Reconocer que Dios haya soportado a esta inepta y torpe mujer, sin apartar horrorizado sus manos de mí, es un notable testimonio de su infinita paciencia. ¿Se preocupa usted demasiado por suplir las necesidades ajenas al grado que desatiende las suyas?

Yos siempre me reía para mis adentros cuando oía hablar de aquella esposa de pastor que decía: “A mi esposo le pagan para ser bueno. Pero yo soy buena para nada”.

Mi preparación para ser esposa de pastor comenzó muy temprano en mi vida. Cuando era niña visité una vez con mi familia la casa del pastor. Su esposa nos regaló sendas manzanas a mi hermana y a

mí.

Estábamos sentadas muy cómodas en el inmaculado sofá cuando ocurrió la crisis. Las dos llegamos al corazón de nuestras manzanas al mismo tiempo. Para dos tímidas niñitas inmigrantes como nosotras esto era suficiente para producir una catástrofe mayúscula.

Mi hermana, disimuladamente ocultó el suyo debajo del cojín. Pero yo estaba muy entretenida mirando atentamente la repugnante masa café en que el corazón de mi manzana se había convertido, y no me percaté de su hábil maniobra. Por tanto, deduje que se lo había comido.

Así que, para no pasar vergüenza mordí estoicamente el corazón de la manzana. Cuando lo empujé hacia la garganta, supo tan agradable como un bocado de papel de lija. Nunca me imaginé entonces que algún día yo también llegaría a ser esposa de pastor, y que regalaría manzanas a las niñitas que visitaran mi hogar. Pero no se preocupen, siempre les pongo algo apropiado a su alcance para los desechos.

Al repasar los dieciséis años que hemos dedicado al sagrado ministerio, siempre me asombro de la admiración con que miraba a las esposas de los pastores. Era algo rayano en la reverencia. Siempre las consideraba personas dulces, serenas, sabias y controladas, algo que yo misma creo haber logrado sólo pocas veces.

Si me hubieran preguntado qué esperaba del trabajo ministerial mientras estudiábamos en la universidad, les habría dado las respuestas retóricas, exactas y precisas que había escuchado en las reuniones del club de esposas de estudiantes. O quizá hubiera citado algo de los únicos tres libros sobre el tema que había disponibles en la biblioteca.

Mis expectativas de lo que se requería de una esposa de pastor eran, no sólo ingenuas, sino decididamente peligrosas. Afortunadamente, experiencias posteriores modificaron dramáticamente mi modo de pensar. Aprendí a observar y a escuchar, apoyándome en mi determinación de triunfar y en la mucha oración.

Reconocer que Dios haya soportado a esta inepta y torpe mujer, sin apartar horrorizado sus manos de mí, es un notable testimonio de su infinita paciencia.

Muchas veces merecía que mi Dios me dijera: ‘‘No, no, Bárbara, lo volviste a hacer mal”. Pero lejos de ello, simplemente sonreía ante mis muchos errores. Cuando, finalmente, decidí escuchar primero y actuar después, Dios me mostró que hay formas menos dolorosas de hacer su voluntad.

Durante los primeros años metía la nariz en todo y quería hacerlo todo. Si la organista no se presentaba a tiempo, me lanzaba hacia el órgano para ocupar su lugar. Pero pronto dejó de asistir a nuestra iglesia y supimos que estaba yendo a otra.

Sin embargo, no me daba cuenta que era por mi culpa. Seguí tocando, desempeñando el papel de la persona idónea, haciendo “cristianamente” las cosas, sin advertir que aquella persona necesitaba con urgencia sentirse útil. Después de algunos meses comencé a sospechar y a preguntarme: ¿No será que está sintiéndose desplazada e inútil?

Una observación casual me reveló un día que ella se sentía decididamente soslayada y descubrí que otras personas también estaban asombradas de mi habilidad para cubrir vacantes. Pronto le puse fin al asunto. Repentinamente, ya no estuve más disponible para tocar. Curiosamente, jamás volvimos a tener problemas con la organista.

Así aprendí una valiosa lección de relaciones humanas y la importancia de no herir los sentimientos de las personas. También aprendí a considerar todas las posibilidades, a descubrir talentos ajenos y a motivar a los feligreses para que los pongan al servicio de Dios. En lugar de ser doña “sabelotodo”, me convertí en doña “motivación”. Y con el tiempo he descubierto una gran cantidad de talentos ocultos. La gente sólo esperaba que alguien los descubriera y los estimulara en forma correcta.

Se debe jugar con inteligencia

Mi proceso de aprendizaje continuó. Por ejemplo, necesitaba comprender que no debía participar en un juego en el que otros miembros de la iglesia eran expertos. El juego se llamaba “dónde se encuentra el texto”.

Dicho juego bíblico era especialmente fácil y tentador para mí. Durante mi adolescencia había sido campeona en la memorización de textos bíblicos de mi iglesia, mayormente porque el único dinero que recibíamos de mis padres era a cambio de textos perfectamente aprendidos de memoria. De modo que me sentía particularmente capacitada para este juego —horas y horas—, aunque hubiera otros más calificados que yo.

