El pastor Robert Smith acaba de colgar el auricular del teléfono. Después de esto se sienta, dejándose caer en su sillón mirando fijamente los libros que se hallan en un estante sobre la pared opuesta de su estudio. Sus ojos están secos, pero hay lágrimas en su corazón. Por primera vez, el pensamiento de que tal vez haber entrado al ministerio era una equivocación atraviesa su mente.
Hacía cinco años, desde que había salido del seminario, Bob Smith había comenzado su ministerio con un sentimiento de anticipación, sólo ligeramente matizado con recelo. Seguro de su llamado al ministerio, estaba tranquilamente confiado en que, confiando en Dios y guiado por el Espíritu Santo, se desempeñaría bien en la obra del Señor.
Ahora, en la mitad del tercer año de su segundo pastorado, aquel sentimiento de confianza da un vuelco en otra dirección, mezcla de frustración y desánimo, que amenaza profundizarse hasta llegar a la depresión.
El problema no está en las áreas públicas de su ministerio. Bob sabe que él no es un gran predicador, pero siente que es bastante bueno. No está satisfecho. El prepara su predicación arduamente, y los indicios muestran que se está perfeccionando constantemente, si no espectacularmente.
Sus planes y programas se encuentran con no más que la usual cantidad de apatía e inercia de parte de sus miembros. Él sabe esto al hablar con otros pastores de su denominación.
En el área privada de su obra, trabajando con individuos y familias, Bob Smith siente que ha fallado.
Al finalizar la conversación telefónica el problema lo trae al foco de la realidad, y el nudo en su estómago le dice que ha fallado otra vez. Había llamado a Joyce Powell para preguntarle si ella quería enseñar en el departamento de jardín de infantes el próximo año.
“Lo siento pastor, no puedo”. Su voz estaba tensionada y exaltada. “Será mejor que le explique ahora. Bill empacó sus cosas y se fue esta mañana. Nos pasamos gritándonos el uno al otro la mayor parte de la noche. Ya llamé a mi abogado para hacer los arreglos para el divorcio”.
Las palabras llegaron como un puntapié en el rostro. Bob había estado aconsejando a los Powell durante tres meses. En la primera sesión, él había evaluado sus problemas maritales como serios pero no como fatales. El aconsejamiento había sido un trabajo dificultoso. Cada cónyuge sentía que era la otra parte la que debía hacer el cambio necesario en actitudes y proceder. Recientemente, sin embargo, Bob llegó a pensar con optimismo. El matrimonio de los Powell estaba todavía lejos de lo ideal, pero él pensó ver un mejoramiento definitivo.
Ahora la situación había cambiado, el sueño de un hogar cristiano restaurado se había hecho pedazos. Las horas de aconsejamiento, los pacientes razonamientos, primero con uno y luego con otro, los momentos de oración, todo hecho para nada.
Para Bob, éste es el último de una larga serie de incidentes similares. De los matrimonios que había aconsejado recientemente, uno, aparte de los Powell, se había divorciado, otro separado y otro parecía estar restableciéndose en un verdadero hogar cristiano. Los otros están juntos todavía, pero Bob sabe que sus problemas están situados por debajo de la superficie, y están preparados para estallar en una separación o divorcio en cualquier momento.
Desde que comenzó su ministerio, Bob ha empleado una gran parte de su tiempo y esfuerzos para visitar a miembros indiferentes y alejados de su iglesia. Unos pocos respondieron retornando a la iglesia una o dos veces y desapareciendo otra vez, otros asisten ahora regularmente y otros lo hacen de manera muy irregular. Bob no conoce de otros resultados para sus visitas y oraciones.
Hace diez años, aún antes de que Bob hubiera comenzado a estudiar para el ministerio, dos familias en su iglesia quedaron enfrentadas. Un incidente insignificante fue hecho más grande de lo que realmente era, los sentimientos fueron excitados en ambas partes y las cosas que se dijeron dejaron cicatrices duraderas. Las dos eran familias prominentes en la iglesia, y Bob observó correctamente a la distancia que el sentimiento perjudicial que existía entre ellos era por un enfriamiento del celoso amor cristiano que debe existir en la iglesia.
