Después de hablar acerca de la necesidad de arrepentimiento de la iglesia, en su mensaje a la iglesia de Laodicea, Cristo dice: (1) “He aquí, yo estoy a la puerta y llamo”, (2) “si alguno oye mi voz y abre la puerta”, (3) “entraré a él, y cenaré con él, y él conmigo” (Apoc. 3:20).

Los adventistas creemos que las siete iglesias representan la historia de la iglesia cristiana desde su comienzo hasta la segunda venida de Cristo. De acuerdo con esto, la iglesia de Laodicea es la última iglesia de Dios en la tierra. Cristo se ve obligado a hacer este último llamado a su iglesia por causa de su conducta.

  1. Junto a la puerta

Aquí se describe a Jesús como uno que ha llegado hasta la puerta y está golpeando. La puerta que se cierra ante un enemigo significa protección del peligro y seguridad. Esa misma puerta, cuando se cierra ante un amigo, significa desconfianza, desprecio y rechazo. La puerta de Laodicea está cerrada ante Cristo.

Cristo es un amigo para la humanidad. Nos amó de tal manera que entregó su vida para redimirnos de nuestros pecados. Cristo es amigo de la iglesia, y la considera su propio cuerpo (Efe. 1:23); la ama como su esposa (cap. 5:28-30); y murió para ser su Salvador (vers. 23).

Cristo está junto a la puerta en tanto que la iglesia de Laodicea mantiene la puerta cerrada. El espíritu de profecía llama a los adventistas que no abren la puerta meros profesadores de religión. En general, los cristianos mantienen la puerta cerrada porque están muy atareados con las cargas del mundo, con los negocios, los cuidados de esta vida. Como meros profesadores de religión, no están dispuestos a examinar sus propios corazones. Se dejan dominar por una falsa esperanza. En vez de una experiencia cristiana viva, muchos se apoyan en una vieja experiencia que tuvieron muchos años atrás, tratando de adornarse ridículamente con una rosa sin valor cuya belleza se ha marchitado.

Sin embargo, Cristo está ante la puerta como amigo. Llama, y continúa llamando. Muchos han llegado a ser extraños para Cristo porque no han abierto la puerta de su corazón para permitirle entrar. “Sus corazones no descansan en las cosas espirituales; no les interesan las cosas del Espíritu. Muchos, muchos que profesan ser cristianos, eligen las cosas que les agradan en vez de las cosas que agradan a Cristo. Prefieren las cosas del tiempo y los sentidos antes que las invisibles, las carnales antes que las espirituales, las temporales antes que las eternas, y caminan en las chispas de su propio fuego. Están en un estado de falsa seguridad, y a menos que se arrepientan y vengan a Cristo, culminarán en la tristeza” (Elena G. de White, Review and Herald, 14 de junio de 1892).

Cierta vez conocí a un hombre que había mantenido cerrada la puerta de su corazón durante 18 años. Muchos hablaron con él -miembros de iglesia, familiares y pastores. Asistía a la iglesia, permitió que su esposa y sus hijos fueran bautizados, daba sus ofrendas y hacía favores a la iglesia, pero nunca aceptó a Cristo plenamente. Después de 18 años abrió su corazón al Señor y permitió que entrara en su vida. Ya había aceptado a Cristo cuando yo fui pastor de su iglesia. Cierta vez, cuando narraba su experiencia anterior, me dijo: “Durante esos 18 años nunca me sentí seguro, nunca experimenté la paz interior, nunca fui feliz”.

Cristo nos está llamando ahora porque quiere darnos la verdadera felicidad que proviene de él, porque quiere ofrecernos la perfecta paz mental, y porque quiere otorgarnos la única verdadera seguridad que es posible alcanzar en este mundo. Aún está a la puerta, aún llama, aún hace su último llamado a la iglesia.

La iglesia de Laodicea debe responder positivamente a Cristo en dos maneras: escuchando su voz y abriendo la puerta.

Aún en nuestros días hay quienes no escuchan la voz de Cristo. Escuchan la voz interior de los sentimientos, la voz de las pasiones, la voz de los deseos egoístas y personales. Escuchan solamente la voz  humana, y los sones atronadores de ese falso dios causan una variedad de malestares emocionales que llenan la vida de inseguridad, temor y soledad. El creyente que presta oídos a esa voz ignora a Cristo, el Visitante personal que está llamando a la puerta, y por lo tanto, queda solo.

