres cruces: un ladrón a la izquierda, otro a la derecha y Jesús en el centro. Sin duda, para el mundo el peor de los tres delincuentes es él; por eso está en el centro.

            Jesús está “levantado de la tierra”, pero en una cruz. Los romanos inventaron ese instrumento de ejecución para eliminar del escenario de la vida a quienes consideraban la resaca de la sociedad, la gente indigna de seguir viviendo. Por lo tanto, la cruz tampoco podía tener en aquel entonces nada de atractivo. Por el contrario, era cuando menos tan repelente como la muerte. ¿Cómo podía decir Jesús, entonces, que si él fuera crucificado atraería a todos en torno de sí?

            Veamos el letrero que está sobre su cabeza. Está escrito en tres idiomas. Dos de ellos escapan a nuestra comprensión: hebreo y griego. En latín lo alcanzamos a entender. Dice: “Jesús Nazareno, rey de los judíos”. Fue puesto allí por su juez. Es la razón de su sentencia. Los hombres lo encontraron culpable de blasfemia y sedición. Para los judíos era blasfemo; para los romanos, sedicioso.

            Los tribunales no son atractivos. Las sentencias judiciales tampoco. Mucho menos lo son las sentencias de muerte. Entonces, ¿cómo podía ser atractivo ese letrero?

El magnetismo del rostro de Jesús

            Contemplemos ahora el rostro de Jesús. Está magullado y ostenta las huellas de la fatiga, pero permite vislumbrar una bondad infinita. Sus ojos son de una elocuencia extraordinaria. Sabemos que Jesús no murió por su culpa. No era blasfemo, porque era el legítimo rey de Israel. No era sedicioso, porque también era el legítimo rey de Roma. Murió por los pecados de los hombres. Murió por tus pecados y los míos. Tu cruz y la mía fueron su cruz. Los clavos que debieran haber atravesado tus manos y las mías, atravesaron las suyas. Murió tu muerte y la mía. Sin embargo, sus ojos no expresan condenación. Todo lo que se distingue en sus pupilas es un amor inmenso y un perdón infinito. Y cuando nuestra mirada se cruza con la suya, allí, mientras está “levantado de la tierra”, comenzamos a sentir que nuestro corazón se quebranta, se conduele y comienza a acercarse a Jesús. Toda nuestra vida empieza a experimentar el extraordinario poder atractivo de Jesús.

            El magnetismo de Jesús entonces no radica ni en la riqueza ni en la fuerza. Tampoco lo explican la belleza de su vida y la sublimidad de sus enseñanzas. El poder que transformó la muerte en algo atractivo, el poder que convirtió la cruz repelente en un imán, es el amor de Dios manifestado en Cristo, el amor de Jesús manifestado hacia cada uno de nosotros. En el letrero leemos en tres idiomas la justicia de los hombres. En el rostro y en los ojos de Jesús leemos en todos los idiomas del mundo la sublime declaración divina de que nos ama y quiere nuestro bien eterno.

Tres ciudades simbólicas

            El poder atractivo de Jesús se manifestó maravillosamente en el siglo I de nuestra era. Tres ciudades: Roma, Atenas y Jerusalén simbolizaban, por así decirlo, toda la sociedad del Imperio Romano. Roma tenía la riqueza y el poder, la organización y la jurisprudencia. Atenas tenía el pensamiento y el arte en todas sus manifestaciones. Jerusalén tenía la verdad religiosa y la más alta norma de moral del Imperio.

            Pero Roma despreciaba a Atenas y a Jerusalén, y a su vez era odiada por Jerusalén y Atenas. Atenas odiaba a Roma y despreciaba a Jerusalén. Jerusalén odiaba a ambas y las despreciaba por estar pobladas y administradas por incircuncisos. La sociedad romana no podía estar más dividida.

            Pero cuando los discípulos comenzaron a “levantar” a Jesús por todos los ámbitos del Imperio Romano, infinidad de romanos, griegos y judíos empezaron a concurrir a los lugares de culto de los cristianos. Y se olvidaron de que eran romanos, griegos y judíos, para convertirse en hermanos cristianos. ¡Cómo se amaban! Habían sido atraídos a Jesús por el poder de su amor, y se habían unido los unos a los otros por ese mismo poder.

