Recuerdo cuando en mi graduación de la enseñanza secundaria el orador inicial hizo reír a nuestros padres, porque dijo que ahora que nos habíamos graduado, y teníamos nuestros diplomas, éramos mucho más peligrosos que antes. No sólo conocíamos todo lo que debíamos saber, sino que además contábamos con un pedazo de papel que lo demostraba.
Su comentario me impactó por lo pertinente. Muchos de nuestros padres ni siquiera hablan terminado sus estudios secundarios. Por lo que nos considerábamos como unos pequeños geniecillos de diecisiete años que contábamos con un brillante futuro. Nos enorgullecíamos por no haber cometido los errores de nuestros padres. Pensábamos que nuestros matrimonios no terminarían en divorcio, obtendríamos trabajos con salarios fabulosos, y nuestros nombres llegarían a ser famosos.
Y bien, aquellos fenómenos de la década del cincuenta, con quienes aún estoy en contacto, se están mostrando más sosegados en esta época. En muchos casos sus matrimonios fracasaron y en sus carreras están teniendo dificultades. Y han pasado por la experiencia de desaparecer detrás de la nueva generación que surge. Sus hijos se están enrolando en cursos de cálculo integral, de computación y en clases de materias que contienen una información que era completamente desconocida en los años cincuenta. Los que se gradúan en estas especialidades comienzan ganando salarios superiores a los que ganaban sus padres durante sus vidas de trabajo.
En una sociedad que cambia tan rápidamente, sólo los más arrogantes no perciben que no saben, ni pueden llegar a saber todo lo que creían que podían aprender cuando eran jóvenes y estaban mal informados. Sólo los ignorantes pueden pensar que no lo son. Sólo en el genio del aprendizaje se percibe cuán lejana está la omnisciencia.
Un amigo personal me dijo hace poco tiempo, cuando estaba a punto a lograr un título doctoral: “Cuanto más cerca estoy de alcanzar el título, menos me preocupa”.
No me malinterprete, por favor. Un grado universitario es un logro maravilloso. Pero el que piensa que se sentirá educado sólo cuando se gradúe, no ha sido adecuadamente transformado por su experiencia educativa.
Sin embargo, esta lección no es fácil de aprender. Algunas personas que obtuvieron grados doctorales no experimentaron esta transformación. Sorprendentemente, marcharon a lo largo de su educación sin ser humildes ni dóciles a la enseñanza. Resistían el pensamiento creativo y el cambio simplemente porque éstos significaban una amenaza para sus tradiciones. Catalogaban a los que diferían de ellos como “falsificadores de la verdad”.
En su conocido libro On Being a Christian, Hans Küng afirma que el cambio teológico ocurre del mismo modo que la ciencia ha cambiado a lo largo de los siglos. En ambos casos, los cambios generalmente se producen, no por causa de que una nueva idea llegue a sustituir a una antigua por el claro peso de su poder explicativo, sino que el cambio ocurre cuando finalmente mueren los defensores de los enfoques antiguos.
Hasta Eisntein marchó a la tumba sin aceptar las consecuencias misteriosas e incomprensibles de la teoría del quamtum de Heisenberg, una teoría actualmente más aceptable y considerada como de mayor ayuda que el propio enfoque de Einstein relativo a un universo completamente predecible. A veces, hasta nuestros más notables intelectos encuentran difícil ser abiertos y dóciles a la enseñanza.
En una de mis clases de filosofía se expresó una idea que nunca pude borrar de mi mente: “La marca distintiva de un genuino buscador de la verdad es su disposición a dar más peso a la evidencia que a discutir sus propias opiniones”.
Para la mente brillante y bien entrenada, hay pocas tentaciones más apremiantes que la de adquirir poder al pretender saber lo que otros no saben. Al disponernos a escuchar atentamente a los que discrepan con nosotros, así como pretendemos que se nos respete, y al reconocer que nuestras propias opiniones son incompletas, las palabras dichas en aquella clase definen con propiedad a la persona educada. Esto no significa que mengüe la capacidad de apasionarnos con respecto a lo que creemos. Mas bien pretende que seamos humildes y dóciles a la enseñanza.
¿Debiéramos favorecer al disenso?
El sociólogo David Riesman señala que la clase de alumno que produce la impresión más favorable entre el personal docente de una universidad se caracteriza por ser algo excéntrico. Hasta se lo podría definir como un estudiante “rebelde”. Este es el que consigue una recomendación para recibir una beca o un trabajo. Los que se caracterizan por ser obsecuentes, cuyas respuestas típicas suelen ser: “Sí, señor”, “Estoy de acuerdo con usted”, los que, en otras palabras, siempre dicen que sí, sin desarrollar un juicio crítico, finalmente no aportan ninguna contribución a su trabajo, a su cultura, o a su religión.
