Muchas de las características distintivas de la sociedad occidental derivan de su énfasis sobre lo individual. La libertad personal, el pensamiento que difiere y la libre expresión son los afortunados resultados de este énfasis. En tiempos recientes, sin embargo, parece que la mayoría de las formas de identidad colectiva están en proceso de disolución. Nos estamos reduciendo al más bajo común denominador de uno. Nos estamos convirtiendo en una parodia de nosotros mismos, algunas veces llamada la “generación del yo”, en la que cada uno está en última instancia preocupándose por ser el número uno. Sin embargo, el número uno está llegando a ser el número más solitario; y la soledad, la alienación y la fragmentación cultural se están convirtiendo en nuestra herencia.
Puede ser que nuestra inclinación hacia el individualismo nos haya conducido a una percepción distorsionada del evangelio. Estoy convencido de que en la Palabra de Dios hay un mayor énfasis sobre la comunidad de lo que mucha gente reconoce. A menudo Jesús es vendido como alguna especie de excitante cósmico bajo el estandarte de “Salvador personal” (un término curiosamente ausente en la Biblia), y enfatizando recompensas tales como felicidad y realización —compensaciones dirigidas a apelar a nuestra cultura y narcisismo.
Pero esta propuesta emana de una distorsión del evangelio. Aunque debemos alcanzar a la gente donde ella está, también tenemos la responsabilidad de conducirlas a donde Dios desea que esté. Una sobrepersonalización del evangelio no sólo no ofrece remedio para nuestras enfermedades, sino que en sí misma puede ser sintomática de un problema — ¡el egoísmo! Es verdad que Dios nos ama como individuos y que el buen Pastor deja las 99 para rescatar a una. Sin embargo, a menudo hemos descuidado el concepto bíblico de pueblo de Dios.
Para mucha gente, una relación con Cristo es un asunto enteramente personal, y el compromiso con alguna congregación es una opción indeseable. Aunque reconocemos que iglesia triunfante no es equivalente a iglesia visible, no nos atrevemos a implicar que la salvación de Dios ocurra separada de su cuerpo. La Biblia no sabe nada de esta especie de ultraindividualismo. Un rápido repaso de ciertas enseñanzas clave nos ilustrará cómo hemos tendido a sobrepersonalizar la palabra de Dios.
El excesivo evangelio personal
A menudo los protestantes entienden la justificación por la fe como una mera transacción personal con escasa referencia a la iglesia de Dios. Es interesante notar, sin embargo, el contexto comunitario de Romanos y Gálatas, la llave de los escritos del Nuevo Testamento sobre este tema. La crisis que dio origen a estas cartas no fue una persona, sino una corporación; no fue la lucha de Pablo para encontrar paz con Dios, sino el deseo de Pablo de llevar armonía a la iglesia; no fue la lucha de Pablo con las culpas personales, sino la relación entre judíos y gentiles.
El argumento de Pablo en Romanos y Gálatas probablemente tiene menos que ver con los méritos que con la meritocracia. El arguye que a pesar de todos los dones, las buenas obras y el señorío de los judíos, Dios ha elegido a los gentiles para ser coherederos de Abrahán: no a través de las obras, sino por su gracia. Delante de Dios los gentiles están en pie de igualdad con los judíos. La circuncisión, que había sido la marca de distinción nacional, ha dejado de tener sentido porque Cristo ha quebrado toda barrera de separación entre las personas. En Cristo “no hay judío ni griego… porque todos vosotros sois uno en Cristo Jesús’’ (Gál. 3: 28). Los gentiles son ahora herederos de Abrahán por medio de la fe, y así, por medio de la misericordia de Dios, han sido aceptados en la comunidad del pacto.
No estoy tratando de negar las aplicaciones personales del evangelio de Pablo. Pero necesitamos reconocer que Pablo enfatiza que la justificación por la fe es la base de la comunidad del pacto; no sólo el fundamento para nuestra paz con Dios sino para la paz entre los creyentes.