2.    Respuesta

Los adventistas escuchan la voz de Cristo. Responden a su llamado. Se ponen en contacto con el Revelador y, al igual que los fieles hijos de Dios en el Antiguo Testamento, creen en la Palabra. Su creencia no está gobernada por las modas o las fantasías de su época, ni por las ansiedades de la vida, ni por las especulaciones teológicas del momento. Se funda en la Palabra de Cristo. Y por causa de ella, tienen una fe activa y una experiencia cristiana viva. Obedecen la Santa Palabra de Cristo porque están convencidos de que la revelación de Cristo por medio de su Palabra debe ser observada.

El primer paso en nuestra respuesta al llamado de Cristo es aceptar la Palabra inspirada sin argumentar con ella y sin tratar de adaptarla a las presentes circunstancias de la vida, sino más bien tratando de armonizar las circunstancias actuales con la autoridad de la Palabra.

El segundo paso en la respuesta al llamado de Cristo se basa en la frase “abre la puerta”.

¿Qué significa abrir la puerta? Significa permitir que Cristo entre para salvarnos del pecado. Significa “vaciar el templo del alma de compradores y vendedores”. Significa “invitar al Señor para que penetre”, diciendo: “Te amaré de todo corazón. Haré las obras de justicia. Obedeceré la ley de Dios” (ibíd., 28 de agosto de 1888).

¿Cómo podemos abrir la puerta? Antes que nada, quitando “la basura que está ante la puerta” {ibíd., 18 de agosto de 1891), confesando nuestros malos sentimientos y envidia, humillando nuestros corazones ante Dios, cargando la cruz en todo momento, siguiendo nuestro viaje por este mundo como verdaderos peregrinos y advenedizos, dependiendo de una fe viva en la cruz del Calvario, y consagrándonos enteramente a Dios. “Abramos la puerta de nuestros corazones para que Jesús pueda entrar y el pecado pueda salir. Evitemos el mal y escojamos el bien, recordando que ‘no tenemos lucha contra sangre y carne, sino contra principados, contra potestades, contra los gobernadores de las tinieblas… en las regiones celestes” (ibíd., 16 de marzo de 1886).

3.    Cuando él entra

Si cada uno de nosotros individualmente, y la iglesia como un todo, respondemos de la manera correcta al último llamado de Cristo, el resultado será una verdadera comunión con el Señor. “Entraré a él, y cenaré con él, y él conmigo” (Apoc. 3: 20).

Es Cristo quien inicia esta experiencia de vivir con él. Se aproxima y nos llama. Por medio de su Espíritu Santo penetra, y establece una comunión íntima y personal con nosotros. Como resultado, vivimos verdaderas vidas cristianas y nos transformamos en testigos activos en su favor.

Cristo viene para habitar con su iglesia como un todo de la misma manera. Llama a la puerta y aguarda la invitación para entrar. Cuando la iglesia le permite entrar, envía al Espíritu Santo a la iglesia, y ésta se dedica activamente a cumplir con su misión, que no es la de teologizar sino predicar el Evangelio. Como iglesia debemos dar la bienvenida a Cristo no sólo en su segunda venida (Isa. 25: 9), sino a cada momento de nuestra historia denominacional, y muy especialmente en estos últimos días. Deberíamos tener ahora una cena con el Señor en “cada momento”, y una Cena del Señor permanente, para experimentar permanentemente su comunión y compartir constantemente su cuerpo y su sangre -la totalidad de su Evangelio- con todos los que se relacionen con nosotros en nuestra vida diaria (1 Cor. 11:24-26).

Aunque nuestra morada con Cristo comienza con nuestra aceptación de su Palabra revelada, no se trata de una relación con las doctrinas por el conocimiento sino una relación con Cristo como una persona, lo cual abarca nuestras vidas, y especialmente el poder vital de Cristo operando en nosotros, el cual es la luz que comunicamos a los que nos rodean, porque “cuando más luz recibimos de Cristo, más luz arrojaremos sobre el camino de otros” (ibíd., 30 de octubre de 1888).

Esta hora final en la cual Cristo hace su último llamado a su iglesia no debe desperdiciarse en especulaciones teológicas o la discusión académica de doctrinas. Antes bien, deberíamos utilizar nuestro tiempo y nuestros talentos, nuestras instituciones y quienes trabajan en ellas, nuestros esfuerzos individuales y el trabajo de toda la iglesia en la búsqueda de una experiencia cristiana viva y en la predicación del Evangelio eterno de Cristo.

