A menudo se dice que “detrás de todo gran hombre hay una gran mujer”. Este dicho se aplica tanto a la función vital que las mujeres desempeñan en el éxito de sus esposos como en la inestimable influencia modeladora que las madres ejercen sobre el futuro de sus hijos. W. R. Wallace expresó esta verdad con elocuentes palabras: “La mano que mece la cuna, es la mano que gobierna el mundo”.

 Es digno de notar que en la historia de los reyes de Israel y de Judá se mencionan los nombres de cada una de las madres de los monarcas, supuestamente para vergüenza de aquellas madres cuyos hijos fueron reyes malvados, y para alabanza de aquellas cuyos hijos fueron buenos.

 Es igualmente significativo que las Escrituras nos ofrecen los nombres de las madres de los grandes líderes espirituales como Moisés, Samuel, Jesús, Juan el Bautista y Timoteo, indudablemente porque esas mujeres hicieron una contribución significativa para el éxito del ministerio de sus hijos.

 Mientras Miguel Angel trabajó con su martillo y su cincel para plasmar en el mármol la imagen de Moisés, Jocabed trabajó con amor, devoción y fe para modelar el carácter de su hijo. Podemos estar muy seguros de que fue la temprana influencia de Jocabed la que capacitó a Moisés para que luego eligiera “ser maltratado con el pueblo de Dios, que gozar de los deleites temporales del pecado” (Heb. 11:25).

 Hay tres aspectos significativos en el llamamiento a la maternidad: 1) un llamamiento sagrado, 2) un llamamiento con riesgos, 3) un llamamiento indispensable.

 Ser madre no es meramente una función biológica y social; es fundamentalmente un llamamiento sagrado, porque no surge de las designaciones humanas o de la ordenación eclesiástica. Se discutió mucho si se debiera ordenar o no a una mujer al ministerio. Sin embargo, nadie discutirá si una mujer debería ser llamada u ordenada a la maternidad. El llamamiento sagrado de la mujer surge de los dos únicos poderes que Dios concedió a cada madre: el primero es biológico y el segundo es espiritual, o moral.

 Dios dotó biológicamente a cada mujer con el maravilloso don de concebir y de nutrir una nueva vida humana en su vientre. No importan cuántos intentos pueda hacer un hombre, ninguno podrá reproducir el nacimiento de una criatura.

 En el mundo antiguo los hombres eran supersticiosos y pensaban que la mujer estaba dotada de un poder mágico. Esto los llevó a adorar a deidades femeninas como Isis, Cibeles, Diana, Venus. Para un cristiano la capacidad de concebir y de dar a luz no es un poder misterioso y mágico, sino un don especial del Cielo. Es un regalo sagrado que capacita a cada mujer para imitar al gran Creador del universo para traer nuevas criaturas a la existencia. Por cuanto la vida es un don de Dios, la madre que trae un ser al mundo está cumpliendo el llamamiento más sagrado.

 Espiritualmente, Dios dotó a cada mujer que llega a ser madre con el poder singular de modelar el carácter de sus hijos para el tiempo y la eternidad. Prácticamente todos nosotros aprendimos sobre el amor, la honestidad, la integridad y la fe en Dios, gracias a nuestras madres. La poderosa influencia modeladora que Dios otorgó a las madres nos asombra. “Después de Dios”, escribió apropiadamente Elena de White, “el poder de la madre en favor del bien es el más fuerte que se conozca en la tierra” (Elena de White, El hogar adventista, pág. 215). La misma autora señala que a la madre “le toca modelar el carácter de sus hijos, a fin de que sean idóneos para la vida superior e inmortal. Un ángel no podría pedir una misión más elevada; porque mientras realiza esta obra la madre está sirviendo a Dios” (ibid., pág. 206).

Un llamamiento con riesgos

 El llamamiento a la maternidad está amenazado por varias fuerzas subversivas. Cada vez son más las madres que, ya sea por propia elección o por necesidad, están abandonando algunas de sus responsabilidades maternas al permitir que otros cuiden de sus hijos en edad preescolar. Esta tendencia debiera preocuparnos a todos los que creemos que no hay nada que pueda sustituir a la madre natural en la tarea de modelar el carácter de sus hijos. Hay varios factores significativos que estimularon esa tendencia. Tres de ellos merecen nuestra atención.

