El CELAM (Conferencia Episcopal Latinoamericana), en 1984 editó un libro denominado: “Las sectas en América Latina”. En esta obra se describen las doctrinas y la historia de los Mormones, los Testigos de Jehová, los Adventistas del Séptimo Día, los Pentecostales, los Bautistas, y otros movimientos religiosos y filosóficos. Esta obra refleja la gran preocupación de la Iglesia Católica por el crecimiento de las denominaciones separadas del Vaticano. El documento del CELAM contiene información -aunque muy escueta- sobre cada denominación religiosa, añadiendo un corolario en el que se vierten distintos juicios de valor como conclusión de un análisis que podríamos catalogar de superfluo.

 Aparentemente, el propósito del informe es advertir a los fieles católicos latinoamericanos de los peligros que corren al practicar las enseñanzas de esas denominaciones religiosas, arrojadas en un saco lingüístico que las identifica como sectas.

 No podemos dejar de señalar que la palabra secta es sumamente abarcante, imprecisa y ambigua. Según un diccionario latino, secta es “un partido, una escuela, una doctrina, una facción’’.[1] Por otra parte, cuando recurrimos al diccionario de la Real Academia Española, encontramos que tampoco soluciona esta vaguedad, porque define a una secta como: “1. Conjunto de seguidores de una parcialidad religiosa e ideológica. 2. Doctrina religiosa o ideológica que se diferencia e independiza de otra. 3. Conjunto de creyentes en una doctrina particular o de fieles a una religión que el hablante considera falsa”.[2] Esta descripción tampoco arroja mucha luz sobre el tema, porque según esta perspectiva se puede emplear la palabra desde una óptica católica (si esa fuera la fe del hablante) para identificar al que no comparte su doctrina; o también se la puede utilizar desde la perspectiva de un mormón o de un testigo de Jehová para catalogar a un católico, cuya fe -según él- es falsa.

 La palabra secta trasunta un tono peyorativo, y a su vez revela una palmaria debilidad descriptiva. Además, no sería descubrir nada nuevo afirmar que cuando se la emplea se elude designar a las diferentes religiones por medio de los nombres con que ellas mismas se identificaron, o en la forma en que figuran oficialmente. Parecería que al designar a un determinado credo no católico como secta, se le impusiera un sambenito que lo aleja de sus propias aspiraciones naturales. Esta es una solapada -aunque no muy disimulada- tendencia de algo de lo mucho que la historia tiene para informarnos; porque la intolerancia del catolicismo fue proverbial, aunque por el momento se limite a disimular su incomodidad detrás de un documento al que podemos definir como de tono moderado (de los adventistas llega a decir: “Dios les bendijo”)[3] en tanto que desde otros ángulos, ya no oficiales, descarga ataques mediante la radiofonía, la televisión y la prensa escrita contra todos los que no profesan su mismo credo.

 Pero este no es nuestro tema, más bien nos propusimos analizar si el vocablo secta encaja con nuestra singularidad como Adventistas del Séptimo Día, con nuestras doctrinas y nuestro propósito.

 Con este fin aplicaremos distintos parámetros, analizando el concepto de secta desde perspectivas diferentes.

 1. La perspectiva lingüistica. Ya rozamos este enfoque. La palabra secta es exigua, y si aplicamos rigurosamente el marco descriptivo que ofrece el Diccionario de la Real Academia, ni la mismísima Iglesia Católica quedaría excluida de ser identificada como tal. Porque secta es “el conjunto de seguidores de una parcialidad religiosa o ideológica”; también es una “doctrina religiosa o ideológica que se diferencia de otra”, y ningún católico podría negar o eludir la incómoda posibilidad de que se los identifique como “un conjunto de creyentes en una doctrina particular, o de fieles a una religión que el hablante considera como falsa”. De este modo, llegamos a una sencilla conclusión: desde la perspectiva lingüística no se podría aplicar el término secta exclusivamente a un sector, sin ser injusto. Esta es una determinación intolerante e intransigente, en la que se emplea toda la fuerza despectiva y peyorativa del vocablo. Concentrarse en esta actitud es recluirse en el insulto y la intolerancia, alegando implícitamente el derecho a poseer, en exclusividad, todos los derechos religiosos del mundo cristiano. Y, precisamente, ese cariz totalitario es propio de una secta.

