El ministerio consiste, inevitablemente, en una serie de decisiones dolorosas, a menudo en forma de elección entre el bienestar de la iglesia institucional y la necesidad o el confort del individuo. Además, frecuentemente, con estas decisiones no se gana, porque hay que elegir el menor de los dos males. Las comisiones y juntas de iglesia, las juntas de asociación y los concilios denominacionales toman muchas decisiones mes tras mes, año tras año; decisiones que afectan profundamente la vida de mucha gente; decisiones que traen separación y dolor. A los miembros se los disciplina, se los desglosa, se les niegan cargos. Se remueven pastores de sus ministerios; se despiden profesores de sus posiciones.

Jim Kok, capellán del Pine Rest Christian Hospital, ha sugerido que la iglesia debiera celebrar anualmente un Día de Duelo; no un duelo generalizado, sino un duelo específico de la iglesia por el sufrimiento, el dolor y el pesar impuestos a los miembros por estas decisiones. Escribió: “Este sería un día cuando enfrentaríamos la verdad acerca de nosotros mismos y sentiríamos pena por cómo hemos herido a la gente en el nombre de Cristo, y que podríamos haber estado errados al hacer decisiones que afectaran la vida de la gente”.[1]

Kok sostiene su llamado al duelo en la toma de decisiones de la iglesia citando un ejemplo: “Recientemente una escuela terminó con los servicios de una joven maestra porque se había divorciado de su marido. Esta decisión fue devastadora para la maestra y muy desconcertante para sus alumnos. Ninguno sabrá las indelebles consecuencias para bien o para mal en las vidas de ellos. El despido fue hecho -según se me contó- por consideración a los alumnos, pues existía la convicción, según parece, de que aceptar a una persona divorciada como maestro es ofrecer un modelo negativo para los niños y, supongo, se consideraba como un fomento del divorcio.

“No conozco los sentimientos de los que tomaron esa decisión o la actitud que llevó a tomarla. Sin embargo, tengo algunas convicciones acerca de lo que deberían haber sido. Pongámoslo en forma de oración:

“Señor, hemos decidido despedir a una señora de su clase porque está divorciada. Nos duele hacer esto. Nos preocupan sus alumnos que la echarán de menos. Nos afligen también sus colegas que la extrañarán. Creemos que hacemos lo correcto. Confiamos en que tú nos conducirás en esta decisión. Queremos hacer lo que es correcto para la comunidad cristiana, para la escuela y para la vida de los niños. Pero no podemos hacerlo sin herir a alguien. Quizás algunos se alejen de ti por causa de esto. Ella, cuyos servicios estamos dando por terminados, se sentirá herida profundamente cuando más necesita sostén y apoyo de la comunidad cristiana. Oh, Señor, odiamos estar en esta posición, hiriendo a la gente y aun dándole razones para que te cuestionen. Pero creemos que es lo correcto. Sin embargo, Señor, en un rincón de nuestros corazones está también el obsesivo temor de que pudiéramos estar equivocados. A nuestro modo de entender, no pensamos así. Pero podríamos equivocarnos. Y te suplicamos perdón si, fuera de las limitaciones de nuestra condición humana, hemos cometido un error. Acepta nuestros esfuerzos, Señor. Con vacilación presentamos nuestra decisión y la respaldamos. Sana, conforta y sostén a los que hemos herido al hacer lo que creemos es tu voluntad… susténtenos y anímanos a quienes tenemos que hacer este tremendo acto. Amén’”.[2]

Aun cuando supiéramos que nuestras decisiones son objetivamente correctas, ¿no debiéramos sentir el dolor y el desgarro que producen en la vida de otros?

El ministerio requiere un profundo compromiso humano. El dolor de este compromiso puede ser abrumador, y es adecuado que el ministro tenga alguna aislación, no sólo para su propio bien, sino por el de aquellos a quienes ministra. Dos conceptos, pragmáticamente aplicados, ayudarían a proveer la clase de objetividad necesaria: 1) el concepto de la iglesia como institución humana bajo Dios, y 2) el concepto del ministerio como una profesión dentro de esa institución.

En primer lugar, mientras admitimos la singularidad de la iglesia como organismo espiritual, el cuerpo de Cristo, no debemos negar su lado humano como organización, “una entidad sociológica que tiene cultos de adoración, juntas, sociedad de mujeres, reuniones para hombres, programas educacionales, grupos juveniles y problemas”.[3]  Como sociedad humana, la iglesia debe determinar sus propias reglas y debe tener el necesario poder social para actuar a la luz de sus decisiones. En este sentido, la iglesia es política, exhibiendo “las normas de relación y acción mediante las cuales se determina la política y se ejerce el poder social”.[4] Cada organización humana tiene elementos políticos, y la iglesia no es la excepción. Mediante una variedad de medios, nombramos, elegimos, controlamos decisiones y ejercemos influencia. Al decir que la vida de la iglesia tiene elementos políticos no significa que esto es malo y que debe ser eludido. Ser humano significa ser político. Pero como cristianos, sensibles a la fragilidad de nuestra situación humana, aceptamos este aspecto de nuestra existencia como quienes estamos siempre bajo el juicio de Dios.