 Los esposos ingratos. Uno de los factores que pone en peligro el llamamiento a la maternidad es, quizá, la falta de aprecio por parte de los esposos del ministerio vital que realizan sus esposas. Una de las cosas que le resulta más difícil de aceptar a una esposa, no es tanto la mala conducta de sus hijos, ni la “baja remuneración” que obtiene por sus tareas domésticas, sino la ingratitud de su esposo. Para ella, tener que escuchar al fin de una jornada agotadora, atendiendo a las necesidades de los hijos y de la casa, a un esposo enfadado quejándose como si ella no hubiera hecho nada durante el día, es descorazonador.

 “Si se descorriese el velo y ambos padres pudieran ver el trabajo del día como Dios lo v?, y discernir cómo su ojo infinito compara la labor de ambos, se asombrarían ante la revelación celestial. El padre consideraría sus labores con más modestia, mientras que la madre cobraría más valor y energía para proseguir su tarea con sabiduría, perseverancia y paciencia” (Ibíd., pág. 208).

 El Día de la Madre proporciona una excelente oportunidad para que los que somos padres demostremos mayor aprecio y apoyo por el ministerio vital que nuestras esposas realizan diariamente en el hogar, educando a los niños en los consejos del Señor. Una madre que percibe el aprecio de su esposo se sentirá menos inclinada a buscar su realización propia en un empleo profesional fuera de su hogar.

 Las necesidades económicas. Un segundo factor de importancia es el de las necesidades económicas de las familias. Una buena madre cristiana me dijo recientemente: “Desearía poder estar en casa para cuidar a mis tres hijos, pero no hay modo en que podamos estirar el salario de mi esposo para poder pagar la cuota de la escuela de la iglesia, la hipoteca, los arreglos del auto, las facturas de los servicios médicos y otras facturas”.

 Esta madre, como muchas otras, debía dejar a sus hijos durante varias horas cada día al cuidado de otra persona, y no lo hacía por elección, sino por necesidad. El problema es todavía mayor para aquellas madres que son solteras, que están obligadas por las circunstancias a abandonar a sus hijos por muchas más horas durante el día a fin de satisfacer sus necesidades y obligaciones financieras.

 Bajo estas circunstancias ninguna madre puede esperar ser perfecta, capaz de atender las necesidades espirituales, emocionales y físicas de sus hijos. Sin embargo, estas madres no merecen, necesariamente, nuestra condenación, sino nuestro elogio por sus heroicos esfuerzos por atender y preparar a sus hijos. Dios comprende las cargas y angustias que tienen, y, del mismo modo, debiéramos manifestarles nuestra compasión y nuestro apoyo.

 La satisfacción profesional. Un tercer factor de importancia que pone en peligro el llamamiento a la maternidad es la búsqueda de logros profesionales que algunas madres no podrán experimentar por las muchas tareas domésticas que realizan y por la atención que requieren sus hijos.

 Obviamente, es más sugestivo y prestigioso para una mujer desplegar sus talentos en un sanatorio, una escuela, una oficina, o en un negocio, antes que en el hogar, donde nadie podrá notar sus logros. El hogar, después de todo, no ofrece muchas satisfacciones profesionales, como ser: promociones, aumentos de sueldo, y el respeto y la admiración de los pares.

 Pero queda la pregunta de si es correcto que los niños preescolares deban pagar el precio del descuido paterno para que las madres puedan experimentar una satisfacción profesional. La respuesta a esta pregunta depende mayormente de las prioridades personales.

 La madre que busca la satisfacción de sus ambiciones personales como el único y primer objetivo de su vida no dudará en sacrificar el bienestar de sus hijos para lograr dicho propósito. Por lo tanto, la madre cristiana que se preocupa por modelar los caracteres de sus hijos tomará las decisiones correctas.

