Un fundamento teológico a partir del bautismo

La enseñanza tradicional de los Adventistas sobre el bautismo se ha centrado en tres aspectos

  1. El bautismo es un acto personal de fe, en oposición al concepto del bautismo de los infantes.
  2. El bautismo es una señal exterior de la renuncia del creyente al pecado y de su aceptación de la gracia de Dios.
  3. La forma bíblica de bautismo, por inmersión, contrariamente al rociamiento o asperjamiento.

Nada puede desmerecer la importancia de estos tres puntos claves. Sus fundamentos bíblicos han sido bien establecidos, y muchos han encontrado en ellos una nueva esperanza y una nueva forma de vida.

Al mismo tiempo debemos reconocer que se necesita explorar otros aspectos y dimensiones, especialmente a la luz del concepto del sacerdocio de todos los creyentes. Por ejemplo, el significado del bautismo cristiano está basado en el bautismo de Jesucristo. Esta posición necesita ser examinada cuidadosamente. La idea de que el bautismo cristiano debe definirse no solamente en términos de salvación personal sino también en el contexto de la naturaleza misionera y del llamamiento de la iglesia, es otra dimensión que merece ser estudiada.

Un nuevo bautismo

El bautismo de Jesús en el Jordán tiene sus antecedentes en los baños y lavamientos rituales del Antiguo Testamento y en el bautismo proselitista del judaísmo antiguo. (Véase Lev. 11-15; 16:4, 24 p.p.; Núm. 19; 2 Rey. 5:10-14; Sal. 51:2, 7; Isa. 1:16; Jer. 4:14; Eze. 36:25-27; Zac. 13:1.) De todas formas, hay diferencias significativas entre estos lavamientos del Antiguo Testamento y el bautismo de Juan. Los primeros eran esencialmente purificaciones de contaminaciones rituales, en tanto el bautismo de Juan ponía énfasis en el arrepentimiento y la remisión de los pecados. (Véase Mat. 3:1-12; Luc. 3:3-18.) Otra diferencia es que los baños de purificación que eran parte del culto en el Antiguo Testamento debían repetirse, en tanto el bautismo de Juan ocurría una sola vez. El bautismo proselitista del judaísmo también se administraba una única vez, pero los prosélitos, al igual que los creyentes ritualmente contaminados del tiempo del Antiguo Testamento, se lavaban a sí mismos; en el bautismo, al creyente se le administra el rito de purificación.

Cuando Jesús vino al Jordán, insistió en ser bautizado, con lo cual dejó sentado un ejemplo para todo el que quisiera seguirlo. Por lo tanto, haríamos bien en reparar una vez más en las características del bautismo de Juan, dado que de éste proviene el fundamento de todo bautismo cristiano.

El bautismo de Juan requiere fe en la palabra del profeta, la aceptación de esa palabra, y el arrepentimiento. “Y salía á él Jerusalén, y toda Judea, y toda la provincia de alrededor del Jordán, y eran bautizados por él en el Jordán, confesando sus pecados” (Mat. 3:5, 6). El bautismo no es la purificación de la impureza ritual o litúrgica; es la liberación del pecado. La persona que está siendo bautizada reconoce su estado ante Dios: está totalmente perdido. Pero también es levantado del agua para experimentar el gozo de un nuevo status delante de Dios. ¡Sus pecados han sido perdonados y ha sido reconciliado con Dios! El agua no tiene un valor sacramental, purificador en sí mismo; no obra por sus propios medios ya sea ritual o ceremonialmente. La fe genuina, la aceptación de la Palabra de Dios como es proclamada por su profeta, el arrepentimiento y la confesión de los pecados son las condiciones previas para que la ceremonia del agua tenga valor. (Véase Mar. 1:4; 16:16; Hech. 2:38; 3:19; 8:12, 26-39; 16: 3-34; Efe. 4:4-6; Col. 2:12.)

La segunda característica importante del bautismo de Juan era que éste requería frutos. Como el mismo Bautista lo dijo: “Haced, pues, frutos dignos de arrepentimiento” (Mat. 3:8). Y para que no hubiera dudas en las mentes de sus oyentes acerca de lo que había querido decir, explicó: “El que tiene dos túnicas, dé al que no tiene; y el que tiene qué comer, haga lo mismo. Vinieron también unos publicanos para ser bautizados… Él les dijo: no exijáis más de lo que os está ordenado. También le preguntaron unos soldados, diciendo: Y nosotros, ¿qué haremos? Y les dijo: no hagáis extorsión a nadie, ni calumniéis; y contentaos con vuestro salario” (Luc. 3:11-14).

