Cuando enseño ética, pido a mis alumnos que analicen este caso: Un terrorista ha colocado una bomba atómica en alguna parte de una gran capital. Está programada para estallar ocho horas después que el terrorista es capturado. No hay tiempo para evacuar la ciudad. Las autoridades sencillamente tienen que encontrar la bomba.

Puesto que la vida de millones de personas está en juego, ¿se justifica cualquier medida de presión para que el terrorista hable? ¿Deberíamos torturarlo? Si pudiéramos encontrar a su esposa, a sus hijos o a sus padres, ¿deberíamos torturarlos frente a él? ¿Deberíamos usar el argumento que usaron los judíos que crucificaron a Jesús, de que es mejor que se pierda un hombre, y no toda una nación?

Uno de los problemas básicos de este caso tiene que ver con el valor que asignamos al individuo. ¿Vale una persona sólo la millonésima parte de un millón de personas? ¿Tiene tanto valor como ellos? ¿Puede determinarse realmente el valor de una persona?

Elección imposible

Los que no asignan un valor supremo al individuo, sacrificarían al terrorista, a su  familia —a cualquiera—, a fin de salvar la ciudad. Pero para los que piensan que una persona es absolutamente importante, la elección sería imposible.

Stanley Hauerwas, un profesor de ética, al escribir acerca de la Madre Teresa, señala que desde el punto de vista del costo-beneficio, la ganadora del Premio Nobel es ineficiente. Por causa de su carisma y estatura en el mundo puede fácilmente reunir cien millones de dólares cada vez que sale de viaje a fin de solicitar contribuciones. Ese dinero podría aliviar a miles de personas más que las que ella puede atender desde las cinco de la mañana hasta las siete de la tarde. Pero aun sabiendo esto, ella sigue trabajando.

Algunos podrían decir que si insiste en permanecer en Calcuta, por lo menos debiera practicar lo que los médicos recomiendan en situaciones de emergencia: abandonar los casos desesperados y gastar las energías en los que todavía pueden ser salvados.

Pero la Madre Teresa sigue ayudando a los que mueren sin esperanza, tal vez descuidando a los que tienen la posibilidad de salvarse.

¿Por qué?, pregunta Hauerwas.

Porque cree que en el reino de Dios los más quebrantados e indefensos son objeto especial del amor y la preocupación de Dios. Quiere que los pobres y abandonados que mueren tengan compañía, sábanas limpias y un dulce (en la India no pueden darse el lujo de comer cosas con azúcar) antes de morir. Quiere que sepan que alguien se preocupa por ellos.

Su punto de vista es contrario a lo que consideramos un pensamiento racional. Pero la Madre Teresa ve a cada persona a través de los ojos de Dios. No puede descuidar a uno que no tiene esperanza a cambio de diez que la tienen. Como ella lo ve, Dios no busca a los innumerables, sino al individuo. El Dios de nuestro Señor Jesucristo enseña la importancia suprema del individuo.

Dios ve

La teología cristiana enseña que Dios conoce a cada uno de nosotros personalmente, y sabe cada detalle de nuestra vida, incluyendo lo que pensamos, sentimos y esperamos, y que en todo tiempo él nos trata de forma individual.

Imágenes de nuestra importancia individual aparecen por doquiera en las Escrituras. Cada cabello de nuestra cabeza está contado; si Dios ve cada gorrión que cae, ¿no verá también a cada ser humano?, pregunta Jesús en forma retórica. Dios dijo a Jeremías que lo había conocido antes que fuera formado en el vientre. A Caín se le preguntó por su hermano Abel. David es condenado por la muerte de Urías heteo.

Cuando la mujer con el flujo de sangre tocó el borde del manto de Jesús, él preguntó: “¿Quién me ha tocado?” ¿Por qué? Porque quería ver a la persona, mirar su rostro y escuchar su voz.

En su ministerio de enseñanza y predicación, Jesús pasó una cantidad enorme de tiempo con personas individuales. Recibió a Nicodemo, tarde en la noche, e inició una conversación con una mujer sola junto al pozo de Jacob. Después de su resurrección, apareció específicamente para Tomás el incrédulo, y se sentó con Pedro, que lo había negado tres veces. Incluso su ministerio sanador fue individualizado. Él es el Salvador que deja las noventa y nueve y busca la que se perdió.

Sin embargo, a pesar de lo que Dios hizo por medio de Cristo, muchos viven como si ellos no le importaran a nadie, y menos a Dios. Se sienten espiritual y psicológicamente invisibles. Quienes han conocido el racismo describen ese sentido de invisibilidad como una sensación de estar sumergidos en un estereotipo de su condición de negros o de amarillos.

El racismo no es la única manera como se puede hacer sentir a la gente que es invisible. Ser padres descuidados es otra manera. De acuerdo con las investigaciones, la relación padre-hijo tiene más que ver con nuestro sentido de estima propia que cualquier otra relación. Por ella nos damos cuenta de si nos destacamos sobre los demás, incluyendo nuestros hermanos y hermanas. Para ayudar a las personas a determinar su valor personal, los psicólogos desarrollaron los siguientes tipos de preguntas:

1. ¿Lo animaron a pensar por usted mismo?

2. ¿Se sentía libre para expresar abiertamente sus puntos de vista?

3. ¿Lo trataron sus padres con respeto? ¿Se tomaban en cuenta sus pensamientos, necesidades y sentimientos? ¿Se consideraban con seriedad sus opiniones?