Observe de nuevo el libro a los Romanos. A pesar de que a menudo perdemos interés después del capítulo 8, creyendo que los capítulos 9 al 11 son sólo un curioso apéndice de interés mayormente histórico, ¡estos capítulos, que tienen que ver con la naturaleza del verdadero Israel de Dios, son realmente el clímax del argumento de Pablo! Y el evangelio de Pablo no está completo hasta que él explora plenamente el propósito de Israel. Porque el evangelio no es simplemente nuestro renacimiento personal, sino el renacimiento de una comunidad nueva —no justamente una nueva persona, sino el nuevo pueblo de Dios. Cristo no sólo es la suficiencia de los individuos, sino de las comunidades como un todo; la gracia de Dios no sólo cubre a las personas, sino al pueblo completo de Dios.
La carta a los Efesios es una rapsodia sobre la gracia de Dios y un salmo sobre nuestra unidad en Cristo. Es un libro “solidario”: un remedio que podemos llamar “condición de nosotros” para nuestra enfermedad: “condición de yo”. Pablo continúa un tema insinuado en Romanos: el propósito del evangelio no es simplemente nuestra justificación personal, sino la vindicación del carácter de Dios (Rom. 3:25, 26). Nuestra salvación es “para alabanza de su gloria” (Efe. 1:14; véase también los vers. 6-12). La misericordia de Dios ha sido revelada en la iglesia para “mostrar en los siglos venideros las abundantes riquezas de su gracia en su bondad para con nosotros en Cristo Jesús” (Efe. 2:7; véase los vers. 4-7).
La salvación de la iglesia glorifica a Dios. No es simplemente una transacción privada; el proceso también involucra nuestra incorporación a la familia de Dios. “Así que ya no sois extranjeros ni advenedizos, sino conciudadanos de los santos, y miembros de la familia de Dios, edificados sobre el fundamento de los apóstoles y profetas, siendo la principal piedra del ángulo Jesucristo mismo, en quien todo el edificio, bien coordinado, va creciendo para ser un templo santo en el Señor; en quien vosotros también sois juntamente edificados para morada de Dios en el Espíritu” (vers. 19-22).
El templo en el que Dios mora no es exactamente nuestra persona individual, sino el pueblo de Dios colectivamente. Nuestra identidad individual adquiere significado en relación con el cuerpo total (compárese con Efe. 4).
En el capítulo 3 Pablo nos dice que la salvación de la iglesia es una fuente de instrucción para los ángeles: “Para que la multiforme sabiduría de Dios sea ahora dada a conocer por medio de la iglesia a los principados y potestades en los lugares celestiales” (vers. 10). En el capítulo 4 desarrolla la metáfora de la iglesia como cuerpo de Cristo en conexión con los dones espirituales. (Pablo discute los dones sólo en el contexto del cuerpo de Cristo. Si hoy vemos escasez de dones, puede ser porque nos hemos olvidado del contexto en el cual han sido revelados.)
También hemos tendido a sobrepersonalizar otras enseñanzas bíblicas —por ejemplo, la oración. La oración del Señor (Mat. 6: 9-13) es una oración “nosotros” que tornamos en una oración “mi” en nuestras mentes. Notemos:
“Padre nuestro” —reconocimiento de Dios entre nosotros.
“Daños hoy” —orar por otros.
“Perdónenos” —confesión corporativa.
“No nos metas” —orar para que Dios pueda guiar a su iglesia.
“Líbranos” —orar por la salvación de las almas.
Lo digo de nuevo, no estoy negando la aplicación personal de esta oración, sino simplemente señalando que obtenemos una perspectiva nueva y completa cuando tomamos seriamente lo literal de las palabras.
Nuestra cultura del “mi” considera el juicio como un asunto personal. Pero la Biblia habla en términos corporativos (por ejemplo, Mat. 25:31-46). La opinión corriente tiende a personalizar la escatología enfocándola sobre el “volar de las almas” a su recompensa celestial. La Biblia enfatiza la resurrección, y más aún la resurrección corporativa: “Por lo cual os decimos esto en palabra del Señor: que nosotros que vivimos, que habremos quedado hasta la venida del Señor, no precederemos a los que durmieron. Porque el Señor mismo con voz de mando, con voz de arcángel, y con trompeta de Dios, descenderá del cielo; y los muertos en Cristo resucitarán primero. Luego nosotros los que vivimos, los que hayamos quedado, seremos arrebatados juntamente con ellos en las nubes para recibir al Señor en el aire, y así estaremos siempre con el Señor” (1 Tes. 4:15-17).
Ninguno de nosotros verá al Señor antes que los demás miembros de iglesia. ¡Dios ha ordenado que incluso la resurrección sea un festival de compañerismo!
