Phillips Brooks definió la predicación como “presentar a la verdad a través de la personalidad”. Brooks comprendía, al igual que otras autoridades en homilética y comunicación, que para que un sermón pueda ser persuasivo no sólo es importante el mensaje sino también la percepción que la congregación tenga del mensajero.

  Aristóteles, que fue uno de los más importantes estudiosos de la persuasión, observó que el carácter personal del orador es el medio más efectivo de persuasión que posee. Roger Nebergall, ex jefe del departamento de comunicación de la Universidad de Illinois sostiene que en una situación retórica la oratoria es de importancia menor; la persona que habla y la actitud de la audiencia con él son los factores más importantes de la persuasión.[1] Más de cien estudios científicos sostienen la teoría de que la imagen del orador tiene un efecto enorme sobre la comunicación.

  Por lo tanto, si como predicadores queremos persuadir a la gente a aceptar a Cristo y la doctrina cristiana, lo más importante es dar una buena imagen. Por supuesto, no tenemos el control absoluto sobre lo que nuestra congregación cree acerca de nosotros; sin embargo, hay cuatro elementos que pueden aumentar la percepción que ellos tienen de nosotros, y por lo tanto aumentar nuestra capacidad de persuadir. Ellos son: confianza, experiencia, buena voluntad y poder.

  Si no hay confianza mutua, no puede haber comunicación genuina. Muchas figuras políticas están teniendo dificultades para que se les crea porque la actitud del público hacia los políticos hace que sospechen de todo lo que dicen. Una persona que no es confiable no puede ser un testigo de crédito. La importancia de la confianza puede observarse en el consejo de Pablo a Timoteo de manejar la Palabra de Dios “correctamente”, y en la declaración de que el corazón de su propia predicación era “Jesucristo, y éste crucificado”, a diferencia de los oradores y los sofistas cuya preocupación fundamental era la producción de meras palabras. (Véase 2 Tim.  2: 15; 1 Cor. 2: 1-5.)

  La confianza hacia el predicador también incluye creer y vivir lo que se proclama. El consejo de Pablo al joven pastor Timoteo, es nuevamente apropiado: “Esto manda y enseña… Sé ejemplo de los creyentes en palabra, conducta, amor, espíritu, fe y pureza” (1 Tim. 4:11, 12). W. M. MacGregor nos recuerda que un hombre no es predicador por causa de las formas externas, recordándonos también el dicho latino: “El hábito no hace al monje”.[2]

  El segundo elemento para tener una buena imagen es la experiencia. La congregación pronto pierde el respeto y el interés si cree que el predicador no sabe de qué está hablando porque no ha tenido la capacidad de profundizar en el tema, le falta experiencia, o no muestra la integridad intelectual necesaria ni buen juicio.

  En el área de la experiencia, hay dos razones que deben mencionarse como motivos por la falta de interés en los sermones de hoy. En primer lugar, en vez de explicar y aplicar la Palabra de Dios, muchos predicadores dedican demasiado tiempo a la política, la sociología y la psicología, áreas en las cuales su auditorio no los considera expertos (ni espera que lo sean). En segundo lugar, un predicador puede no haber dedicado suficiente tiempo y estudio a su sermón.

  La buena voluntad es el tercer elemento que eleva la imagen personal. La buena voluntad se produce cuando el orador se identifica con su congregación y comparte con ellos los mismos intereses, sentimientos, creencias, amor genuino y respeto. La falta de cortesía, la soberbia o la fanfarronería dañan enormemente la capacidad de persuasión del orador.

  El pastor local, aunque puede no ser un genio en el púlpito ni un gran orador, puede desarrollar a través de su preocupación pastoral la buena voluntad entre él y su congregación, de manera que su pueblo lo escuche de buena gana. El corazón habla al corazón.

  Mientras asistía al seminario de Illinois y predicaba en una pequeña población, fui testigo de un incidente que me demostró la necesidad de la buena voluntad para la persuasión. Un ministro local, que a la sazón debía predicar el sermón para la ceremonia de graduación del colegio, no quería que ningún otro pastor de la comunidad estuviera en la plataforma junto a él. Si ese predicador hubiera tratado de persuadirle acerca de la doctrina de su iglesia, no hubiera logrado ningún resultado. ¿Por qué? Porque él mismo había establecido la distancia entre nosotros.

  El cuarto elemento que aumenta la imagen del predicador es el poder. James A. Winans, quien por cuarenta y cinco años enseñó oratoria a nivel universitario en colegios como Cornell, Dartmouth, y la Universidad de Missouri, dijo: “Aunque al orador le falte bondad, raramente deberá ser débil. El orador es un dirigente, y los débiles no dirigen”.[3]

  El apóstol Pablo era un predicador poderoso. Sabía que Dios lo había llamado para la predicación (véase Gál. 1:15, 16), y ese sentido del llamamiento revestía su ministerio de dignidad. La dignidad de la persona y el oficio tiene una influencia poderosa sobre el auditorio. También sabía en qué creía y por qué. El poder está arraigado en el convencimiento y la convicción. La necesidad de poder en la predicación puede haber sido la razón por la que Pablo estimuló a Timoteo para que no fuera tímido y le escribió a Tito para que no permitiera que nadie lo menospreciara (véase 2 Tim. 1: 7; Tito 2: 15).

  La próxima vez que se pare ante su congregación, recuerde la definición de la predicación que da Phillips Brooks, “verdad a través de la personalidad”. Lo que usted es será tan importante como lo que usted diga.


Referencias:

[1] James L. Golden, Goodwin F. Berquist, and William E.Coleman, The Rhetoric of Western Thought. 2da edición (Dubuque: Kendall Hunt Publishing Co., 1978). pág. 219

[2] W. M. MacGregor, The Making of a Preacher (London: S. C. M. Press Ltd., 1954), págs. 33-46.

[3] James Albert Winans. Public Speaking, ed rev. (New York: the Century Co.. 1921), pág. 124