2. La perspectiva sociológica. Algunas denominaciones aplican el vocablo secta como una categoría sociológica, para describir a las confesiones minoritarias que crean una comunidad propia, desarrollan una contracultura y, separada de las demás, convierten a ciertas doctrinas peculiares en el meollo y la esencia de su fe.[4]

 En honor a la verdad, digamos que ésta tampoco es una descripción muy precisa. El carácter sectario, en un sentido cismático, es inherente a todas las denominaciones religiosas, porque existe una inclinación natural en los hombres a hacer de lo que los separa de los demás, el eje de su confesión teológica.[5] Pero esta perspectiva limitaría a la secta a un asunto de acentos y de énfasis doctrinal. Por esta razón, el mismo autor citado instrumenta una definición más teológica, por la que intenta precisar el carácter de una secta como una “oposición a una visión centrada en la totalidad de la Revelación bíblica, que tiene un centro cristológico”.[6] Y esta acepción del término la analizaremos al considerar la perspectiva bíblica.

3. La perspectiva proselitista. Generalmente, se define a las sectas como las confesiones religiosas minoritarias que hacen prosélitos. Esta impugnación puede ser válida sólo si ese prosélito es alejado de Cristo, pero si es instruido conforme a la doctrina de la Biblia para vivir en armonía con la Palabra de Dios, la labor que se realiza es evangelizadora, y esa función es una de las mayores invitaciones que encontramos en la Biblia.

4. La perspectiva ecuménica. En algunos casos se aplica el término secta a una denominación que desarrolla una vida separada de las demás y que no se integra a ninguna asociación de credos. Recientemente, en Argentina, los Discípulos de Cristo se ampararon en su carácter ecuménico, en su afirmación de los derechos humanos y en su labor educativa, con el fin de lavarse el incómodo calificativo de secta.[7] Pero no creo que el parámetro de medición pase por estos aspectos. No está tan remoto el tiempo en que los luteranos catalogaban como secta a los bautistas y a los metodistas.[8] El término se aplicó indiscriminadamente a toda otra confesión diferente. Por su parte, para no caer en esta catalogación imprecisa, el Concilio Vaticano II utilizó una triple categoría: iglesias, comunidades eclesiales y movimientos eclesiales. El criterio que se aplicó es que cuanto más se pareciera una confesión a la Iglesia Católica, era más iglesia. Esto no resulta muy preciso. ¿Por qué? Sencillamente, porque de este modo se transforma a la Iglesia Católica en el modelo eclesiástico y se deja de lado a la Iglesia del Nuevo Testamento como referencia modeladora.

5. La perspectiva bíblica. La Biblia describe a la secta por medio de la voz airesis. En Hechos 5: 17 se utiliza el vocablo secta (airesis) para hacer referencia a los saduceos. En Hechos 15: 5, se lo emplea para designar a los fariseos. En Hechos 24: 5, el orador judío Tértulo, lo aplica a los cristianos. Este vocablo airesis del que deriva la expresión “herejía”, fue muy utilizado en el mundo judío. Originariamente, no contenía ningún matiz negativo, sólo señalaba “un partido, una escuela”. El sentido negativo (in malan partem) es algo posterior.[9]

 Es interesante notar que en el griego clásico, airesis indica una elección, una inclinación, y éste es el sentido en el que se vuelca en ciertos pasajes de la Septuaginta. Era la forma de traducir el vocablo hebreo miyn. Aunque posteriormente, y en el mismo judaísmo, miyn denotó una tendencia doctrinaria o un partidismo dentro del judaísmo. Luego, con la dinámica natural que tiene toda lengua, pasó a significar, dentro del judaísmo, lo que se oponía a la enseñanza ortodoxa de los rabinos. Y ese es el sentido que tiene en el Nuevo Testamento y en Josefo.[10] De este modo, los movimientos heterodoxos judíos se denominaron sectas. Finalmente, el sentido cismático lo determinaría la noción del vocablo ekklesia (iglesia). Ekklesia y airesis, adoptarían connotaciones tan contrapuestas como juntar y desparramar. Serían dos vocablos que se excluirían mutuamente.[11] Y, finalmente, la iglesia (la comunidad de los seguidores de Cristo) se separó del judaísmo. Así lo entendieron los cristianos y los judíos, aunque no lo comprendieron los paganos y los gentiles.

