Una comparación de las ideas de Martín Lutero con las de Elena G. de White acerca del tema.

Una de las ideas centrales de la teología de Martín Lutero se expresa en la frase “Simul Justus et Peccator”: “Justo y Pecador al mismo tiempo”. Cuando demás reformadores aceptaron este llegó a ser la nota tónica de la Reforma del siglo XVI. Hoy se lo considera parte indispensable de la definición de lo que constituye una iglesia protestante.

Existe una evidencia de la importancia del término “simul” en el esfuerzo desplegado por la contrarreforma católica para combatirlo. El Concilio de Trento pronunció enérgicos anatemas contra este concepto. Y lo propio han hecho numerosos escritores católicos en los siglos subsiguientes. En la segunda mitad del siglo XX, el Concilio Vaticano II aprobó una serie de cambios con el propósito, se argüía, de renovar la iglesia, pero ninguno de ellos ha contemplado la más mínima modificación de la oposición católica al principio de simul justus et peccator.

Este breve estudio se propone, en primer lugar, describir el significado de la frase acuñada por Lutero, además, considerar la posición de la Iglesia Adventista al respecto, tomando como base los escritos de Elena G. de White.

1) ¿Qué quiso decir Lutero con “simul justus et peccator”?

En primer lugar, Lutero no quería decir con esto que el cristiano tiene en su naturaleza una parte de justo y otra de pecador. No insinúa que podemos ser justos y pecadores a la vez en ninguna proporción, mientras la justicia impartida desplaza al pecado en nosotros. De hecho, esta expresión no se refiere, en absoluto, a la santificación.

Lutero mismo reveló muchas veces su concepto de “simul” en sus escritos. He aquí un ejemplo:

“Aunque, según la ley, soy pecador y estoy bajo la condenación de la ley, sin embargo, no me desespero ni muero, porque Cristo vive, quien es, tanto mi justicia como mi vida eterna. Y en dicha justicia y en dicha vida no tengo ya ni pecado ni temor, ni aguijón de conciencia, ni cuidado de la muerte.

 “Ciertamente, como hijo de Adán, soy un pecador en lo que se refiere a esta vida y a la justicia de la misma… pero tengo otra justicia y una vida que está muy por encima de ésta, la cual es Cristo, el Hijo de Dios, quien no conoce ni pecado ni muerte, sino que es justicia y vida eterna”.[1]

“Según la ley —dice Lutero— soy pecador y estoy bajo la condenación de la ley”. De esta manera el reformador quería afirmar que, para el cristiano, su condición de ser por naturaleza un pecador, nunca es pretérita. Mientras vivamos tendremos que seguir diciendo: “Soy pecador”.

Lutero y los demás reformadores no dudaban de la posibilidad e importancia de la santificación. Consideraban, sin embargo, que la naturaleza pecaminosa, esa tendencia o afinidad natural con el mal que heredamos de Adán, perdura toda la vida. Y la naturaleza caída, no sólo nos impele a cometer pecados, sino que también afecta —contamina— las buenas obras que son los frutos de la santificación en nosotros.

Un teólogo luterano lo explica así:

El cristiano es totalmente justo en Cristo, en el sentido de que la justicia de Cristo

le es imputada… y es totalmente pecaminoso en sí mismo, por cuanto el pecado original permanece en él, aún cuando reina, afecta cada parte de su ser y contamina todo lo que él hace.[2]

Qué quiere decir con “contaminar” Desde la caída del hombre el egoísmo está muy arraigado en nosotros. Por causa de él resulta imposible realizar buenas obras por motivos totalmente puros. Siempre hay una tendencia casi inconsciente a medir las decisiones morales en función de posibles beneficios personales. Esta impureza de motivos constituiría un ejemplo de cómo la naturaleza caída puede contaminar las buenas obras. Otro sería el hecho de que, cuando hemos realizado buenas acciones, surgen el orgullo y la tendencia a compararnos con los demás.

La teología católica insiste, por el contrario, en que el creyente recibe una infusión de gracia divina, la cual produce en él una transformación de su naturaleza pecaminosa, que le devuelve en esta vida su naturaleza edénica.[3] Por ello, el catolicismo enseña que el hombre, “en estado de gracia”, puede hacer obras realmente meritorias y obtener con ellas el favor de Dios.[4]

Simul justus et peccator significa, precisamente, todo lo contrario. Significa que el hombre, en virtud de su naturaleza caída, no tiene ni puede tener jamás, otro mérito que el de la perfecta justicia de Cristo que le es imputada por fe.

2)  ¿Expone Elena G. de White, en alguna medida, la idea de simul justus et peccator?

Elena G. de White, lo mismo que Lutero, insiste en que “la justicia imputada de Cristo es nuestra única esperanza de vida eterna”.

