Podemos predicar hasta que los miembros se vayan de la iglesia y quedar en peores condiciones que cuando vinieron —incluso enojados. El predicador excelente es exigente en su preparación, y le pone cuchillo a la garganta del sermón, eliminando toda idea superflua.

¿Han escuchado la historia antes, verdad? El predicador aparece delante de su congregación con el rostro vendado. “Disculpen mi apariencia”, dice. “Pensaba en el sermón mientras me afeitaba y me corté la cara”. Tras escuchar el sermón un oyente le aconseja: “Para la próxima vez, ¿por qué no piensa en su rostro y corta el sermón?”

Y aquí está la advertencia: “No se preocupe mucho sí las personas miran sus relojes mientras usted predica. Pero si se mueven, ¡cuídese!”

Desafortunadamente, para muchas de nuestras congregaciones la necesidad de abreviar nuestros sermones no es un asunto de broma.

Los sermones extensos irritan

Es virtualmente imposible terminar un sermón largo con una conclusión y un llamado efectivos. Para cuando el predicador alcance el clímax de un sermón tal —cuando es tiempo de “cerrar el pedido”, o lograr la decisión—, las personas habrán dejado de oír.

Cualquier porción del sermón demasiado larga disminuye la eficacia de la parte anterior. Hay una curva en el proceso de escuchar. El interés aumenta hasta que el sermón llega al tope de esa curva. Entonces empieza a decaer. Podemos predicar hasta que los miembros se vayan de la iglesia y quedar en peores condiciones que cuando vinieron —incluso enojados.

¿Cuán largo es muy largo?

A fin de medir la extensión de su sermón:

1. Prepárese sin contemplaciones. El problema no es tanto de los predicadores verbosos que ignoran que han llevado demasiado material al pulpito. Al poco tiempo reconocemos que cierta cantidad del material encajará en un tiempo específico del tema.

El problema es que nos engañamos cuando nos preparamos. “Esto es muy importante para dejarlo afuera. Además, no tomará tanto tiempo”. De esa manera, añadimos detalles que no deberíamos incluir. Suprimir es difícil, especialmente cuando son nuestras propias ideas. Es un dilema decidir cuál es la mejor idea. El predicador excelente es exigente en su preparación, y le pone cuchillo a la garganta del sermón, eliminando toda idea superflua.

2. Predique con énfasis. En las oficinas de la Asociación General iniciamos el día de labores con un devocional matutino. Cuando presidí la comisión de cultos matutinos recibí quejas de que muchos oradores ocupaban demasiado tiempo. Todos parecían estar de acuerdo en que los temas debían ser acortados. Sin embargo, algunos de los que se quejaban también se extendieron demasiado. Alguien presentó un análisis sencillo pero profundo: “Todos creen que son la excepción”.

Los sermones largos generalmente evidencian un problema inconsciente de ego. Es duro admitirlo, pero siempre presumimos que si se nos escucha, somos más importantes que cualquier otra persona.

Empatía quiere decir “sentir con”. Un orador empático se da cuenta que, si bien el sermón es de momento para el predicador la cosa más importante del mundo, debería sentir en forma diferente si otra persona estuviese predicando —y el antiguo pastor estuviera en la congregación tratando de tranquilizar a un bebé que tiene el pañal mojado o se preocupa porque un esposo no cristiano espera impaciente en el carro.

3. Concluya con precisión. Como decía el viejo sabio: “Cuando hayas terminado de bombear, suelta la manija”. A veces nuestros sermones se extienden porque no nos hemos puesto a pensar en cuándo deberíamos terminar. Una conclusión bien preparada, precisa, lo protege a usted y a su congregación de la frustración que resulta de un sermón Magallaniano —uno que da la vuelta al mundo mientras los adoradores oran por ver tierra.

La última regla para la extensión de un sermón debe ser: Deténgase cuando sus oyentes deseen oír más, y no cuando ya no quieren oír. Deje de predicar antes de que su audiencia deje de oír.