El tiempo por sí solo resuelve muy pocos problemas. El tiempo por sí solo no puede establecer vínculos duraderos ni realizar la obra de Dios. Sólo el Espíritu en el tiempo puede convencer, reformar el pensamiento de la gente, suavizar el trato de unos con otros, guiar a la gente hacia él mismo para realizar su obra en armonía.
Cuatro años es un período demasiado largo para que un pastor y su familia se adapten a su nueva iglesia? No necesariamente si consideramos que el ministerio realizado y los amigos ganados son para la eternidad.
Una semana. Mi abultada bolsa de pañales choca con fuerza contra la barra de las primeras puertas dobles. Acomodo a mi bebé sobre mi cadera, logro asir mi bolsa que insiste en resbalarse, y me lanzo a la maniobra de hacer pasar a mi familia por la segunda puerta. La bolsa da un violento giro inesperado y como una pelota arrojada por un lanzador zurdo se estrella contra la espalda de mi hijito de tres años, lanzándolo hacia adentro del vestíbulo de la silenciosa iglesia con un desgarrador grito del inocente muchacho.
Fue la entrada espectacular de la familia del nuevo pastor. Lo supe inmediatamente que mis ojos se adaptaron a la penumbra del vestíbulo. El encargado de la recepción nos miró fríamente. Un puñado de murmurantes damas fijaron su atención sobre nosotros con ávida curiosidad mientras avanzábamos hacia el interior.
Me incliné para empujar a mi gimoteante cachorro un poco más rápido a fin de dejar atrás lo más pronto posible a mi curiosa audiencia. A decir verdad, me hubiera gustado más bien bajar mi velocidad, interrumpir sus cuchicheos y decirles: “Parece que no comprenden. Sé que saben quien soy. Soy todo, menos un espectáculo. Soy una madre que trata de llevar a sus hijitos a la Escuela Sabática. Soy alguien que no tiene a su madre cerca para ayudarla. Soy como cualquier otra persona. Necesito su bondad más que sus miradas”.
Un mes. ¿Así que por qué censurarlos cuando procuran ser bondadosos? Uno de los respetables ancianos y su esposa nos trajeron hoy un frasco de mermelada de durazno fresquecita. En realidad deseábamos encontrar a alguien con quien compartir las cargas de esta difícil iglesia. Yo pensé que ellos debían compartir la carga con nosotros. Pero nuestros amables visitantes simplemente hablaron de botes, de bancos y de viejos amigos de la universidad. Nos aseguraron que contáramos con ellos para lo que se nos ofreciera. Pero yo no estaba segura para qué, ¿para un paseíto en bote, o para darnos un donativo?
Seis meses. Estamos empezando a entender lo que los miembros de la iglesia piensan de sí mismos. Sus conversaciones siempre comienzan o terminan más o menos así: “No se desanimen”. “Somos un grupo un tanto difícil”. “Esperamos que tengan éxito aquí”. A veces se disculpan por su conducta, pero al parecer, son incapaces de hacer algo al respecto. No creo que tengan una buena imagen de ellos mismos y me pregunto si la religión podrá ayudarlos psicológicamente. Tenemos mucho que aprender todavía y muchos detalles de la iglesia que requieren atención.
Un año. La “luna de miel” ha terminado. Volvemos de vacaciones sólo para hacerle frente a 17 quejas contra nuestro ministerio y la posibilidad de que la iglesia pida nuestro cambio. El anciano del frasco de mermelada no está contento con nosotros. Los demás emplean palabras como manipulador, político, hambriento de poder, insensible, inmaduro y solapado, para referirse a su nuevo pastor. ¿Por qué son tan insensibles? ¿Por qué son tan desconfiados? ¿Acaso tratan de proyectar sobre nosotros los sentimientos negativos que tienen de ellos mismos?
Un año y medio. Al fin podemos vivir en una casa en forma permanente. Un hogar milagroso, por la gracia de Dios. Pero nadie entiende. Dicen: “¿Cómo puede ser tan rico el pastor?” Yo digo: “¿Cómo puede Dios ser tan bueno con nosotros?” Quiero creer que todavía no saben que el bello lugar que Dios nos ha dado no es para decorar interiores ni para vivir lujosamente. Es para comidas informales, reuniones de juntas y cantidad de otras reuniones de bulliciosas familias. Es para pasar momentos de quietud y privacidad.