El año pasado decidió hacer un serio intento de reunir a las dos familias. Fue a la primera y los instó a la reconciliación y los encontró receptivos a su apelación. Ellos reconocieron que la situación había ¡do por demás lejos y éste era el momento para olvidarse de todo. Lleno de optimismo, Bob se aproximó a la otra familia, pero su esperanza se desvaneció rápidamente. Ellos atendieron de manera indiferente su pedido de unidad, y afirmaron categóricamente que sólo una disculpa formal de parte de la otra familia, en presencia de la congregación, podría lograr una reconciliación. Cuando el primer grupo se enteró de esta respuesta, se endurecieron en su propia actitud.
El resultado neto del esfuerzo de Bob es que la brecha entre las familias y sus partidarios es ahora más amplia que antes.
Después de todo esto, con las palabras de Joyce Powell resonando en su mente, Bob se pregunta si estaba equivocado en pensar que había sido llamado al ministerio. Si su llamado era genuino, ¿por qué parecía ser tan torpe en todo? ¿Por qué son tantas las derrotas y tan pocas las victorias?
Bob Smith está sufriendo de un mal común entre pastores: el síndrome del “no lo debo haber tratado correctamente”. Su síndrome principal es el sentimiento perseverante de que él, en cualquier momento que sea, es incapaz de resolver un problema, de un modo u otro él personalmente es responsable por el fracaso, que debe haber algún método que hubiera guiado a una solución completa y él falló en encontrarlo.
El razonamiento del pastor resulta, usualmente, en algo como esto: Yo soy un ministro del Evangelio. Mi arma es la espada del Espíritu, la Palabra de Dios (véase Efe. 6:17). Esta es un arma perfecta; por consiguiente, si ésta falla al lograr el resultado deseado, la culpa debe ser de quien la usa. Resulta de esto, entonces, que yo soy el culpable.
Tal razonamiento es una mezcla de la verdad con la mentira. El arma del pastor es, por cierto, la perfecta Palabra de Dios. Esto no significa, sin embargo, que el pastor es necesariamente el culpable si el uso de esta arma perfecta no lo dirige a la solución perfecta. Ciertamente es posible, incluso con las mejores intenciones que el pastor use la Palabra de Dios en forma torpe y no esté tan experto en su uso como él quisiera estarlo. Pero esto no significa que el pastor tenga la responsabilidad de cada fracaso cuando él usa la palabra del Espíritu. El uso de un arma perfecta no importa cuán diestramente pueda usarla, no garantiza resultados perfectos.
Unos pocos ejemplos, tomados de las mismas Escrituras, pueden ayudar para ilustrar este punto.
Cuando entre los gentiles convertidos surgió el problema de la circuncisión en los primeros días de la iglesia cristiana, los líderes se reunieron en concilio en Jerusalén para aclarar la cuestión. Allí fueron Pablo, Bernabé y Pedro (véase Hech. 15:1-11). ¿Quién puede dudar que la Palabra de Dios fue usada poderosamente en este concilio? ¡Y con un gran resultado! Un problema que virtualmente podría haber hecho claudicar el desarrollo del Evangelio entre los gentiles enterrándolo, ¿o sucedió así? Un tiempo más tarde, miembros de la iglesia de Jerusalén llegaron a Antioquía y revivieron nuevamente el problema. Así de exitosos fueron los esfuerzos desgastadores de Pablo y su querido amigo Bernabé, y aun Pedro, quien había argumentado poderosamente al lado de Pablo en Jerusalén, fue defraudado y seducido por su hipocresía.
En la iglesia de Filipos, se suscitó una fricción entre dos mujeres cristianas, Evodia y Síntique. Ambas habían sido asistidas activamente por Pablo en su labor en aquella región. La situación llegó a ser suficientemente seria para que el apóstol mismo les implorara que solucionaran sus diferencias (véase Fil. 4: 2, 3). Es tentador asumir la posición de que ambas mujeres atendieron su ruego, y quizá lo hicieron. Pero no tenemos evidencias de que el gran apóstol Pablo fuera más triunfador en este caso que el pastor término medio en una situación similar.