Glorificando a Dios
Cualquier conversación sobre un destino corporativo, para la iglesia de Dios en general y la Iglesia Adventista en particular, suena como un manifiesto de suerte y chauvinismo para la mente moderna. Estamos advertidos contra el orgullo y la vanidad, y ciertamente estas cosas son enemigas de la justificación. Sin embargo, la Biblia es clara en que Dios desea glorificarse a sí mismo a través de su pueblo. “La gloria que me diste, yo les he dado”, dijo Cristo (Juan 17:22).
La eclesiología del Nuevo Testamento deriva directamente del expreso propósito de Dios para Israel. “Este pueblo he creado para mí; mis alabanzas publicará” (Isa. 43:21). “Me guiará por sendas de justicia por amor de su nombre” (Sal. 23:3). El pasaje maravilloso de Ezequiel 36:22-32 nos habla de cómo Dios vindicará su santidad por salvar a Israel, dándole un nuevo corazón y motivándolo a caminar de acuerdo con sus leyes. Y la doctrina de la iglesia del Nuevo Testamento se podría resumir diciendo que los apóstoles vieron las promesas y los propósitos de Dios para Israel cumpliéndose por medio de la iglesia.
“Así alumbre vuestra luz delante de los hombres, para que vean vuestras buenas obras, y glorifiquen a vuestro Padre que está en los cielos” (Mat. 5:16). “En esto es glorificado mi Padre, en que llevéis mucho fruto, y seáis así mis discípulos” (Juan 15:8). Cristo es glorificado en nosotros (Juan 17:10), y todo lo que hacemos es para la gloria de Dios (1 Cor. 10:31). No se nos exhorta a ganar el cielo —como si fuéramos esclavos— sino a glorificar a Dios porque somos sus hijos.
“Cristo espera con un deseo anhelante la manifestación de sí mismo en su iglesia. Cuando el carácter de Cristo sea perfectamente reproducido en su pueblo, entonces vendrá él para reclamarlos como suyos” (Palabras de vida del gran Maestro, pág. 47; la cursiva es mía).
¡Qué diferencia produce ver esta declaración a la luz de la enseñanza del Nuevo Testamento de la glorificación de Dios a través de su pueblo! Nuestra perfección está en el contexto de nuestra conexión con el cuerpo de Cristo. Estamos en Cristo, en su cuerpo; una parte del todo que está obrando el propósito de Dios sobre la tierra. Yo tengo un don y usted tiene otro, y juntos nos ayudamos a completarnos mutuamente. Y para que no nos enorgullezcamos, la Escritura nos recuerda que nuestra glorificación de Dios está siempre en el contexto del amor y la misericordia de Dios, “para mostrar en los siglos venideros las abundantes riquezas de su gracia en su bondad para con nosotros en Cristo Jesús” (Efe. 2: 7).
Ninguna doctrina puede ser enseñada adecuadamente sin hacer referencia a la doctrina bíblica de la iglesia. Ya sea que tal doctrina esté en el reino de la ética —en la que se le debe enseñar a la gente que nuestra consciencia no está plenamente educada a menos que podamos discernir el efecto de nuestra vida sobre la vida de otros—, o ya sea que ella esté inserta en la vida cristiana en general —en la cual debemos enseñarle a la gente que la batalla contra el pecado no es puramente personal—, constantemente debemos ser conscientes de nuestra relación mutua. Necesitamos oír más predicaciones sobre cómo formamos parte del ejército de Dios, y sobre cómo debemos llevar las cargas de los demás y orar los unos por los otros. Nuestra falta de victorias se puede deber a que hemos ido muy lejos en nuestro encierro; necesitamos confesar nuestras “ofensas unos a otros, y [orar] unos por otros, para que [seamos] sanados” (Sant. 5:16). No seremos llenados con el Espíritu de Dios mientras descuidemos reunimos con los santos y orar fervientemente con unanimidad para que Dios pueda usarnos (véase Hech. 1:13, 14). Originemos el “nosotros” del evangelio como un antídoto para el egoísmo que está envenenando la “generación del yo”.
Sobre el autor: William McCall es pastor de la congregación de Blythe- vllle y las iglesias adventistas de Jonesboro y Pocahontas en Arkansas, Estados Unidos.