En el Nuevo Testamento hay una íntima relación entre el bautismo y una vida santa. El arrepentimiento, que es la base del bautismo, es presentado como el dar la espalda al pecado y entrar en conformidad con la voluntad de Dios. Como lo señala el apóstol Pablo: “Porque los que hemos muerto al pecado, ¿cómo viviremos aún en él? ¿O no sabéis que todos los que hemos sido bautizados en Cristo Jesús, hemos sido bautizados en su muerte? Porque somos sepultados juntamente con él para muerte por el bautismo, a fin de que como Cristo resucitó de los muertos por la gloria del Padre, así también nosotros andemos en vida nueva (Rom. 6:2-4).

El bautismo de Juan apuntaba, además, a establecer una comunidad especial de creyentes y a prepararlos para el día del juicio y la venida de Cristo. Es verdad que los lavamientos del tiempo del Antiguo Testamento también apuntaban a preparar al pueblo a encontrarse con su Dios. Pero en el bautismo cristiano, la gente ya está experimentando ese evento escatológico. En el bautismo de Juan, la gloriosa era del Mesías, la consumación del reino de Dios, era todavía una esperanza. El bautismo era una parte de la preparación de la gente, la “puerta” a través de la cual ellos podrían entrar en el reino. Pero en el bautismo cristiano ese reino ha pasado a ser una realidad, ha llegado la era del Mesías, con su paz y gozo y un nuevo status del hombre ante Dios.

El ejemplo de Jesús

Si éstos son los significados esenciales del bautismo de Juan, ¿por qué insistió Jesús en ser bautizado por él? No necesitaba arrepentimiento, porque no había cometido pecado. Por lo tanto, no había razón para que reconociera que se hallaba perdido delante de Dios. De hecho, él mismo era el Mesías, en quien se había realizado el reino de Dios en la tierra. El hecho de que Jesús insistiera en ser bautizado, así como el que Juan tratara de disuadirlo, señala varios hechos importantes.

El primero de todos: el bautismo de Jesús confirmó que el bautismo de Juan provenía verdaderamente “del cielo”. No era meramente una práctica vinculada con una época o situación particular. El bautismo es un requerimiento básico para la salvación.

Segundo: al ser bautizado por Juan, Jesús dejó su ejemplo para todo el que quisiera seguirlo. Desde ese momento, el bautismo de Jesús sería el prototipo del bautismo de cada creyente. De aquí que un estudio del significado del bautismo de Jesús es importante para toda la iglesia que se llama cristiana, y hace del bautismo de Cristo la condición básica para admitir a la gente en su comunidad de fe.

Pero más importante es el hecho de que por su bautismo Jesús ha mostrado su completa solidaridad con nosotros. Llegó a ser en sumo grado uno con nosotros no sólo porque tomó sobre sí mismo nuestra carne y sangre, sino porque también se identificó con nuestro sentimiento de estar perdidos delante de Dios. El que no conoció pecado se hizo como uno que estaba perdido en el pecado. “Al que no conoció pecado, por nosotros lo hizo pecado, para que nosotros fuésemos hechos justicia de Dios en él” (2 Cor. 5:21). Este texto señala claramente el doble significado de la solidaridad de Jesús con nosotros. Por un lado, decidió tomar nuestro lugar, enfrentando al maligno, el “acusador de nuestros hermanos”. Estaba dispuesto a morir con nosotros en lugar de vernos perdidos en el pecado y el sufrimiento. También murió por nosotros, llevando nuestro sufrimiento, nuestra culpa, nuestro castigo. En efecto, él llevó “la paga del pecado”, para que nosotros no tengamos que sufrir la muerte eterna. Es significativo que en las dos ocasiones en que Jesús se refiere a su bautismo, habla de él en términos de sufrimiento y muerte: “De un bautismo tengo que ser bautizado; y ¡cómo me angustio hasta que se cumpla!” (Luc. 12:50; véase también Mar. 10:38, 39). En el bautismo de Jesús la justicia de Dios fue satisfecha; el nombre de Dios fue vindicado; el pecador fue liberado.

Este significado del bautismo de Jesús le da una dimensión al bautismo cristiano de la cual carecía el bautismo de Juan. El creyente ya no tiene que esperar más la venida del Mesías; ya ha venido. Y todo aquel que sigue a Cristo en el bautismo es por ello partícipe de la paz y el gozo del reino de Dios. En el bautismo hemos muerto con Cristo, pero también hemos sido resucitados a una nueva vida. Lo viejo ha pasado. Somos una nueva criatura. (Véase Rom. 6:1-12; 2 Cor. 5:14-21.)

