Quiza nunca se le habrá ocurrido relacionar el trinomio de nuestro título, a menos que usted sea un bioquímico cristiano y tuviera la oportunidad de ver y estudiar esos dos corpúsculos tan parecidos en su aspecto exterior, como lo son la ameba y el glóbulo blanco.
Cuando hablo del aspecto exterior, me refiero al que se capta a través del microscopio, ya que la ameba mide apenas entre 18 y 25 milésimos de milímetro de diámetro. Con razón se nos ha dicho que la ameba es una de las formas de vida más elementales que se conocen; por eso, suele ser lo primero que se estudia en biología. Pero a pesar de su simplicidad, es más que materia. Tiene vida y cumple todas las funciones básicas que nosotros realizamos: respira, digiere, excreta, se reproduce y se desplaza.
Si comparáramos las amebas con los glóbulos blancos, diríamos que se parecen bastante, pero cuando estudiamos su conducta afloran algunas diferencias típicas que también hallamos entre pastores y pastores. Pero antes de aclarar este asunto, hablemos un poco de los leucocitos, esos gendarmes o fuerzas armadas que protegen nuestro cuerpo.
Un médico cristiano que utiliza a los leucocitos como metáfora, comenta que si todo transcurre con normalidad, los glóbulos blancos impresionan como ineficaces y hasta perezosos, vagabundeando, desplazándose por el torrente sanguíneo o linfático. Sin embargo, en cuanto surgen gérmenes o microbios infecciosos parecería como si una alarma hubiera proclamado el alerta rojo y, de todos lados, hasta atravesando las paredes de los capilares, acuden al foco infeccioso y comienzan a engullirse al invasor. Dentro de su cuerpo el glóbulo blanco tiene gránulos de explosivos químicos los cuales comienzan a detonar una vez que el invasor ha sido tragado, destruyéndolo. Pero, generalmente, el leucocito muere en esta acción heroica.
Pablo dijo que la iglesia es el cuerpo de Cristo. Puesto que él vivió quince siglos antes que Zacarías Janssen inventara el microscopio, es probable que no supiera siquiera que existían las amebas y los glóbulos blancos, y ni habrá soñado con que hoy los usaríamos en el contexto de su metáfora. Pero lo vamos a hacer porque los dos habitan en el mismo cuerpo, sólo que bajo condiciones muy diferentes.
En el caso de la ameba, ella vive del cuerpo. Eventualmente podría salir del cuerpo y vivir fuera del mismo dado que no forma parte de éste. Ella se integró al cuerpo pero como un parásito.
Al llegar a este punto me acuerdo de lo dicho por San Juan, respecto a los creyentes que “salieron de nosotros”, porque “no eran de nosotros” (1 Juan 2:19), y me estremezco al pensar que alguno de nosotros pudiera ser un pastor dentro del cuerpo de Cristo, que cobra su salario como lo haría un profesional no identificado con la empresa de la cual vive. ¡Sería terrible!
Por el contrario, ¡qué bueno sería si fuésemos pastores semejantes a los glóbulos blancos, que viven para el cuerpo y que, al igual que Cristo, dan su vida por la salud del cuerpo!
Sin embargo, creo que coincidiremos en que los frutos son sólo el testimonio externo de un problema más profundo. Entonces, ¿qué es lo que hace la diferencia? La naturaleza de uno y de otros. En relación con el cuerpo físico la ameba es independiente, mientras que el glóbulo blanco pertenece al cuerpo, por eso vive para él. Y aquí es donde la metáfora y la realidad se separan, porque la ameba no puede cambiar su naturaleza mientras que usted y yo, pastor, podemos experimentar un cambio de naturaleza. “Mas a todos los que le recibieron, a los que creen en su nombre, les dio potestad de ser hechos hijos de Dios; los cuales no son engendrados de sangre, ni de voluntad de carne, ni de voluntad de varón, sino de Dios” (Juan 1:12, 13). Y tener esa naturaleza significará ser “pastores leucocitos”, que viven y se sacrifican por la salud del cuerpo, “así como Cristo amó a la iglesia, y se entregó a sí mismo por ella” (Efesios 5: 25).