Con cada respuesta que daba me sentía más importante que nunca, hasta que me di cuenta de lo que estaba ocurriendo. A veces, cuando alguien me hablaba por teléfono y colgaba sin mencionar una sola palabra bondadosa, sentía una punzada en el corazón y me preguntaba qué estaba sucediendo. Pobre de mí, creía que ello era parte de mi descripción de trabajo como esposa de pastor. Pero con el tiempo descubrí que esas personas estaban jugando un antiguo juego bíblico que consiste en “perseguir nimiedades”.

Esa fue mi segunda valiosa lección. Si yo respondía a todas sus preguntas, no les permitía la emocionante experiencia de sentarse a los pies de Jesús y oír su voz revelándoles su Palabra en forma personal. Dios me enseñó a alentarles a estudiar por sí mismos; a descubrir el tesoro escondido a medida que el Espíritu Santo les abriera el entendimiento. Ya no me exponía a que la gente me mirara como doña “sabelotodo”. Ahora sonrió para mis adentros cuando me escucho diciendo: “¿Qué piensa usted?”

¿Por qué hacer más de lo que se debe?

Soy de las personas que les gusta complacer a medio mundo, de modo que la vida comenzó a ser bastante agotadora para mí. Hacer malabarismos para criar a los hijos, cumplir con un trabajo de tiempo completo y ser esposa de pastor, era demasiado para hacerlo todo al mismo tiempo.

Durante los seis años que vivimos lejos de nuestra patria, recibíamos muy a menudo visitantes de ultramar. Yo hospedaba a nuestros amigos y a los visitantes de la división y de la asociación en nuestro hogar. ¡Ni soñar con mandarlos a un hotel! Hacerlo sería opacar la imagen de una perfecta esposa de pastor.

Cuando no teníamos visitas en casa, traíamos a los hermanos a comer el sábado con el propósito de relacionarnos y mostrarles nuestra hospitalidad. Y confieso que a veces me molestaba que muy rara vez nos invitaran en prueba de reciprocidad.

Experimentaba períodos de soledad y depresión. También desarrollé una sensación de ineficacia a medida que trataba de estar en todas partes al mismo tiempo. En el fondo yo sabía que era imposible agradar a todo el mundo, pero aun así me sentía herida cuando veía una reacción negativa. Las cosas continuaron de ese modo hasta que un día cal en cuenta de lo muy cansada y abatida que estaba. Al tratar de ser “todo para todos” me estaba destruyendo rápidamente. Fue entonces cuando comprendí que era tiempo de reevaluar mis prioridades. Aunque demoré un poquito en convencerme de que no podía encargarme de las necesidades de todos, finalmente aprendí a decir: “No”.

Muchos de los “deberla”, que las esposas de los pastores tienen que afrontar, son parte de un brillante plan maestro introducido por ese hábil engañador y maestro de mentiras, Satanás. El muy perverso estaba usando mis talentos y mi ego para sacrificarme a mí, a mi familia y a mis dones en el altar de “las-cosas-que-una-esposa-de- pastor-debería-hacer-para-ser-aceptada”. ¡Fuera con eso! ¡No más, gracias!

Hay que mejorar la comunicación

Finalmente comencé a buscar respuestas que satisficieran mis propias y agudas necesidades y que me ayudaran a brindar apoyo a otros en su lucha por satisfacer las suyas. Había descubierto que respuestas como: “Hermana, presente sus necesidades al Señor”, no eran más que una manera gentil de decir: “No sé qué decirle”, o, “No puedo invertir tiempo en entender lo que hay detrás de su difícil situación”, y que tales respuestas son insuficientes.

A lo largo de nuestro ministerio, mi esposo y yo nos hemos dedicado cada vez con más entusiasmo a desarrollar nuestras habilidades en el arte de la comunicación y las relaciones humanas y a usar mejor esta capacidad para ayudar a las personas a satisfacer sus necesidades genuinas.

Me gustaría decir que nuestra decisión fue el resultado natural del desarrollo progresivo de nuestro ministerio. Pero no ha sido así. Nosotros, como todo mortal, tuvimos que aprender en la universidad de los golpes duros.

Lo primero que hice fue añadir volúmenes y más volúmenes a nuestra ya vasta biblioteca. Autores como Keith Miller, Cecil Osborne, C. S. Lewis, Paul Tournier, James Dobson, Tim LaHaye, Lawrence J. Crabb, Jr., y John Powell, comenzaron a llenar más y más los estantes junto a los muy usados y bienamados tomos de la Biblia y del espíritu de profecía.

Qué mundo se abrió para mí. Devoré libros, cursos y material acerca de la comunicación, consejería, análisis de los temperamentos —cualquier cosa que me ayudara a comprender un poquito mejor la psiquis humana— a fin de atender con más eficacia mis propias necesidades y capacitarme para ayudar a otros. Mi esposo se unía a mí en mis esfuerzos siempre que podía.

Pronto noté una diferencia en mi vida. Los incidentes que producen dolor, que resultan del orgullo, de la agresividad e incluso de la tendencia a discutir acaloradamente, comenzaron a parecerme simplemente un hecho: ¡Egoísmo!