El sello del Espíritu

Tres aspectos destacan muy claramente al bautismo de Cristo como el prototipo del bautismo cristiano:

  1. Los pecados del creyente han sido perdonados y lavados; su conciencia es pura; está salvado (1 Ped. 3:18-22).
  2. El mismo creyente ha muerto al pecado y ha sido resucitado a una nueva vida con Cristo (Rom. 6: 1-12).
  3. El creyente ya puede compartir las promesas del reino: paz con Dios y con sus prójimos, el fin del pecado y la muerte; y en breve, la restauración de la imagen de Dios en el hombre (Efe. 4: 24; Col. 3:10).

Para garantizar la validez de esta experiencia en la vida cotidiana del creyente, Dios, en su misericordia, ha puesto un sello en cada creyente que está unido con Cristo en el bautismo. “En él también vosotros, habiendo oído la palabra de verdad, el evangelio de vuestra salvación, y habiendo creído en él, fuisteis sellados con el Espíritu Santo de la promesa, que es las arras de nuestra herencia hasta la redención de la posesión adquirida, para alabanza de su gloria” (Efe. 1:13, 14; véase también 2 Cor. 1: 22 y Efe. 4: 30).

El bautismo cristiano, en contraste con el bautismo de Juan, es un bautismo del Espíritu, de lo cual el mismo Juan estaba bien enterado.

“Yo a la verdad os bautizo en agua para arrepentimiento; pero el que viene tras mí, cuyo calzado yo no soy digno de llevar, es más poderoso que yo; él os bautizará en Espíritu Santo y fuego” (Mat. 3:11). Esto no significa que el bautismo del Espíritu reemplazó al bautismo del agua. Sino que la nueva experiencia del Espíritu encontró su  expresión en la muerte y la resurrección simbolizadas por la inmersión total del creyente en el agua. El mensaje de arrepentimiento y perdón recibió un sentido y un significado nuevos por medio de la obra del Espíritu. Por esto es que Jesús le dijo a Nicodemo: “De cierto, de cierto te digo, que el que no naciere de agua y del Espíritu, no puede entrar en el reino de Dios” (Juan 3:5). El bautismo del Espíritu no excluye el agua; sino que es experimentado en y por medio del bautismo del agua, como el propio bautismo de Jesús nos lo ha mostrado claramente. Pero su bautismo también expresa claramente que el bautismo que no transmite el Espíritu no es un bautismo verdadero y debe ser completado por la recepción del Espíritu. En este sentido, el bautismo de Juan es inadecuado, como es evidente a partir de la experiencia de Apolo, quien “solamente conocía el bautismo de Juan” (Hech. 18: 25), y por la situación imperante en la iglesia de Efeso (véase Hech. 19:1-7). Hasta que los creyentes efesios fueron bautizados en el bautismo de Jesús y recibieron el Espíritu Santo la iglesia no cobró vida ni se desarrolló hasta llegar a ser una iglesia misionera. ¡El Nuevo Testamento clarifica que el bautismo sin el don del Espíritu no es un bautismo en el sentido completo!

¿Qué significa esto para la vida y la obra del creyente después del bautismo? ¿Cuál es el papel del Espíritu en la existencia cotidiana de aquellos que se han unido a Cristo en el bautismo? Comúnmente, este papel ha sido descripto como la obra de santificación, lo que verdaderamente es. (Véase Gál. 5:22-25; Efe. 4:17-32.) No obstante, aprendemos del ejemplo de Cristo que el don del Espíritu Santo en el bautismo tiene aun un papel diferente: ordenar, guiar y capacitar al creyente para participar en el ministerio de Jesucristo. Durante la instrucción para el bautismo, así como luego de éste, debe darse mucha mayor atención a este papel del Espíritu en la vida del creyente. Los intérpretes coinciden en que el derramamiento del Espíritu Santo sobre Jesucristo en su bautismo significó su ordenación al ministerio mesiánico.

Esta misma verdad tiene validez para todo creyente que es bautizado en el bautismo de Cristo. Al unirnos a Cristo en el bautismo, nos unimos a su ministerio de salvación. El Espíritu, otorgado como un sello de nuestra propia salvación ha sido dado también para “perfeccionar a los santos para la obra del ministerio, para la edificación del cuerpo de Cristo” (Efe. 4:12). Por medio del don del Espíritu Santo el bautismo representa la consagración y la ordenación de los creyentes al ministerio de Jesucristo. Esto es evidente en pasajes tales como Romanos 12:6-21 y 1 Corintios 12-14, donde los dones del Espíritu son presentados claramente como un don divino especial, otorgado en el momento del bautismo, para capacitar al creyente para servir a la iglesia y ministrar delante de los que todavía no aceptaron a Jesucristo. Cualquiera que toma su bautismo cristiano seriamente debe preguntarse: ¿Qué he hecho con los dones del Espíritu que me fueron otorgados en mi bautismo? ¡Qué tragedia, sin embargo, que el bautismo de la mayoría de los creyentes se parezca más al bautismo de Juan que al bautismo de Jesucristo!