 Es posible que los tres factores mencionados anteriormente se reflejen en el índice siempre creciente de la delincuencia juvenil, en el consumo de las drogas, en la deserción académica, en los embarazos en la adolescencia, etc. Estos problemas dolorosos, aunque comunes, nos dicen que una de las mayores necesidades de nuestra sociedad es la de encontrar madres que se dediquen tiempo completo a su misión.

Un llamamiento indispensable

 Para apreciar cuán indispensable es el llamamiento a la maternidad, permítasenos reflexionar brevemente en la singular capacidad de una madre cristiana para comunicar a sus hijos las tres cualidades vitales: la fe y el amor, la dignidad y los valores morales.

 A causa de que no hay otro ser que pueda querer a un niño como la madre, Dios dotó especialmente a las madres con la capacidad de comunicar la fe y el amor a sus hijos. Estas dos cualidades marchan mancomunadas, porque sólo podemos tener fe en el ser que amamos y sólo podemos amar verdaderamente a la persona en la que tenemos fe.

 En la Escritura, Dios revela la profundidad de su amor para nosotros y lo compara al de una madre que nutre a su hijo: “¿Se olvidará la mujer de lo que dio a luz, para dejar de compadecerse del hijo de su vientre? Aunque olvide ella, yo nunca me olvidaré de tí” (Isa. 49:15).

 El amor materno es tan profundo que ignora cualquier imperfección física que tenga un hijo. Recuerdo vívidamente cuando vi a mi esposa en el hospital y a mi primera hija, Loretta, en sus brazos. Mi esposa me mostró orgullosa a la niña, y me preguntó: “¿No es hermosa?” “Bueno,” respondí, “pero ¿y qué piensas tú de esa nariz tan particular?” Y, francamente, a mi me parecía como que si alguien le hubiera aplastado la nariz en una pelea boxística. “No te molestes por eso”, me dijo mi esposa, “va a tener una linda nariz. Y tuvo razón. En su amor por la niña, mi esposa eligió mirar más allá de toda imperfección estética. El don por el que una madre ama al fruto de su vientre, como no lo puede hacer otra persona, la capacita para comunicar amor y fe a sus hijos como no lo puede hacer otro ser.

 En 2 Timoteo 1:5, Pablo le escribió al joven discípulo: “Trayendo a la memoria la fe no fingida que hay en ti, la cual habitó primero en tu abuela Loida, y en tu madre Eunice, y estoy seguro que en ti también”. Este texto contiene la biografía completa de dos grandes mujeres del Nuevo Testamento. La fama de ellas no surge por haber fundado una Sociedad de Dorcas o alguna otra clase de organización femenina, sino por haber transmitido a su hijo y a su nieto un sentido de fe y consagración a Dios.

 Podemos suponer con certidumbre que debe haber sido difícil para Eunice y para Loida, preparar a Timoteo en el temor de Jehová, porque su padre era griego (Hech. 16:1), es decir, un gentil incrédulo. Sólo la madre que tiene un esposo incrédulo es la que puede decirnos mejor cuán difícil es impartir valores religiosos a los niños. Es posible que el padre de Timoteo hubiera muerto durante la infancia del niño, porque no se lo menciona en ninguna otra ocasión. En este caso, Eunice, como las viudas de hoy, debía trabajar fuera de su hogar para ganarse la vida. Esto puede explicar por qué su abuela desempeñó un papel importante en la preparación religiosa de Timoteo.

 Eunice y Loida parecieran surgir en las páginas de la Biblia para enfatizar en la verdad vital expresada en Proverbios 22:6: “Instruye al niño en su camino, y aun cuando fuere viejo no se apartará de él”.

 Los corazones de la madre y de la abuela debieron de sentir el peso de la tristeza cuando tuvieron que decirle: “¡Adiós!”, a su amado Timoteo, cuando éste se unió a Pablo y a Silas en su viaje misionero. Pero qué consuelo debió de ser el joven discípulo para ellas, cuando comprendieron que habían transmitido a Timoteo una experiencia viva, haciendo de él un valioso obrero para Pablo y para Dios.