A medida que cavaba más hondo descubría que “la unidad surge de una dedicación mutua, inteligente y sin reservas para ser un instrumento de Dios a fin de tocar profundamente las necesidades personales del cónyuge en una forma poderosa, significativa y única. O, más sencillamente, si el fundamento de la unidad espiritual es la dependencia mutua en el Señor que puede suplir las necesidades personales, entonces el fundamento de la unidad del alma es una dedicación mutua a ministrar el uno las necesidades del otro”.[1] ¡Extraordinario! ¡Maravilloso! No era sorprendente entonces que me sintiera tan débil y agotada.

Había esperado que otros suplieran necesidades que ningún humano podría llevar a cabo; por eso me sentía defraudada.

La Escritura corroboró mi hallazgo. “Echando toda vuestra ansiedad en él, porque él tiene cuidado de vosotros” (1 Ped. 5:7). Yo había tratado de echar mis cargas sobre otras personas en vez de colocarlas sobre Dios y esperado que otros suplieran necesidades que sólo él podía suplir.

Mis conversaciones con Dios se hicieron cada vez más reales. La franqueza, sinceridad y honestidad caracterizaban mis oraciones. Usaba palabras como: “Señor, ahora mismo estoy sufriendo más de lo que creo poder soportar. ¡Tengo ganas de llorar, de huir, de golpear a alguien! No quiero sentirme así, pero así me siento. Tengo una sensación de indignidad, vacío, tristeza e ira. Gracias Señor, porque me amas tal como soy”.[2]

Con dolor, pero con mucha confianza dejé mis necesidades en las manos de Dios a medida que las discernía. La dulzura de la paz y el gozo comenzaron a hacer efecto en mi alma. Los pensamientos negativos pronto se tornaron positivos.

Satanás no estaba nada complacido con mi experiencia, de modo que lanzó duros ataques contra mí. Fueron tan dolorosos que a veces le preguntaba a Dios: “Señor, ¿realmente valdrá la pena confiarte mis necesidades?” Porque mientras más permitía que los demás fueran ellos mismos, menos parecía interesarles mis necesidades.

Con infinita paciencia y gentileza Dios siguió señalándome el cielo. Me recordó que mis necesidades eran satisfechas por él. Y yo sabía que así era. Lo único que necesitaba era aprender a mantener mi vista fija en él y no en mí misma.

Mis momentos de depresión disminuyeron considerablemente, tanto que ahora aparecen y desaparecen casi instantáneamente. Eso es un verdadero milagro, especialmente cuando considero lo gruñona que era.

El hecho de que mis necesidades fueran suplidas por Cristo me liberó en otros aspectos también. Ya no espero tanto de los demás y ellos han aprendido a hacer lo propio conmigo. Dios me ayudó a aceptar a los demás como son y a dejar que fuera él quien los cambiara.

Lejos de cuestionar la dirección divina cuando tengo problemas, le pido a Dios que me muestre aquello que no he logrado ver acerca de mí misma en esas circunstancias. Reitero mi confianza de que él me ha aceptado a pesar de mis sentimientos y le pido que me muestre la forma correcta de relacionarme con ese problema en particular. ¡Y él lo hace siempre!

Para cuando Dios haya terminado conmigo, las otras personas no me parecerán tan malas ni llenas de malos motivos como antes me parecían. Esa es la clase de libertad que se siente cuando ponemos un problema en las manos de Dios.

Para mí, Pablo quería decir precisamente eso cuando dijo que debía morir cada día. Eligió morir cada día al pecado y al yo y confiar cotidianamente sus necesidades al Señor.

Al mirar retrospectivamente comprendo que necesitaba pasar por las experiencias dolorosas y negativas que viví a fin de que Dios me mostrara que él podía guiarme a través de ellas. Me demostró que es capaz de dirigir mi vida. Y admito que fueron recordativos muy importantes durante toda mi trayectoria. Evidencias de mi falibilidad humana y de su infalible poder.

Gracias a los cambios operados en mí ahora muchos se relacionan conmigo con más facilidad. Y lo que es más importante, yo me relaciono mejor con ellos. Finalmente, he aprendido a valorar mis relaciones con mis semejantes y le agradezco a Dios por haberme mostrado que soy tan humana como ellos.

Y a medida que el Señor suple mis necesidades, puedo asegurarles a los demás que él suplirá también las de ellos.

Tal como ahora veo las cosas, mi ego y mi ansiedad por agradar a los demás me hicieron buena para nada al principio de nuestro ministerio. Lo único que obtuve fue el aplauso y la alabanza de ellos. Pero ahora he aprendido a ser buena para nada y para nadie, sino sólo para Dios. Y en esto he encontrado un gozo y un sentido de realización verdaderos.

Sobre la autora: es esposa de pastor y vive en Armidale, Nueva Gales del Sur, Australia. Aparte de ser escritora independiente y estudiante, sirve a la comunidad como consejera familiar.


Referencias:

[1] Laurence J. Crabb, Jr., The Marriage Builder (Grand Rapids, Zondervan Publishing, 1982). pág. 47.

[2] Ibld., pág. 38.