Un mundo dividido que se puede unir

            El mundo está completamente dividido en la actualidad. Demócratas y comunistas se desprecian y odian mutuamente. Los irlandeses católicos y los irlandeses protestantes se aborrecen y se combaten con celo digno de mejor causa. Los cristianos maronitas del Líbano odian a los musulmanes palestinos que han invadido su país, y por largos meses se dedicaron a matarse los unos a los otros. Los guerrilleros extremistas odian la sociedad liberal y manifiestan su saña con bombas, metralla, secuestros y asesinatos. Los franceses y los alemanes se dedicaron durante muchos siglos a matarse entre ellos. Sí, vivimos en medio de una sociedad terriblemente dividida. Pero doquiera se “levante” a Jesús, se observará un fenómeno similar al producido durante el siglo I de nuestra era.

            Por ejemplo, en el Congreso de la Iglesia Adventista celebrado en julio de 1975 en Viena, Austria, vimos gente de todas las nacionalidades y de todas las razas, unida, cantando en sus respectivos idiomas los mismos himnos, asintiendo con fervientes amenes a las mismas plegarias, y participando felices y unidos del mismo pan de vida. Allí había gente procedente de los países colectivistas y de los países liberales. Había irlandeses salidos de las filas protestantes y de las católicas. Había árabes de origen cristiano y de origen musulmán. Más aún, había judíos y árabes juntos. ¿Algo más todavía? Había franceses y alemanes. Todos hermanados por el amor de Cristo.

El ejemplo del imán

            Cuando se acerca un imán a la aguja inerte que está sobre la mesa, ésta de repente comienza a moverse como si se pusiera nerviosa. Instantes después, salta y se adhiere al imán. Entonces se produce un fenómeno notable: la aguja, imantada, al ser puesta cerca de otra aguja, comienza a atraerla también, y así, si el imán es lo suficientemente poderoso, se puede formar una verdadera cadena de agujas adheridas las unas a las otras.

            Hay una lección para nosotros en este fenómeno. Jesús es el gran imán. Un día nosotros entramos en el campo magnético de su infinito amor, y quedamos unidos a él. Pero su magnetismo se transmite a nosotros, y si verdaderamente somos del Señor, nosotros mismos irradiaremos un campo magnético de amor y servicio que inducirá a otros a acercarse a nosotros, y que nos dará la oportunidad de acercarlos a Jesús.

            Por eso es indispensable que cada cristiano en la hora presente “levante” a Jesús por medio de su vida, su carácter, sus actos y sus obras, para que todos sean atraídos a Jesús.

Cedamos a la atracción de Jesús

            Hay una diferencia, sin embargo, entre Jesús y el imán. La atracción magnética es irresistible; la atracción de Jesús no lo es. El hombre goza de libre albedrío y puede decidir no ceder a la influencia magnética del Salvador. El mundo, la carne, las tentaciones y el pecado pueden ejercer también su poderosa atracción y vencerlo. Ha ocurrido muchas veces. ¡Dios quiera que no ocurra con nosotros!

            Cedamos a la atracción de Jesús. Pronto llegará el día cuando venga en las nubes de los cielos para poner fin al reino del mal y del pecado y para establecer su reino de amor. Entonces, todos los que hayan cedido a su poder de atracción, serán “arrebatados… en las nubes para recibir al Señor en el aire, y así” estarán “siempre con el Señor” (1 Tes. 4:17).

            ¿Quisieras, querido hermano, estar preparado para la venida de Jesús? Permite que el magnetismo de Cristo influya decididamente sobre tu vida, y te atraiga a él. Una vez ocurrido’ esto, “levántalo” delante del mundo, a fin de convertirte en un instrumento para atraer a otros. Y cuando el gran imán universal que es Jesús establezca su reino aquí, todos estaremos reunidos en torno de él. Que así sea. ¡Amén!