4. ¿Sentía que era visible a sus padres desde el punto de vista psicológico? ¿Sentía que era real para ellos? ¿Se mostraban sus padres auténticamente interesados con usted como persona?

5. ¿Se sentía amado y estimado por sus padres? ¿Era una fuente de placer para ellos? ¿O se sentía rechazado, como si fuera una carga?

6.¿Demostraban sus padres que era deseable que usted se forme una buena imagen de sí mismo, es decir, que tuviera estima propia? ¿O se lo advertía en contra de sentirse valioso, y se lo animaba a ser “humilde”?

Una de las características de las personas con estima propia deficiente es un exceso de preocupación por alcanzar la aprobación de algunos y evitar la desaprobación de otros, un hambre de sentir apoyo en todo momento. Porque si una persona no cree en sí misma, no hay fuente externa que pueda satisfacer ese hambre, excepto momentáneamente.

Si la relación con nuestros padres terrenales tiene tanta significación para nuestra estima propia y nuestro sentido de valor, ¿cuánto mayor será el impacto de comprender nuestra relación con Dios?

Si creemos que vivimos en un universo que realmente no tiene importancia, ya sea colectiva o individualmente, significa que vivimos y morimos por nada, de modo que aun hasta el recuerdo de nosotros desaparece en el olvido. Nada realmente importa.

¿Cuánto importa?

No obstante, la fe cristiana enseña con el lenguaje más claro que somos muy visibles para Dios —uno por uno, como cada hijo lo es para sus padres— que Cristo murió y se levantó otra vez para darnos la certeza de que viviremos después de la muerte. Tan importante es un individuo para Dios; tanto nos aprecia Dios a ti y a mí.

¿Invisibles? ¿Producirá un hombre invisible tanta celebración en el cielo cuando se arrepiente?

¿Sin importancia? ¿Impulsará una persona sin importancia a Jesús de Nazaret a la humillación, a recibir azotes y a la crucifixión?

¿Sin valor? ¿Es Dios tan necio que pone los recursos del cielo a disposición de alguien que no tiene valor?

Algunas filosofías han enseñado que el individuo es virtualmente invisible, que sólo el estado o las masas son importantes, que el individuo adquiere significación sólo cuando pertenece al grupo.

El testimonio de Jesús de Nazaret se opone a este pensamiento. ¡Cada ser humano vale un Calvario!

Por esto es tan importante que la iglesia nunca olvide el consejo de Pedro: “Los miembros del cuerpo que parecen más débiles son los más necesarios… Pero Dios ordenó el cuerpo, dando más abundante honor al que le faltaba, para que no haya desavenencia en el cuerpo, sino que los miembros todos se preocupen los unos por los otros. De manera que si un miembro padece, todos los miembros se duelen con él, y si un miembro recibe honra, todos los miembros con él se gozan” (1 Cor. 12: 22-26).

Tomarnos el tiempo para relacionarnos con los demás como individuos y construir relaciones duraderas, debiera ser la piedra fundamental de nuestras vidas. En enero de 1984, el senador estadounidense Paul Tsongas anunció que se retiraba, interrumpiendo una promisoria carrera política que algunos pensaban podía llevarlo hasta la Casa Blanca. Abandonó su carrera porque estaba enfermo de un cáncer incurable aunque tratable. Probablemente no afectaría sus actividades o su expectativa de vida.

Entonces, ¿por qué abandonó Tsongas el Senado?

Su enfermedad le había hecho reflexionar que no estaría en este mundo para siempre, que la vida era demasiado corta para hacer todo lo que quería hacer. De modo que se preguntó: “¿Qué es lo que más quisiera hacer en el corto tiempo que tengo?”

Mientras esperaba la respuesta de su médico, Tsongas decidió que lo que “más quería en la vida, lo que no dejaría si no pudiera tener todo, era estar con su familia y ver crecer a sus hijos. Prefería hacer eso antes que proponer leyes o lograr que su nombre estuviera en los libros de la historia…

“Después de anunciar su decisión, un amigo le escribió para felicitarlo por poner en orden sus prioridades, y añadió: ‘Nadie en su lecho de muerte ha dicho alguna vez: Hubiera deseado pasar más tiempo en mi trabajo’

¿Cómo se siente? ¿Estaba equivocado Paul Tsongas cuando escogió tratar a cuatro o cinco personas de su familia de igual modo, o aun de mayor importancia, que a los cuatro o cinco millones de personas de su estado natal?

Paul Tournier dijo una vez que siempre se sorprendía cuando los pacientes le decían: “Tiene que ser muy aburrido para usted escuchar mis historias, mis problemas. Usted está tan ocupado con otras personas o cosas más importantes que le estoy haciendo perder su tiempo”. Tournier siempre respondía: “Es mucho más fascinante conocer bien a una persona que conocer superficialmente a cien”.

¿Se siente invisible, perdido en la multitud como un grano de arena en la playa? ¿Piensa que deberla haber pasado menos tiempo con su familia y más tiempo haciendo grandes cosas para las multitudes? Dios le diría: “Preferiría conocer a uno de vosotros íntimamente, que superficialmente a un millón. No amo el universo de un modo incontable y abstracto; lo amo a Ud. No fui al Calvario sólo por todos. Fui por Ud”.

Sobre el autor: James J. Londis es el director del Instituto de Asuntos Contemporáneos de Washington.