 Luego de que la iglesia consolidó su identidad y sus doctrinas, confrontó el peligro de la airesis en su seno. Y es el apóstol Pedro que advierte este peligro (2 Ped. 2: 1) dentro de la iglesia naciente. También el apóstol Pablo une su voz a la de Pedro, para señalar, en distintas ocasiones, la manifestación vertebral del espíritu sectario:

 1) Este espíritu (airesis) se manifiesta en la enseñanza de doctrinas destructoras y en la negación del Señor (2 Ped. 2: 1).

 2) Se revela en el intento de hacer mercancía de los fieles (2 Ped. 2: 3).

3. Los sectarios estaban llenos de adulterio, y abandonaron el camino recto (2 Ped. 2: 14. 15).

 4) Sus enseñanzas prometen libertad, pero ellos mismos son esclavos de la corrupción (2 Ped. 2: 19).

 5) Se “apartarán de la verdad… y se volverán a las fábulas” (2 Tim. 4: 4). alejándose de la pureza del Evangelio.

 6) El mismo Pablo señala la posibilidad de que surjan, dentro de la iglesia, ciertos maestros que tendrían “cauterizada la conciencia” y que “prohibirán casarse”, y también mandarán “abstenerse de alimentos que Dios creo para que con acción de gracias participasen de ellos los creyentes” (1 Tim. 4: 1-3).

 7) El apóstol Pablo se refiere a la airesis (herejía) en el contexto de las obras de la carne, “que son: adulterio, fornicación, inmundicia, lascivia, idolatría, hechicería, enemistades, pleitos, celos, iras, contiendas, disensiones, herejías (airesis), envidias, homicidios, borracheras, orgías” (Gál. 5: 19-21).

 Como vemos, el espíritu sectario se revela en el desplazamiento de Cristo: en permitir que una enseñanza, una tradición o una característica especial, eclipse a nuestro Señor Jesucristo. El sectarismo se agiganta en el reduccionismo intransigente.

 Según la Biblia, el espíritu sectario desnaturaliza la Palabra divina, niega al Señor, y favorece un estilo de vida pseudocristiano, que en esencia es antidivino. Si aplicáramos este parámetro bíblico, e hiciéramos un cómputo prolijo de la doctrina de la Biblia y de la de cada iglesia, encontraríamos que la misma Iglesia Católica se vería en serios apuros por la tremenda cantidad de elementos paganos que deambulan por su seno doctrinal y por su praxis de fe.

 Resulta extraño que se catalogue como secta a la Iglesia Adventista, pues su cuerpo doctrinal es esencialmente bíblico. No se recluye ni aísla del mundo, sino que desarrolla un servicio de acción social muy activo y benéfico. Sus cinco millones de miembros se distribuyen en todo el mundo y son reconocidas sus cualidades serviciales, como también sus bondades cívicas.

 Además, la Iglesia Adventista fomenta un estilo de vida coherente con el plan divino, que se manifiesta en una vida temperante, alejada de todo tipo de vicios -alcohol, drogas y tabaco -, en el gran énfasis que se pone en la constitución familiar -es bajísimo el índice de divorcio dentro de la comunidad adventista- y en la importancia que se otorga a la educación. Desde su nacimiento tuvo el objetivo de cumplir el plan del Señor Jesús, que enseñaba, predicaba y sanaba (Mat. 4: 23). Por eso, erige escuelas, iglesias y clínicas. Todo esto nos lleva a la pregunta siguiente:

¿Es la Iglesia Adventista una secta?

 Desde el punto de vista lingüístico, lo es tanto como lo podría ser la Iglesia Católica, la Iglesia Metodista y la Iglesia Bautista. Pero desde la perspectiva bíblica, encontramos que su esencia doctrinal precede históricamente a la aparición de cualquier otro credo o confesión religiosa. Posiblemente, esta afirmación pueda parecer exagerada, pero analicemos tan sólo dos puntos esenciales que caracterizan a la Iglesia Adventista del Séptimo Día. Esos dos aspectos forman parte de su nombre, y son sus credenciales identificatorias: la fe en la venida de Jesucristo y la observancia del sábado como día de reposo.