La gran obra que ha de efectuarse para el pecador que está manchado y contaminado por el mal es la obra de la justificación. Este es declarado justo mediante aquel que habla la verdad. El Señor imputa al creyente la justicia de Cristo y lo declara justo delante del universo. Transfiere sus derechos a Jesús, el representante del pecador, su sustituto y garantía. Coloca sobre Cristo la iniquidad de toda alma que cree… Aunque como pecadores estamos bajo la condenación de la ley, sin embargo Cristo, mediante la obediencia que prestó a la ley, demanda para el alma arrepentida los méritos de su propia justicia.[5]

La idea de simul está implícita en este párrafo: “Aunque como pecadores estamos bajo la condenación de la ley…”. Estas palabras son casi idénticas a las palabras empleadas por Lutero.

No obstante, debemos preguntarnos si tanto para la hermana White, como para Martín Lutero significaban lo mismo, pues ya vimos que para el reformador, el tiempo presente de “estamos” permanece durante toda la vida. ¿Es lo mismo que tenía en mente Elena G. de White? ¿O acaso se refería al hecho de que somos pecadores en el momento cuando acudimos a Cristo? ¿Consideraba ella que el cristiano maduro también se encuentra bajo la condenación de la ley?

La idea de que el cristiano maduro continúa aún necesitando de la gracia divina para su justificación fue un punto central de la controversia que se suscitó en el año 1888. E. J. Waggoner, tomando como base las palabras de Isaías 64:6 afirmó que no sólo nuestros pecados, sino también “nuestras justicias”, son trapos de inmundicia; por tanto, también el cristiano maduro se encuentra “bajo condenación de la ley”. Esta fue una idea clave en la presentación del tema de la justificación por la fe en 1888.[6]

Cuando los rumores acerca de esta enseñanza comenzaron a llegar a las oficinas de la Review and Herald, después del famoso congreso de Minneapolis, Urías Smith se alarmó. Expresó, clara y enfáticamente, su punto de vista en un editorial que se publicó en la revista del 10 de julio de 1889. Las buenas obras, realizadas con el poder del Espíritu Santo, no son trapos de inmundicia, afirmó categóricamente. Por la gracia de Cristo la naturaleza pecaminosa es removida en esta vida -añadió- de modo que el ser humano puede rendir una obediencia que satisface plenamente los requerimientos de la justicia divina.[7]

Pocos días después, en un congreso campestre celebrado en el Estado de Nueva York, la hermana White se refirió a aquel editorial en un sermón, diciendo de la manera más directa posible, que el pastor Smith no había entendido correctamente el asunto.[8]

En otra ocasión adoptó una posición claramente protestante acerca de este tema, una posición que discrepaba, por cierto, con la enseñanza de la mayoría de los dirigentes adventistas de ese tiempo:

Los servicios religiosos, las oraciones, la alabanza, la confesión arrepentida del pecado, ascienden desde los verdaderos creyentes como incienso ante el santuario celestial; pero al pasar por los canales corruptos de la humanidad, se contaminan de tal manera que, a menos que sean purificados por sangre, nunca pueden ser de valor ante Dios. No ascienden en pureza inmaculada, y a menos que el Intercesor, que está a la diestra de Dios, presente y purifique todo por su justicia, no son aceptables ante Dios…

Ojalá comprendieran todos que toda obediencia, todo arrepentimiento, toda alabanza y todo agradecimiento deben ser colocados sobre el fuego ardiente de la justicia de Cristo. La fragancia de esta justicia asciende, como una nube en torno del propiciatorio.[9]

3). ¿Qué debemos entender de esta comparación de las ideas de Martín Lutero y de la hermana White?

En la cita precedente encontramos una expresión clara de simul justus et peccator. Hay, incluso, similitud en la terminología que nos recuerda la declaración del teólogo luterano, quien escribió: “El pecado original que permanece en el hombre, aún cuando no reina, afecta cada parte de su ser y contamina todo lo que hace”.

Pero encontramos, entonces, que la interpretación de Elena de White acerca de este asunto no es, precisamente, idéntica a la de Martín Lutero. Este decía que el pecador es aceptado gracias a la justificación y a pesar de sus caminos contaminados por el pecado. Elena de White aceptó, parcialmente, la verdad de este concepto. Pero hay en su declaración un equilibrio inspirado: ella vio en el asunto una dimensión más trascendente, una dimensión que aparentemente, Lutero no alcanzó a percibir.

Para el reformador, la justificación destruye el valor de las buenas obras. La hermana White, por su parte, revela que es precisamente la justificación la que puede dotar de valor y significado a nuestras buenas obras. Por el mérito imputado de Cristo —dice la sierva del Señor— tales obras se tornan aceptables para Dios. Cristo “sostiene delante del Padre el incensario de sus propios méritos, en los cuales no hay mancha de corrupción terrenal. Recoge en ese incensario las oraciones, la alabanza y las confesiones de su pueblo, y les añade su propia justicia inmaculada. Luego, ascienden delante de Dios plena y enteramente aceptables”.

