Creo que uno de los temas más importantes que afrontamos actualmente es el papel de la mujer en las tareas de liderazgo. Cuando reflexiono en la clase de liderazgo que como esposas de pastor debiéramos cumplir, viene a mi memoria esta declaración: “La mayor tarea que se puede realizar en nuestro mundo es la de glorificar a Dios viviendo en armonía con el carácter de Cristo”.[1] Según mi opinión, ésta es la misión que debemos cumplir como mujeres en la iglesia.

¿Y cómo podemos vivir en armonía con el carácter de Cristo? En el libro La educación, de Elena de White, se identifican diez características de la forma en que el Maestro encaró su tarea de liderazgo (véanse las páginas 73 a 96). Podemos reflejar mejor su carácter si adoptamos sus métodos, asociándonos con los demás como Él se relacionó con las personas a las que vino a salvar.

  1. Cristo vino con todo el amor acumulado durante la eternidad. Cierta vez pregunté a mi nieta cuánto me quería. Pensó unos minutos y luego, alzando sus brazos, me dijo: “Abuela, mis brazos no son lo suficientemente grandes como para demostrártelo”. Pienso que esta fue una hermosa forma de ilustrar esta verdad, aunque es imposible que podamos comprender el significado de la venida de Cristo a este mundo para dispensarnos todo el amor acumulado durante la eternidad. Si el amor de Cristo está entretejido con todos nuestros esfuerzos por conducir a nuestro prójimo al Señor, entonces nuestra misión como esposas de pastor tendrá éxito, porque el amor es el fundamento de todo crecimiento físico, mental y espiritual.
  2. Cristo tenía un corazón comprensivo. Alguien afirmó: “Quién procura transformar a la humanidad debe comprender a la humanidad”. Sólo Cristo tenía una comprensión completa. Esta comprensión de los demás involucraba la simpatía, sentir dolor por los demás pero, posiblemente, lo más importante era la empatía, la capacidad de sentir con los demás.

Cuando uno de nuestros hijos era muy pequeño, su perrito Spotty, un foxterrier, fue atropellado. Cada vez que pensaba en Spotty, se sentaba en el último peldaño y gruesas lágrimas corrían por sus mejillas. Cierta vez, una vecinita vino a visitarlo y al ver sus lágrimas le preguntó: “¿Qué te pasa?”. Mi hijo le respondió: “Spotty se murió”. La niña lo miró, y le preguntó: “¿Murió?” “Sí, murió”, respondió él. Entonces, ella se sentó junto a él, le puso su brazo sobre el hombro y comenzó a llorar copiosamente. La pequeña tenía un corazón comprensivo. No sólo sentía pena por él, sino que tenía la capacidad de sentir pena con él.

Cristo no sólo vino con su amor que había acumulado durante la eternidad, sino que como había creado al hombre y a la mujer, tenía una profunda comprensión de la humanidad. Si debemos atender las necesidades de la humanidad, necesitamos esa virtud que Salomón reclamó en oración, cuando dijo: “Da, pues, a tu siervo corazón entendido”.

3.   Cristo razonaba de causa a efecto. Muchas veces vemos a la gente actuando de una manera que nos resulta muy extraña, y nos preguntamos: “¿Cómo pueden conducirse de esa manera?”. Nuestro interrogante surge porque no podemos comprender las circunstancias de sus vidas. Pero Cristo razonaba de causa a efecto. Para comprender lo que esto significa, acompáñeme hasta el atrio del templo, donde estaban reunidos Cristo y algunos de sus discípulos. Un grupo se había congregado alrededor del Maestro mientras enseñaba. De pronto, llamó la atención de ellos el sonido de un bullicio que se acercaba y al volverse vieron a un grupo de hombres que entre arrastrando y empujando tratan a una mujer hacia Cristo. Cuando llegaron hasta el Maestro, dijeron: “Esta mujer ha sido sorprendida en el acto mismo de adulterio. Y en la ley nos mandó Moisés apedrear a tales mujeres. Tú, pues, ¿qué dices?”.

A estos hombres no les interesaba ni la mujer ni Cristo. Intentaban atrapar a Cristo. Si él les hubiera dicho: “Está bien, ejecútenla”, ellos tendrían un pretexto para acudir ante las autoridades romanas y decirles: “Jesús asumió una autoridad que sólo les está reservada a ustedes”. Si, en cambio, les hubiera dicho: “No, no lo hagan”, podrían decir al pueblo judío que Él había rechazado la ley de Moisés.

Pero Jesús consideraba el panorama completo. Podía leer la historia de la vida de la mujer, razonando de causa a efecto. Sabía que los mismos individuos que la habían llevado hasta allí, eran los que la habían sumido en su pecado.