Este concepto pone los cimientos de otro: es el del ministro como profesional y su llamado al oficio ministerial como profesión. Algunos escritores como James Glasses[5] y David C. Jacobsene[6] han desarrollado extensamente este concepto. Especialmente Jacobsen muestra su valor liberador para la toma de decisiones en la iglesia. Las profesiones clásicas tales como abogacía o medicina – argumenta- llevan implícita una profesión de fe en una persona o en un concepto. El médico profesa su fe en el arte de sanar y en los instrumentos y métodos de esa profesión. Del mismo modo, el abogado, desde un punto de vista profesional, profesa fe hacia el estado y su sistema de leyes. Debe tener fe en los jueces y en las cortes y, con ciertas limitaciones, fe en sus colegas.

El clérigo también es un profesional. De acuerdo con Jacobsen, uno podría decir a primera vista que su profesión de fe es hacia Dios. Pero como un ministro ordenado, él también profesa fe en la iglesia visible. Una y otra vez, en su calidad de líder, se lo llama para expresar su fe en el cuerpo visible, la iglesia, como una institución humana bajo Dios. Existen ocasiones cuando el crecimiento y la estabilidad de la iglesia como una institución humana es la principal responsabilidad profesional del dirigente de la iglesia.

Por supuesto, al ministro se lo llama -como persona- a una lealtad más profunda; a poner su fe sólo en Dios, pero como un profesional dentro del cuerpo visible, se lo llama a tener fe en ese cuerpo visible. Esto no significa que no tenga reservas acerca de la estructura presente o la efectividad de la iglesia, pero no duda que deba existir. Y trabajará para su mejoramiento permanente. “No puede ser un cínico y sentarse en juicio arrogante sobre esa iglesia y aún permanecer como profesional”.[7]

Este concepto del ministerio como profesión entre otras profesiones puede producir tanto libertad como ansiedad ante decisiones difíciles. Producirá ansiedad cuando el crecimiento y la estabilidad de la institución se realice a expensas de los valores humanos. Por causa de los muchos, algunas elecciones tendrán que ser tomadas en detrimento del individuo. Si un pastor o dirigente denominacional sabe que algunas personas no están suficientemente maduras en sus cargos o son “incapaces de absorber el impacto de una decisión que es demasiado radicalmente amante hacia una persona”,[8] e puede decidir en base al bien de la institución. Como profesional con un compromiso con la institución visible, debe ser capaz de hacerlo con “calma calculada y educada” más bien que sucumbir bajo el dolor. Pero que el ministro haga cada decisión indiscriminadamente en condescendencia con la mayoría, sería abandonar su responsabilidad pastoral.

De todos los problemas que confronta al ministro, Jacobsen nos recuerda que éste es el más crítico. Ilustración: el valioso ayudante de pastor ha ofendido a la neurótica esposa de un anciano. Todos los esfuerzos de reconciliación fallaron. El pastor y su iglesia se enfrentaron con la decisión de ofender a una antigua familia de influencia, o perder los servicios de un muy apreciado y ampliamente apoyado colaborador. Cualquiera sea la elección, el pastor no puede evitar la decisión ni la herida que resultará de ella. Como profesional, se da cuenta de que la iglesia debiera responder como el cuerpo de Cristo con amor para todos los afectados. Reconoce que también es una institución humana que puede no responder con amor sino en defensa propia y autopreservación.

Si, después de un estudio cuidadoso, llega a la conclusión de que los beneficios y costos se inclinan en favor de una elección por la mayoría, debe apoyar esa elección, aunque sea con dolor. Jacobsen argumenta: “El ministro ha sido llamado a una tarea que es esencial para la institución. Se lo llama a ser un profesional competente y no un perfeccionista sentimental. Debe ser sensible a la necesidad y a la dinámica de grupo que atraviesa el cuerpo visible, a pesar de que alguien sea herido. Pero la sensibilidad no debe paralizarlo”.[9]

De una manera o de otra, con o sin el ministro, se hacen decisiones difíciles, a menudo hiriendo a los implicados. Aunque hechas con oración, estas decisiones pueden tomarse sólo con un sentido de dolor y humildad. Siempre debemos conocer nuestra visión limitada y percepciones distorsionadas, nuestra parcialidad, prejuicios y autoengaño.

¡Un Día de Duelo cada año en la iglesia! ¡Un Día de Duelo por las decisiones que estamos obligados a hacer! Debiera ser un día donde dejemos a un lado nuestra autodefensa, nuestros razonamientos y nuestras racionalizaciones. Sería un día cuando lleguemos a la verdad desnuda de que, a pesar de la oración fervorosa y la consideración cuidadosa, “en nuestra debilidad, mortalidad, condición finita y limitaciones como seres humanos, sabemos que hemos herido, dañado y aún descarriado gente mientras hacíamos lo que pensábamos que era correcto, imparcial, justo y fiel”[10] a la voluntad de Dios.

Sobre el autor: Arnold Kurtz es profesor de liderazgo y administración eclesiales en el Seminario Teológico de la Universidad Andrews, Berrien Springs, Michigan.


Referencias

[1] Jim Kok, “The Chaplains Newsletter”, Vol. 12, N° 2, Pine Rest Christian Hospital, Grand Rapids, Michigan.

[2] Loc. Cit.

[3] Robert Worley, Change ¡n the Church: A Source of Hope, Philadelphia’s Westminster Press, 1971, pág. 15.

[4] James Gustafson, Treasure in Earthen Vessels, New York, Harper and Row Publishers, 1961, pág. 100.

[5] James Glasse, Profession: Minister, Nashville, Abingdon Press, 1968.

[6] David C. Jacobsen, The Positive of the Minister’s Role, Philadelphia, The Westminster Press, 1967.

[7] Ibid. pág. 23.

[8]  Ibid. pág. 24.

[9] Ibid, pág. 25.

[10] Kok, op. cit., pág. 2.