Elena de White, hablando específicamente de los que profesan ser cristianos pero que no experimentan esa clase de relación con Cristo, dice: “Parecen creer que la profesión de la verdad los salvará” (jbíd., 9 de septiembre de 1884). Lo que importa no es qué conocemos, sino a quién.

En tanto que la iglesia continúa expandiendo y desarrollando sus universidades y seminarios, y el estudio de la teología se vuelve más y más técnico, existe el peligro de que la iglesia se vea envuelta en la discusión de variaciones doctrinales y pierda de vista su misión y la necesidad de vivir de una manera que sea verdaderamente consistente con el Evangelio y la proclamación de la verdad al mundo que perece.

Cuando la iglesia pierde su tiempo argumentando sutiles temas teológicos, las críticas de los unos contra los otros se vuelven incontenibles.

El peligro es que los teólogos, alentados por la dignidad que les otorga su posición profesional, se dediquen a criticar sistemas, dirigentes, y a la iglesia misma. Sea la crítica vulgar, o la crítica especializada, la crítica no es nuestra misión. “No estamos para observar los defectos de los que nos rodean. Al hacerlo, nos sentamos en el estrado del juez, y estamos juzgando. Ese no es nuestro lugar ni nuestra tarea” (ibíd., 19 de enero de 1905). Lo que deberíamos estar haciendo, de acuerdo con el espíritu de profecía, es rogar “por la unidad que Cristo dijo que debería existir en la iglesia. Amaos como hermanos y haced la tarea que se os ha asignado” (loc. cit.).

Habitar con Cristo significa recibir su vida para compartirla con otros. Esa comunión produce la más profunda experiencia de fe, la verdadera comunión del amor, la verdadera comprensión de la tolerancia, la segura convicción de la esperanza, y la calma seguridad de la paz. Habitar con Cristo produce esa experiencia cristiana viva que recibe la palabra de Cristo, acepta su autoridad e imparte ese mensaje a otros.

Lo que necesita la iglesia de Laodicea, no es más discusiones teológicas, sino un reavivamiento intenso y profundo. Si la iglesia -sus miembros, sus pastores, sus profesores de teología, sus obreros y sus instituciones- se dedicaran al cumplimiento de esa misión en perfecta unidad con el Espíritu Santo, no se perdería de vista la perspectiva del objetivo de la iglesia, no habrían discusiones teológicas disgregantes, no habría un rechazo del llamado de Cristo ante nuestra puerta.

Cristo está a la puerta y llama. Llama a su iglesia para que le permita habitar con ella. Llama a su iglesia para que se una con él para vivir cristianamente y proclamar el Evangelio. Llama a su iglesia para que lo conozca personalmente por medio de la unión con él, y para dejar atrás la argumentación teológica que ha producido crisis en tantas iglesias a lo largo de la historia.

Cristo llama a nuestra puerta. Hace su último llamado a una iglesia tibia, que incluso en su manera de discutir los asuntos teológicos ha adoptado los procedimientos del mundo. Pero ha llegado la hora de responder positivamente al llamado de Dios. No hay un momento más oportuno para responder como iglesia al llamado de Cristo que ahora, en este congreso de la Asociación General.

Al sentir una necesidad personal de completar la morada de Cristo en mi propia vida, me gustaría invitar a cada miembro de la Iglesia Adventista, y a ella como organización, a abrir la puerta del corazón de manera tal que Cristo pueda penetrar y establecer su verdadera presencia en cada uno de nosotros.

Cuando aceptamos su urgente llamado, estamos listos para ir al frente, para proclamar el Evangelio. En aquellos sectores de la iglesia mundial donde cada miembro, cada obrero, cada estudiante y cada profesor están dedicados activamente al trabajo misionero, el peligro de las especulaciones teológicas permanece distante. ¿Nos atrevemos ahora como iglesia, a consagrar nuestras vidas a Dios para que este peligro nunca destruya nuestra iglesia? ¿Estamos personal o individualmente anhelando consagramos a un nuevo fervor misionero y a un celo tal como el que caracterizó los comienzos de la historia de esta iglesia -una consagración que nos dará el poder para, bajo la influencia del Espíritu Santo, terminar la obra que Dios nos ha encomendado? Si es así, pronto veremos a Cristo y cenaremos con él rodeando la mesa que se servirá en el cielo.

Quiera Dios bendecirnos para que eso sea una realidad.

Sobre el autor: El pastor Mario Veloso. secretario consejero de la División Sudamericana, presentó este mensaje devocional el jueves 24 de abril de 1980 ante el congreso de la Asociación General.