Entonces, Jesús actuó como si no hubiera escuchado la pregunta de esos hombres. Se inclinó y comenzó a escribir en el polvo, allí donde la primera brisa borraría todo lo que había escrito. Muchas veces me pregunté qué habría escrito el Señor. Pero, seguramente, usted conoce la historia —a medida que escribía, uno a uno los acusadores se alejaron avergonzados. Cuanto Cristo levantó los ojos, preguntó a la mujer, “¿Ninguno te condenó?” Y, por primera vez, la pobre y asombrada mujer atinó a levantar los ojos y mirar al Señor. La comprensión que leyó en los ojos del Maestro se confirmó con las palabras: “Ni yo te condeno; vete, y no peques más”.

Entonces, Jesús actuó como si no hubiera escuchado la pregunta de esos hombres. Se inclinó y comenzó a escribir en el polvo, allí donde la primera brisa borraría todo lo que había escrito. Muchas veces me pregunté qué habría escrito el Señor. Pero, seguramente, usted conoce la historia —a medida que escribía, uno a uno los acusadores se alejaron avergonzados. Cuanto Cristo levantó los ojos, preguntó a la mujer, “¿Ninguno te condenó?” Y, por primera vez, la pobre y asombrada mujer atinó a levantar los ojos y mirar al Señor. La comprensión que leyó en los ojos del Maestro se confirmó con las palabras: “Ni yo te condeno; vete, y no peques más”.

Cristo comprendía a las personas porque miraba más allá, de los efectos a las causas. Si bien no aprobaba el pecado, estaba dispuesto a perdonar al pecador. Si pudiéramos comprender las vidas de las personas a las que condenamos, también podríamos decir: “Ni yo te condeno”.

4.   Cristo estaba estrechamente asociado a las personas a las que esperaba salvar. La Escritura dice: “Habitó entre nosotros” (Juan 1: 14). El vocablo griego original para “habitar” suscita la idea del Cristo que levantó su tienda en medio de las demás tiendas de los hijos de los hombres. El no les enseñó desde una posición exaltada, sino que se aproximó a los hombres en todas sus actividades. Los que llegaron a ser sus más estrechos colaboradores, comieron, vivieron y viajaron con El.

No podemos asistir o ayudar a las personas que despreciamos o consideramos menos privilegiadas. Si debemos tener alguna influencia como líderes, también debemos recorrer la senda de aquellos a quienes queremos ayudar.

5.   Cristo reprobó el pecado con firmeza. Posiblemente, nunca hubo otra persona que odiara tanto el mal. Denunciaba poderosamente el pecado. Seguramente recordará la vez que dijo a Pedro: “¡Quítate de delante de mí, Satanás!” Y cuando llamó “hipócritas” a los escribas y fariseos. Pero siempre amó a los que reprendió, porque siempre dijo la verdad con amor y nunca hirió a un alma sensible. ¿Podemos decir nosotros lo mismo? “Tienen necesidad de aprender a dar la reprensión que implica amor, el golpe que hiere para curar y la amonestación que transmite esperanza”.[2]

6.   Cristo enseñó a la gente individualmente. El Señor no le habló sólo a las multitudes —y cuando lo hizo, miró directamente a los ojos de los individuos. Cuando algún rostro revelaba duda o falta de comprensión, el Maestro sumistraba ejemplos del principio que estaba enseñando.

7.   A medida que enseñaba, Cristo empleaba ilustraciones que resultaban familiares a sus oyentes. El Señor no empleaba palabras difíciles o vocablos abstractos. “Considerad los lirios”, dijo en el Sermón de la Montaña. Mientras contemplaba los preparativos nupciales, se refirió a los invitados a la boda. Mientras enseñaba en el campo, habló del sembrador.

Si hemos de ser dirigentes y maestras debiéramos utilizar ilustraciones que resulten conocidas a nuestros oyentes. Estas ilustraciones no sólo ayudarán a que nos comuniquemos mejor, sino que al referirnos a incidentes que ocurren en las vidas de las personas que nos oyen, se acordarán fácilmente de la lección impartida.

8.   Cristo veía posibilidades infinitas en cada individuo al que buscaba salvar. A menudo pienso en los que acuden a nosotros, o en las personas con las que nos encontramos. A veces sentimos la tentación de decir: “Tal persona no tiene ninguna esperanza”. Pero, tengamos en cuenta su pasado; pensemos de dónde viene. Cristo miró a cada persona a través del cristal de las posibilidades infinitas que tenía por delante si es que su vida era transformada por el amor divino. Si hemos de ser representantes de Cristo y reflejar su carácter, no debiéramos considerar a ninguna persona como deshauciada o de poco valor. No sabemos lo que Cristo tiene planificado hacer con un material que a nuestros ojos es inservible.