Obsérvese de qué manera la misma idea se expresa en esta extraordinaria cita:

Nuestra aceptación delante de Dios es segura sólo mediante su amado Hijo, y las buenas obras no son sino el resultado de la obra de su amor que perdona los pecados. Ellas no nos acreditan, y nada se nos concede por nuestras buenas obras por lo cual podamos pretender una parte en la salvación de nuestra alma. La salvación es un don gratuito de Dios para el creyente, que sólo se le da por causa de Cristo. El alma turbada puede hallar paz por la fe en Cristo, y su paz estará en proporción con su fe y confianza. El creyente no puede presentar sus obras como un argumento para la salvación de su alma.

Pero “¿no tienen verdadero valor las buenas obras? El pecador que diariamente comete pecados impunemente, ¿es considerado por Dios con el mismo favor como aquel que por la fe en Cristo trata de obrar con integridad? Las Escrituras contestan: “somos hechura suya, creados en Cristo Jesús para buenas obras, las cuales Dios preparó de antemano para que anduviésemos en ellas”. El Señor en su providencia divina y mediante su favor inmerecido, ha ordenado que las buenas obras sean recompensadas. Somos aceptados únicamente mediante los méritos de Cristo; y los hechos de misericordia, las obras de caridad que hacemos, son los frutos de la fe y se convierten en una bendición para nosotros, pues los hombres serán recompensados de acuerdo con sus obras. La fragancia de los méritos de Cristo es lo que hace que nuestras buenas obras sean aceptables delante de Dios, y la gracia es la que nos capacita para hacer las obras por las cuales él nos recompensa. Nuestras obras en sí mismas y por sí mismas no tienen méritos. Cuando hayamos hecho todo lo que podamos hacer, debemos considerarnos como siervos inútiles. No merecemos el agradecimiento de Dios.[10]

Conclusión

El catolicismo enseña que el hombre, en estado de gracia, se granjea méritos al hacer buenas obras, en tanto que el protestantismo enseña que la naturaleza corrupta del hombre, la cual no desaparecerá sino hasta la segunda venida de Cristo, contamina nuestras buenas obras y las hace inútiles para granjearnos cualquier clase de méritos.

En este respecto, la hermana White está de acuerdo con la posición protestante. Sin embargo, ella añade que, aun cuando las buenas obras son una moneda totalmente sin valor en manos del creyente, serán premiadas,[11]porque Cristo les atribuye méritos en su propia justicia divina.

Muchos cristianos se quedan perplejos al encontrar una aparente contradicción en la Biblia, pues se nos asegura que recibimos la salvación por fe, sin obras de la ley; pero al mismo tiempo se nos dice que los redimidos serán recompensados “según sus obras”.[12]A la luz de las ideas presentadas por la hermana White, el enigma queda resuelto: la salvación es en verdad por gracia, y la recompensa que recibirán nuestras buenas obras no es sino gracia sobre gracia. Es una evidencia más del insondable amor de Dios manifestado en favor de aquellos que nunca podremos merecerlo.

Los adventistas del séptimo día, en armonía con la iluminación divina concedida a Elena G. de White sobre este asunto, adoptamos una posición que nos identifica con la Biblia y la luz que Dios envió al mundo mediante la Reforma del siglo XVI.


Referencias

[1] Martín Lutero, Un comentario sobre la Epístola de San Pablo a los Gálatas, pág. 27. Robert Cárter,

Nueva York, 1848.

[2] P. S. Watson, “Luther and Sanctification”, Concordia Theological Monthly, tomo 30, págs. 225.1965.

[3] Ver, por ejemplo, José Ma. G. Gómez Heraz, Teología Protestante, pág. 48. Biblioteca de Autores Cristianos, Madrid, 1972.

[4] Autor anónimo. ¿Por qué somos católicos y no protestantes? Ediciones Paulinas, págs. 170-176,

Madrid.

[5] Elena G. de White, Mensajes selectos, tomo 1, págs. 459-460. Pacific Press Publishing Association, Mountain View, Ca. 1966.

[6] . E. J. Waggoner, Christ and His Righteousness, págs. 54-55, Pacific Press Publishing Co., Oakland, Ca. 1890, 1972.

[7] Urias Smith, Our Righteousness: Review and Herald, 10 de Julio de 1889. La misma posición sostenía el pastor Jorge I. Butler quien opinó que, siendo fortalecidos por el Señor, es posible “lograr algo en el campo de las buenas obras que pueda alcanzar el favor de Dios” (The Law in the book of Galatians: Is it the Moral Law? (Battle Creek, Mich.: Review and Herald Publishing House, 1886), pág. 74.

[8] White, manuscrito 5, 1889, citado por Norval F. Pease en Solamente por Fe, pág. 30, Mountain View, Ca. Pacific Press Publishing Association, 1968.

[9] Elena G. de White, Mensajes selectos, Id., pág. 404.

[10] . Elena G. de White, Comentario bíblico adventista, tomo 5, pág. 1096. Pacific Press Publishing Association.

[11] Véase también Hebreos 6:10.

[12] Mat. 16:27; Rom. 2:6; Apoc. 22:12 y muchos otros textos afirman lo mismo.