 Una segunda virtud vital, con la que está provista una madre que comunica a sus hijos, es la fe en sí mismos, o el sentido de la dignidad. En mi carrera como profesor, a menudo tuve alumnos que no tenían motivación y se resignaban al fracaso. En muchos casos, encontré que este problema nacía de su poca estima propia, que se originaba en un rechazo por parte de los padres y de los amigos.

 Una madre cristiana está singularmente equipada para infundir en sus hijos no solamente fe en Dios, sino también fe en ellos mismos, porque ella los ve no sólo como son, sino como pueden llegar a ser por la gracia de Dios.

 Hablando en forma general, es mi convicción personal que las madres están mejor provistas que los padres para implantar la confianza propia y la dignidad en sus hijos. Esto ha sido así en mi vida. Recuerdo vívidamente cómo reaccionó mi padre cuando no pasé el examen de quinto grado. En aquel tiempo, en Italia, dicho examen calificaba a un alumno para ingresar en el nivel secundario. Mi padre dijo que mi fracaso le demostraba que debía olvidarme de seguir estudios, y que era mejor que ingresara a un colegio vocacional.

 Afortunadamente, mi madre no compartía ese punto de vista. Su instinto materno le decía que si me daban otra oportunidad, pasaría. Al precio de un tremendo sacrificio personal, mi madre me inscribió en un colegio privado y me preparó durante los siguientes tres años para pasar los exámenes gubernamentales del octavo grado, que finalmente aprobé. En verdad nunca hubiera llegado a ser ni un pastor ni un profesor de teología si no hubiera sido por la visión de mi madre que captó en mí lo que otros no percibían, y me transmitió un sentido de dignidad y de misión.

 Los que hemos tenido la bendición de tener una madre cristiana podemos testificar de que si no hubiera sido por la fe y el amor materno en nosotros, nunca hubiéramos alcanzado las metas ya conquistadas. En el Día de la Madre, nos toca a todos agradecerles las múltiples bendiciones con que inundaron nuestras vidas.

 Una tercera virtud vital de la madre es la de comunicar a sus hijos los valores morales. La percepción de lo que está bien o está mal, a la que llamamos conciencia, la reciben los hijos en primer lugar gracias a la influencia de sus madres. Durante el curso de cada día surgen muchas situaciones en las que una madre tiene la oportunidad de enseñar la diferencia entre la obediencia y la desobediencia, entre el bien y el mal. Los valores morales que comunica una madre a su hijo a menudo explicarán detalladamente la diferencia entre una vida futura inmoral o moral.

 La madre de Samuel, Ana, nos ofrece un ejemplo apropiado del impacto positivo y duradero que una buena madre creyente puede hacer para beneficio de la futura vida de su hijo. Ana creyó que Dios era el Creador de aquella criatura. Cuando Dios le concedió al niño -por el que había orado fervientemente-, la piadosa mujer decidió que lo prioritario era educarlo. Por lo tanto, le dio a Samuel todo el amor, la fe y los valores morales que sólo podía dar una madre fiel.

 Mientras Samuel fue pequeño, es dudoso creer que Ana lo hubiera dejado a cargo de otros. Cuando su esposo la invitó para que lo acompañara a Silo en la peregrinación anual que debían realizar al tabernáculo, el registro bíblico dice: “Pero Ana no subió, sino dijo a su marido: Yo no subiré hasta que el niño sea destetado, para que lo lleve y sea presentado delante de Jehová, y se quede allá para siempre” (1 Sam. 1:22). Sólo en esa decisión Ana demostró la tremenda importancia que le otorgaba al sagrado llamamiento de ser madre. A causa de su devoción, Ana estableció un notable ejemplo de la poderosa influencia que es una buena madre para su hijo.