Nunca podré olvidar a un joven que vino al colegio cuando cursaba sexto grado. Carlos, siendo huérfano, había tenido que trabajar para vivir, había deambulado bajo el cuidado de una familia a otra. Pero, cierta vez, un representante del colegio visitó la zona donde vivía Carlos y lo invitó a reiniciar sus estudios. Inspirado en la invitación, a los dieciséis años de edad retomó las clases junto a niños de once y doce años.

Regresar al colegio no era fácil. Carlos salía a colportar durante los veranos, y a menudo volvía al colegio con sus ropas muy gastadas. Siempre le resultaban muy difíciles los estudios, pero, nunca claudicó. Finalmente, dedicó su vida al ministerio médico y a la elevación de la humanidad, y hoy un hospital lleva su nombre.

Estoy segura de que muchos debieron pensar: “Es una pérdida de tiempo hacer que retome los estudios a esta edad”. Pero Cristo veía infinitas posibilidades donde sólo parecía haber un material inservible.

9.   Como Cristo miraba a las personas con confianza, el Maestro inspiraba esperanza. Cuando Cristo pasaba por Gadara junto con los discípulos, salieron dos endemoniados gritando: “¿Qué tienes con nosotros, Jesús, Hijo de Dios? ¿Has venido acá para atormentarnos antes de tiempo?” Pero aún en medio de estas expresiones, Cristo oyó un pedido de ayuda, y los miró con confianza y les inspiró esperanza. Y en los ojos del Maestro esos hombres leyeron una esperanza para ellos.

Cuando miramos a las personas con esperanza, inspiramos confianza, y cuando hay esperanza hay crecimiento. Esta característica del Maestro, de transmitir confianza al individuo, capacita al hombre para ser de gran utilidad en la obra del Señor.

El principio de demostrar fe y confianza es especialmente importante cuando se trabaja en favor de los jóvenes. Aprendí una valiosa lección acerca de confiar en los jóvenes cuando uno de nuestros dos hijos, que estaba trabajando en las imprentas de la Asociación General, aprendió a manejar. Yo tenía cierta aprensión de entregarle las llaves del auto de la familia. Entonces, un día entró en casa haciendo oscilar entre sus dedos un juego de llaves. Cuando le pregunté qué llaves eran las que tenía en su mano, respondió: “Son las llaves del nuevo auto del jefe. ¡Él si me tiene confianza!. Me pidió que entregara unos trabajos en el centro de la ciudad”.

Recién después de algunos años comprendí cuán importante fue para ese joven- cito, que entonces tenía dieciséis años, que el jefe le tuviera confianza. Uno de sus amigos me contó la historia. El día que él y otro de los amigos de nuestro hijo supieron que el jefe le había entregado las llaves del auto nuevo, tuvieron una idea brillante. Tomaron un autobús hasta un comercio donde sabían que él debía entregar ciertos impresos, y cuando salió de la tienda, uno de ellos le dijo: “El jefe no sabe cuánto demoras en hacer las entregas. Vamos contigo en el auto hasta el desarmadero para conseguir un repuesto que necesitamos para nuestro club de autos adaptados”.

El jovencito continuó relatando: “Su hijo miró las llaves por un momento y luego respondió: ‘Sé que el jefe no controla mi tiempo, pero él me tiene confianza y no puedo traicionarlo’ ”,

10.   Finalmente, Cristo vivía lo que enseñaba. Si se puede llegar a decir esto de nosotras, entonces llegaremos a ser efectivas en nuestra labor. Pero sólo podemos vivir la fe que profesamos si Cristo mora en nuestros corazones. No podemos, por nuestros propios talentos o dones, conducir a los pecadores al Salvador.

Cristo vivía para bendecir a otros porque esa era su naturaleza. El amor que llenaba su corazón lo capacitó para alcanzar a los que lo rodeaba. Si nosotras, como esposas de pastores, hemos de representarlo, si hemos de cumplir nuestra misión reflejando su carácter, entonces debemos vivir y trabajar con el Espíritu de Cristo.

Sobre el autor: Ruth M. Murdoch es profesora emérita de Psicología educacional y de Asesoramiento en la Universidad Andrews. Acompañó a su esposo, en sus tareas ministeriales, a lo largo de cuarenta y seis años.


Referencias

[1] Elena de White, Testimonies for the Church, t. 6, pág.439. 2 Los hechos de los apóstoles, pág. 426.

[2] Los hechos de los apóstoles, pág. 426.