En efecto, Pablo mismo tuvo una desavenencia con Bernabé que llegó a ser tan marcada que estos dos grandes misioneros no pudieron trabajar juntos por más tiempo (véase Hech. 15:37-39).
Aun el mismo Señor Jesucristo no tuvo éxitos de manera uniforme en su trato con otros. En lugar de aceptar sus enseñanzas, algunos de sus oidores se iban, para no volver a andar con Él (véase Juan 6: 66). Un joven que tenía mucho dinero vino a Jesús preguntado el camino hacia la vida eterna. El Maestro respondió su pregunta con sabiduría divina. Sin embargo, el joven “se fue triste” (Mat. 19: 22).
Si los apóstoles, y aun el Señor mismo fueron incapaces de encontrar una solución para cada problema, sin duda el pastor no puede reprocharse justamente a sí mismo si no triunfa siempre.
Una de las causas de confusión de Bob Smith es la abundancia de libros que salen hoy de las editoriales religiosas que tratan sobre cómo manejar el aconsejamiento personal y matrimonial y las dificultades de las situaciones que se provocan en las iglesias. Al alcance de sus manos, desde el lugar donde Bob se había sentado dejándose caer en su sillón, hay todo un estante de aquellos libros. Aun cuando muchos dan una guía provechosa, algunos de ellos pueden hacer más perjuicio que bien si el pastor no los utiliza cuidadosamente.
Su principal defecto no es que ellos den un consejo malo. Por el contrario, su posición defectuosa está en el hecho que muchos de ellos aseguran que los métodos que se recomiendan no son sólo efectivos sino virtualmente seguros. Se relatan sólo historias que fueron un éxito; los fracasos nunca se encuentran en los libros. El pastor se queda frecuentemente con la impresión que si tan sólo sigue los métodos esbozados en el libro, no puede fracasar. Siente que de algún modo puede manejar la situación.
En los hechos reales, lo que usualmente ocurre es que ni el pastor ni su método han fracasado. Lo que fracasó es la naturaleza pecaminosa humana. El pastor trabaja, no con cosas, sino con gente, seres humanos, creados a la imagen de Dios pero con la naturaleza desviada y cauterizada por el pecado. Como Pablo nos recuerda: “Por cuanto los designios de la carne son enemistad contra Dios; porque no se sujetan a la ley de Dios, ni tampoco pueden” (Rom. 8: 7). Aun entre genuinos cristianos, lo poco que pueda quedar de esta mente carnal, hace la tarea del pastor extremadamente dificultosa.
La Palabra de Dios a la verdad es “viva y eficaz, y más cortante que toda espada de dos filos” (Heb. 4:12), pero el corazón humano puede, no obstante, resistirle. La puerta del corazón sólo se puede abrir desde dentro (véase Apoc. 3: 20). En muchos casos donde los esfuerzos del pastor por resolver un problema desafortunado fallaron, la razón real de su fracaso se debe a un corazón que no ha sido abierto desde dentro permitiendo al Espíritu Santo entrar y tomar posesión de él.
Esto, de hecho, no excusa al pastor que falla al estudiar y aplicar los principios de la sana psicología y el uso debido de la Escritura en los problemas de su obra. Cristo mismo nos dijo que nosotros debemos ser “prudentes como serpientes” (Mat. 10:16). Esto debiera, de cualquier modo, tranquilizar al pastor quien algunas veces siente que está muy cerca de perder toda esperanza al ver que sus mejores esfuerzos fracasaron después del tiempo a pesar de la mucha oración y ferviente labor.
Las siguientes sugerencias pueden ayudar al pastor desanimado, en su lucha al conducir cristianos fuera del caos que el pecado frecuentemente crea aun dentro de la iglesia cristiana.
1. Aproximarse a cada situación difícil con mucha oración pidiendo el derramamiento del Espíritu Santo. Cristo prometió el Espíritu Santo para todo aquel que lo pida (véase Luc. 11: 13). La voluntad de Dios es que la armonía y el amor prevalezcan entre la hermandad cristiana (véase 1 Juan 4: 7-11) y que los hogares cristianos sean preservados (véase Mar. 10: 9). Por consiguiente, usted puede estar seguro de que la dirección que tome será también la del Espíritu Santo.