Por otra parte, cada cultura educa a sus jóvenes en parte para asegurarse la continuidad de sus valores. Sin embargo, las sociedades democráticas tienen un problema: ninguna puede garantizar que los valores de la sociedad son universalmente apoyados, o que pueden ser fácilmente establecidos.
Entonces, ¿cuál es el objetivo de la educación? ¿Acaso persuadir a los alumnos para que concuerden con las afirmaciones básicas de su cultura? ¿O enseñarles a discrepar? La persona educada, ¿es un individuo rebelde, un conformista, o una síntesis de los dos?
Debemos aprender lo que significa saber y no saber. Los que no aprendieron a verificar o falsificar sus ideas, a expresar el significado de la evidencia que pueda ser considerada favorable o contraria a lo que los otros creen o piensan, son fácil presa del dogmatismo, que sólo en este siglo ha producido movimientos como el fascismo, el comunismo, y muchas otras formas religiosas de fundamentalismo.[1]
Los educadores que desean crear mentes flexibles y abiertas a la novedad, deben ser lo suficientemente valientes como para exponer a sus alumnos a “ideas importantes y a menudo incómodas, que inicialmente pueden ser inaceptables”.[2] A través de este proceso, los alumnos aprenderán que conocer involucra tanto aceptar como no aceptar; es tanto la certeza como el intento. Aprenderán que las ideas con las que luchan son las mismas que desafiaron a Moisés, Platón, Aristóteles, y aun a Jesús. La universalidad y la complejidad de estos interrogantes no siempre dan lugar a respuestas definitivas, sólo a una medida de sabiduría.
El mismo problema que confronta a la educación también confronta a la iglesia. Los miembros pueden concordar básicamente sobre los valores y la teología, pero la tradición judeocristiana nos transmite mucha libertad como para que asumamos que podemos concordar en todo. De hecho, esa clase de armonía serla deseable, pero sólo si pudiéramos conocer con certidumbre que todos nuestros valores e ideas son infaliblemente correctos. Si no podemos afirmarlos, entonces debemos decir que, hasta en la iglesia, la educación no sólo permite asentir, sino también disentir. No se la puede limitar a una u otra actitud.
Idealmente, ambas actitudes debieran unirse en una nueva empresa: la valoración.[3] En el momento que aceptamos el principio de libertad intelectual, nos consagramos a un cuestionamiento intrépido. Y si aceptamos el principio adicional del protestantismo de la sacralidad del individuo, nos consagramos a respetar, en todo lo que podamos, la importancia del juicio personal.[4]
Por lo tanto, la educación debe desempeñar un doble papel. Por un lado, educa para afirmar los valores que sustentan a una sociedad democrática o una iglesia. Por otro lado, educa para disentir. Las dos se unen, en lo que hemos denominado valoración, y favorecen una actitud de apertura a la investigación, la reformulación y la re aplicación.
Los que estaban por la afirmativa rechazaron a Jesús
La educación cristiana debiera valorar este enfoque, porque fue la falta de un espíritu de valoración lo que condujo a la crucifixión de Jesús.
Uno de los propósitos del evangelio de Juan es responder al interrogante de porqué muchos judíos rechazaban a Jesús como el Mesías —cosa que hacían algunos creyentes y algunos incrédulos. Y como lo relata Juan, la aceptación o el rechazo de Jesús no está vinculado con la educación o con la clase social.
En los enfrentamientos de Jesús con los judíos sobre el significado del sábado, es evidente que el liderazgo lo rechazó porque los actos del Señor desafiaban su enfoque de la ortodoxia. El Señor citó la evidencia bíblica para justificar sus enseñanzas, pero sus mentes estaban cerradas. Su pensamiento estaba gobernado por la tradición. Leían la misma Biblia que Jesús, pero la consideraban de una forma diferente. En efecto, estaban diciendo: “Nuestra interpretación tradicional de Moisés no nos permite verte como el Mesías; por lo tanto, tus afirmaciones son falsas”.
Esto siempre es un problema. ¿Vemos en la Biblia sólo lo que nuestro enfoque nos permite ver, o podemos leerla de un modo vital y vivificante que nos permita, si fuera necesario, hacer pedazos nuestras formulaciones actuales?