 Cuando Ana llevó a Samuel al tabernáculo, era consciente del ambiente corrupto que allí imperaba. Aunque Eli, el sacerdote, era un buen hombre, sus hijos “dormían con las mujeres que velaban a la puerta del tabernáculo de reunión” (1 Sam. 2:22). Sin embargo, Ana dejó sin temores a Samuel en el tabernáculo. Ella sabía que el Dios que le había dado al niño y que, a su vez le había otorgado a ella la sabiduría y la fuerza para comunicarle el amor, la fe, y los valores morales, era el mismo Dios que protegería a su hijo de la corrupción imperante.

 Ana expresó su confianza en la protección divina en una oración triunfante que ofreció antes de abandonar el tabernáculo. Se considera que esta oración es precursora del Magníficat de María. En esa ocasión, Ana dijo: “El guarda los pies de sus santos, más los impíos perecen en tinieblas; porque nadie será fuerte por su propia fuerza” (1 Sam. 2: 9).

 Esta es una promesa estimulante para nosotros los padres que hemos sido llamados a enviar a nuestros hijos a colegios o a trabajar en lugares que no son ideales. Es consolador saber que después que hallamos hecho lo mejor, Dios hará el resto para proteger la senda de nuestros hijos, ayudándolos a vivir en armonía con los valores morales que les hemos impartido.

El guarda de las fuentes

 Peter Marshall, ex capellán del Senado de los Estados Unidos, contaba una conmovedora historia.

 Una vez, cierta aldea creció a los pies de una cadena montañosa. Para asegurar que se mantuvieran limpias todas las fuentes que suplían de agua a la población, el consejo de la ciudad empleó a un alguacil que vivía en lo alto de las colinas. Con esmerada dedicación patrulló las montañas, limpiando cada fuente que encontró, quitándoles el limo, las hojas y el lodo, a fin de que las aguas descendieran limpias, frescas y puras.

 Sin embargo, un cambio radical ocurrió cuando un grupo de obstinados hombres de negocios asumió la administración del consejo de la ciudad. Examinaron el presupuesto para detectar cualquier tipo de derroche, y llegaron a la conclusión de que el salario del vigilante de las fuentes significaba una pérdida, especialmente porque nadie lo había visto trabajar en las montañas. Con el objeto de ahorrar dinero, el consejo lo despidió y se construyó un gran embalse cerca de la aldea.

 Finalmente, cuando se construyó la represa y se la llenó de agua, para sorpresa de muchos en la ciudad comenzó a ocurrir una serie interminable de penurias. El agua tenía mal gusto a medida que una capa de impurezas se acumulaba en su estancada superficie. La delicada maquinaria del molino, constantemente se atascaba por el lodo. Los cisnes abandonaron la aldea. Las cosas empeoraron más cuando brotó una epidemia, llevando la enfermedad y el dolor a casi todos los hogares de la aldea.

 En medio de la desesperación, el consejo de la ciudad sesionó nuevamente. Con tristeza reconocieron el error que habían cometido al despedir al cuidador de las fuentes. Entonces lo buscaron y le pidieron que regresara a su antiguo trabajo, lo que aceptó gustoso. Comenzó a realizar sus rondas, limpiando el limo, el lodo y las hojas que se habían acumulado en varias fuentes. No mucho después, comenzó a descender un agua pura hacia todas las casas de la aldea. Las ruedas del molino recomenzaron su movimiento, el hedor desapareció, la enfermedad se evaporó, los cisnes regresaron y nuevamente todos fueron felices y sanos.

 Peter Marshall sostenía que nuestras madres son las guardianas de las fuentes de la familia, de la iglesia, de la comunidad y de nuestra sociedad. La labor de ellas, como la del antiguo cuidador de las fuentes, a menudo pasa inadvertida; sin embargo, es indispensable para nuestro bienestar. Sobre ellas descansa el sagrado llamamiento de guardar las fuentes de nuestras vidas puras y limpias, para que la fe, el amor, la integridad y la honestidad puedan fluir libremente en nuestras vidas y en las de los que nos rodean. Finalmente la influencia de ellas nos guiará al reino eterno.

Sobre el autor: es profesor de Historia Eclesiástica y de Teología en la Universidad Andrews, Estados Unidos