2. Mantener una actitud de amor cristiano hacia todas las partes involucradas. Todos son hijos de Dios, aun cuando muchos de ellos no toman parte activa.
3. Mantenga su objetivo. Esto no es siempre fácil hacerlo. Algunas veces al tratar de arreglar una situación enredada, usted llegará a sentir en una manera marcada que algunas de las personas involucradas son “correctas” y otras “incorrectas”. Recuerde que usted no toma parte de ninguno de los dos lados. Su objetivo no es decir quién tiene la culpa o el de asignar la responsabilidad. Su objetivo es el de restaurar la armonía y el amor cristiano.
4. Reconocer que es imposible forzar a las personas a creer o a comportarse en completo acuerdo con los principios de la Escritura. El Espíritu Santo no hace esto, y usted no puede hacerlo. Si, después de hacer los mejores esfuerzos en amor cristiano, encuentra que no puede resolver un problema, acepte este hecho y no se culpe a sí mismo. No debe decirse que si hubiera usado diferentes pasajes de la Escritura, o si hubiera explicado más claramente la situación o presentado ésta más eficazmente, usted debería haber triunfado. Es muy improbable que esto sea verdad. “No con ejército, ni con fuerza, sino con mi Espíritu, ha dicho Jehová de los ejércitos” (Zac. 4: 6). La Palabra de Dios tiene fuerza y poder en sí misma. Si ha procurado usar sinceramente la Palabra de Dios de acuerdo con el propósito divino, usted ha hecho todo lo que puede hacer. El fracaso no es suyo, éste pertenece a quienes han rehusado rendirse a sí mismos al control del Espíritu Santo.
5. Antes de tratar algún problema, pregúntese si es realmente su responsabilidad. Uno de los encuentros más cortos de Jesús en su vida terrenal está registrado en Lucas 12:13, 14. Un hombre le solicitó a Jesús su ayuda para obtener la porción correspondiente que le tocaba en una herencia. Jesús fue conciso en su respuesta: “Hombre, ¿quién me ha puesto sobre vosotros como juez partidor?” Sin tomar en cuenta lo justo y lo injusto del caso, Jesús rechazó llanamente el verse involucrado en esto. Los pastores de hoy harían bien en seguir su ejemplo. Esto no es desconocido para los miembros de la iglesia al requerir la ayuda del pastor en asuntos que son, francamente, cosas que al pastor no le atañen. Si esto le sucede a usted, recuerde la actitud de Cristo. Usted puede desear dar, quizás una respuesta más blanda, pero esta no lo debiera ser en su tono final. El pastor que, al encarar un problema, toma un momento para preguntarse a sí mismo si este asunto le corresponde realmente dentro de la esfera de acción de su responsabilidad pastoral, puede salvarse a menudo de derrotas innecesarias (y tal vez de una cantidad infinita de compromisos que no son necesarios).
6. Reconocer que hay algunas situaciones, aun cuando le corresponda dentro de la esfera de acción de su responsabilidad pastoral, que no se pueden tratar sin que de alguna manera se haga un daño. Su falla al respecto fue la equivocación de Bob Smith cuando procuró reconciliar a las dos familias que estaban enfrentadas. La clase de problemas de larga duración, especialmente si otros pastores han tratado sin éxito de mediar con ellos, frecuentemente fallan. Recuerde que el director del funeral es el que va a resolver algunos de los problemas de la iglesia.
Aprender a vivir con problemas sin solución o parcialmente solucionados es parte de la vida de cada uno, y los pastores no son la excepción. En realidad, ellos ocuparán probablemente en esta experiencia de aprendizaje una mayor parte de su vida, más que el resto de la gente. Es una parte frustrante, pero inevitable. Si se entiende claramente este hecho, y se hace una evaluación realista de lo que uno puede razonablemente esperar llevar a cabo al conducirse con los seres humanos que son agentes morales libres, ayudará al pastor a eludir la depresión y la autoacusación cuando las derrotas, como ocurre a menudo, parezcan superar las victorias.
Sobre el autor: A. D. Inglish es pastor de las iglesias adventistas de Woodbury y Laurel Springs en New Jersey, Estados Unidos.