 Es ciertísimo que la doctrina de la venida de Jesucristo tiene antecedentes muy remotos. El mismo credo católico anuncia la venida de Cristo para “juzgar a los vivos y a los muertos”. Pero mucho antes de que hubiera una Iglesia Católica, una Iglesia Metodista, una Iglesia Bautista o cualquier otra denominación, ya había quienes creían en el advenimiento del Señor. En la epístola de San Judas, la Biblia dice que Enoc, el séptimo desde Adán, dijo: “Miren, llega el Señor con sus millones de ángeles, para dar sentencia contra todos y dejar convictos a todos los impíos de todas las obras impías que impíamente cometieron, y de todas las insolencias que pronunciaron contra él esos impíos pecadores” (Judas 14, 15, NBE). Esta confesión de fe demuestra que el credo adventista se remonta a los mismo orígenes del hombre.

 Por otra parte, la Iglesia Adventista se identifica por observar el sábado en armonía con la disposición del cuarto mandamiento del Decálogo (Exo. 20: 8-11). Y es interesante notar que mucho antes de que surgiera la Iglesia Católica, la Iglesia Metodista, la Iglesia Bautista o cualquier iglesia, en el mismo comienzo de todas las cosas, la revelación divina da cuenta de que Dios instituyó el sábado como único día de reposo. La Biblia dice que Dios “bendijo… al día séptimo, y lo santificó, porque en él reposó de toda la obra que había hecho en la creación” (Gén. 2: 2, 3).

 No deja de ser significativo que dos manifestaciones doctrinales, bíblicamente fundamentadas, se puedan remontar hasta el mismo origen de la comunicación de la voluntad divina. Y esas dos manifestaciones doctrinales se pueden trazar como dos hilos conductores a lo largo del Antiguo Testamento, penetran el corazón doctrinal del Nuevo Testamento y se extienden a lo largo de la historia hasta llegar a nuestros días como dos credenciales divinas impolutas.

 Si secta es el vocablo que describe a una denominación religiosa que ostenta un credo tan coherente con la esencia del mensaje bíblico y que armoniza tan plenamente con la voluntad divina, ¿qué palabra definiría a las demás?

 Y, por otra parte, ¿cómo se podría definir a un credo que combina paganismo, neoplatonismo y algunos elementos cristianos?

 Pienso que ante el ataque reiterado, el agravio, la descortesía, la agresión, el denuesto, la intolerancia, el totalitarismo religioso, tenemos que responder con el único recurso esencial e identificatorio del cristianismo genuino. Un recurso que no es patrimonio de una secta, sino del verdadero seguidor de Cristo. Nuestra respuesta debiera ser el perdón. Debiéramos pedir al Señor, que todas las injurias, todo el agravio, todos los ataques, todo el denuesto, toda la intolerancia, no condene al que lo aplica, sino que le sirva de perdón. Finalmente, en la esencia de nuestra enseñanza deseamos devolver bien por mal. Tributemos el perdón que surge de la fe que se origina en el amor.


Referencias:

[1] D. Raimundo de Miguel. Nuevo Diccionario Latín-Español Etimológico, Madrid, Sáens de Jubera. 1931, pág. 542.

[2] Diccionario de la Real Academia Española, vigésima edición, 1984, t. 2, pág. 1227

[3] Informe del CELAM, Las sectas en América Latina, Buenos Aires, Edit. Claretiana, 1984. pág. 102.

[4] J. Míguez Bonino, “El cristianismo y las sectas”, Servicios de Informaciones Religiosas, Año 8. Septiembre de 1986, pág. 15. 3 Ibid., pág. 16.

[5] Ibid., pág. 16

[6] Ibid.

[7] “Discípulos de Cristo y Bautistas preocupados por confusiones”, El Estandarte Evangélico, Año 104, n° 10. Marzo de 1987, pág. 11.

[8] J. Míguez Bonino. Ibid., pág. 17.

[9] William F. Arndt y F. Wilbur Gingrich, “Airesis”, A Greek-English Lexicon of the New Testament, Chicago, The University Press, 1957, pág. 23.

[10] Gerhard Kittell, ed., Theological Dictionary of the New Testament, Gran Rapids, Eerdmans. 1968, t. 1, pág. 182

[11] Ibid., pág. 183.