Juan implica que estos oyentes de Jesús no querían entenderlo porque sabían que las afirmaciones de Jesús eran una amenaza para sus opiniones. Si creían o no en El no era algo tan sencillo como si lo entendían o no, porque los discípulos tampoco lo entendían. Y no lo entendieron hasta el mismo fin de su vida en la tierra. Pero los discípulos querían desesperadamente comprenderlo —cualesquiera fuesen las consecuencias de sus creencias—, y en este aspecto estaba toda la diferencia. En el evangelio de Juan las personas no son juzgadas por no comprender, sino por no querer comprender.
En el capítulo doce de su evangelio, Juan plantea este aspecto. Que algunos no creyeran no era un error de Jesús. El les ofreció evidencias en abundancia, superiores a las que pudiera necesitar cualquier individuo de mente abierta. Ellos estaban decididos a no aceptar la evidencia. La prueba de su tozudez se encontraba en que no descansaron hasta que Jesús estuvo muerto.
Todos los que desafían enfoques aceptados pagan un precio; y es poca la diferencia que produce el disidente en la cultura. Sus nombres son legión: Isaías, Sócrates, Juan el bautista, Juan Huss, Mahatma Gandhi y Martín Luther King Jr. Todos respetaron sus tradiciones, pero no las miraron como sacrosantas. “Aceptamos lo que pudimos”, dijeron, “y disentimos en lo que debimos”. Ese es el espíritu de la valoración, y se enciende con la convicción de que la verdad misma es infinitamente más importante que las ideas que tenemos de ella.
La psicología moderna denomina a esta actitud como “cerrada”, un fenómeno por el que las personas encuentran que un cambio de pensamiento es tan amenazador que se encierran en sus enfoques y sentimientos por falsos o ridículos que fueren.
Uno de los ensayos formativos de mis pensamientos fue el de Jacob Bronowski: “The Principie of Tolerance” (publicado en su The Ascent of Man). En esta obra escribió que el siglo veinte nos ha conducido a una encrucijada epistemológica. Ahora comprendemos que no podemos lograr precisión en nuestra comprensión de la materia, que cuanto mucho sólo podemos comprenderla dentro de ciertos límites tolerables. A causa de que los componentes de la materia son tan pequeños que no podemos observarlos directamente a través del microscopio, por lo que no podemos fijar con exactitud y al mismo tiempo su velocidad para medirla, nuestras teorías no pueden ser verificadas o falsificadas cada vez por la observación directa. Por lo tanto, debiéramos estar contentos de comprender que son como cuadros borrosos. Distinguimos los rasgos, pero éstos no son nítidos.
Lo mismo es cierto en religión y en las otras disciplinas de las artes liberales. La verdad y la realidad rara vez son claras. Como máximo, nuestra comprensión sólo puede aproximarse a ellas. Siempre parecen ser más ricas y más complejas que las ideas que tenemos de ellas. Esta es la razón por la que la simple reflexión sobre la verdad o la realidad no es suficiente. También debiéramos sentir, intuir, dar saltos de imaginación que corran el riesgo de ver las cosas de un modo esencialmente diferente.
Es la falta de valor para hacer esto —o de permitir que otros lo hagan— lo que condujo a las multitudes a condenar a algunos de los más grandes hombres de la historia, y estas fueron personas que comprendieron que cada respuesta a un interrogante era una puerta abierta a decenas de nuevos interrogantes por los que nunca se interrogaron. Una mente cerrada aprisiona tanto el intelecto como el espíritu, y la apertura y la humildad siempre caracterizarán a la persona bien educada, especialmente si se identifica a sí misma como cristiana.
Sobre el autor: James Londis, es el director del Washington Instituto of Contemporary Issues, Washington, D. C., Estados Unidos.
Referencias
[1] Una de las formas fundamentales en que la educación previene a un alumno de llegar a ser un “adulto que solo dice que sí” es exponiéndolo a las humanidades. Como lo escribió William Bennet, ellos “nos dicen cómo es que los hombres y las mujeres de nuestra propia civilización, y de otras abordaron los interrogantes perdurables y fundamentales de la vida: ¿Qué es justicia? ¿Qué debiera ser amado? ¿Qué vale la pena defender? ¿Qué es valioso? ¿Qué es nobleza? ¿Qué es básico? ¿Por qué florecen las civilizaciones? ¿Por qué declinan?”, “To Reclaim a Legacy: Text of Report on Humanltles in Hlgher Education”, The Chronicle of Higher Education, 28 de noviembre de 1984, pág. 17.
[2] Ibld. pág. 21.
[3] John Valn, “The Dilemma of Youth”, Adventures of the Mlnd, eds., Richard Thruelsen y John Kober (Filadelfia, Curtís Publishing Co., 1961), pág. 638.
[4] Ibíd.