Añadidos a su cuerpo

Esto nos conduce a otra dimensión del significado del bautismo en el Nuevo Testamento -los que han sido bautizados en Cristo han sido también añadidos de esta forma a su cuerpo, la iglesia. Como escribe el apóstol Pablo: “Porque por un solo Espíritu fuimos todos bautizados en un cuerpo” (1 Cor. 12:13). El significado del bautismo cristiano está entrañablemente relacionado con el concepto bíblico de la iglesia. En el Nuevo Testamento la iglesia era en esencia un cuerpo misionero. Esto formó el concepto de que el bautismo era como una marca de distinción entre los que habían aceptado a Cristo y los que no lo habían hecho, entre los que eran miembros de su cuerpo y los que no lo eran.

En años posteriores, especialmente después de Constantino, el bautismo perdió esa marca de distinción, resultando en prácticas tales como el bautismo de los infantes y la aspersión. Hay amplia evidencia bíblica de que los niños, antes de llegar a la edad en que puedan ejercer su responsabilidad, pertenecen a Jesucristo. Jesús mismo no solamente declaró que el reino de Dios les pertenece, sino que tomó a los niños como ejemplo de lo que los creyentes debían llegar a ser. Los hijos de padres creyentes que comparten las promesas del Evangelio son también participantes de la vida salvífica de la iglesia. (Véase Efe. 6:1-13; Col. 3: 20 p.p.; 1 Juan 2:12.) Pero esto no significa, como muchos han pensado, que estos niños también deben ser bautizados. A pesar de su inclusión en la relación del pacto de los creyentes con Dios, los niños deben recorrer el camino de la decisión personal y la obediencia por la fe. Deben ser recibidos en la iglesia de Cristo sólo si van al bautismo sobre la base de su propia fe, arrepentimiento y una nueva vida con Cristo. Porque el mensaje de salvación concede liberación por el poder de Dios solamente a los que creen. Enseñar lo contrario está en oposición con el mensaje sobre el bautismo que encontramos en todo el Nuevo Testamento, y con el punto de vista bíblico de la iglesia.

Este punto de vista enfoca a la iglesia como una comunidad misionera, una asociación de creyentes creada con el propósito de esparcir el Evangelio de Jesucristo a todas las naciones, tribus, lenguas y pueblos. Por lo tanto, cualquiera que se una a la iglesia, se alista como ministro y misionero del Evangelio. Cualquiera que por medio del bautismo ha probado la bondad del Señor, es añadido a la iglesia como una piedra viviente y llega a ser miembro del santo sacerdocio, llamado a proclamar los triunfos de Aquel que nos ha llamado de la tinieblas a su luz admirable. (Véase 1 Ped. 2: 3-10.) Por lo tanto, el verdadero discipulado significa seguir a Jesús haciendo otros discípulos de Jesucristo. Cualquiera que se une a la iglesia por el bautismo se está comprometiendo a ser un misionero de Jesucristo -un colaborador en su ministerio de salvación para todo el mundo.

Para este fin, dice el apóstol Pablo, Dios ha dotado a su iglesia con dones especiales: “A fin de perfeccionar a los santos para la obra del ministerio, para la edificación del cuerpo de Cristo” (Efe. 4:12). Estos son los verdaderos dones que el Señor le da al creyente en el momento de su bautismo.

Elena G. de White sumariza enérgicamente estos aspectos bíblicos del bautismo: “Los que han participado del solemne rito del bautismo se han comprometido a buscar las cosas de arriba, donde está Cristo sentado a la diestra de Dios; a trabajar fervientemente por la salvación de los pecadores” (Mensajes para los Jóvenes, pág. 315).

“El mandato que dio el Salvador a los discípulos incluía a todos los creyentes en Cristo hasta el fin del tiempo. Es un error fatal suponer que la obra de salvar sólo depende del ministro ordenado. Todos aquellos a quienes llegó la inspiración celestial, reciben el Evangelio en cometido. A todos los que reciben la vida de Cristo se les ordena trabajar para la salvación de sus semejantes. La iglesia fue establecida para esta obra, y todos los que toman sus votos sagrados se comprometen por ello a colaborar con Cristo” (El Deseado de Todas las Gentes, pág. 761).

Sobre el autor: Gottfried Oosterwal es profesor del Seminario Teológico de la Universidad Andrews, en Berrien Springs, Michigan, Estados Unidos.