Dos años. La presión aumenta. Estamos cansados y tensos. Pero estas personas necesitan de alguien que esté junto a ellos para apaciguar sus tormentosos sentimientos. Necesitan a alguien que esté verdaderamente consagrado a esta obra de modo que no le importe ser incomprendido, y aún así ser capaz de amarlos. Necesitan de alguien que sea lo suficientemente paciente como para aceptar ser malinterpretado, y todavía ser solícito. Yo ya estoy cansada de ser ese alguien. Anhelo con todas mis fuerzas que nos sintamos como que servimos a los amigos, y juntos, ellos y nosotros, que servimos a Dios. Pero quizá nuestro ministerio aquí no nos permita disfrutar de esos lujos.
Tres años. Es bueno sentirse apreciado. Y todavía mejor, ser amado. Los lazos más fuertes surgen de las duras experiencias en que se prueba severamente el amor. Es posible que eso nos haya ocurrido a nosotros y a nuestra iglesia. La confianza se está estableciendo lentamente, la comprensión comienza a tomar forma, el amor comienza a brillar. Una que otra vez percibimos algo de respeto. Para mi sorpresa, a veces incluso, me siento gozosa de que Dios nos haya traído a esta familia que es la iglesia.
Cuatro años. Ahora nuestros corazones, los de ellos y los nuestros, están ligados estrechamente. Cuando el amor toma el control hay gozo y sentido de realización.
Dios lo hizo todo. Sólo tomó tiempo: tiempo para conocerse, para comprender, para trabajar juntos, y crecer.
Tiempo para conocerse
Independientemente de la edad del pastor o su condición familiar, lo único que sabe la congregación en ese día crucial es, por lo general, el apellido de su nuevo dirigente y algunas caras que lo rodean. Es una información muy limitada para comenzar una relación; por lo mismo, el comienzo es más bien lento. Y lo que es más, dada la premura con que procuran relacionarse con su nuevo líder, la mayoría de los miembros proceden tomando marcos de referencia estereotipados, basados en expectativas y recuerdos: expectativas altamente exageradas a veces, de lo que debería ser un pastor; y recuerdos, gratos o ingratos, de experiencias con pastores anteriores. Por lo tanto, las heridas personales, las actitudes negativas acerca de la vida de la iglesia, el escepticismo acerca del liderazgo, y una visión pesimista de las relaciones futuras, saturan la atmósfera en la cual un pastor tiene que comenzar muchas veces su ministerio.
Aunque no lo comprendía entonces, nuestros miembros necesitaban mi permiso para elaborar conjeturas equivocadas acerca de nosotros, para sacar conclusiones erróneas, e incluso para malinterpretar nuestros más honorables motivos. Ellos querían que tuviera fe en que, dada nuestra dedicación a esta nueva iglesia y nuestra aceptación de la forma como Dios escogiera usarnos, algún día sus suposiciones se desvanecerían con la amistad.
Y por supuesto, necesitaban tiempo; y nosotros lo necesitábamos también. Sólo el tiempo nos capacitaría para crecer juntos, para comprendernos unos a otros, olvidar el pasado y disfrutar de nuestra unidad en Dios.
Dar tiempo a los miembros para que conozcan a la familia del pastor es permitirles honestamente que nos vean exactamente como somos. La ropa y las funciones del sábado son expresiones de una elevada profesión, un amante ministerio. Así lo hacemos al planear un juego de béisbol, compartir emparedados fríos, sudar reparando un automóvil descompuesto, estornudar con el polvo mientras trabajamos en algo en la iglesia y vivir junto a aquellos a quienes hemos elegido guiar hacia la eternidad.
Tiempo para comprender
Si a la iglesia le toma tiempo llegar a conocer a la nueva familia pastoral, más tiempo le toma a la familia del pastor llegar a conocer a una iglesia que de pronto se ha convertido en parte muy importante de sus vidas.
Para nosotros llegar a conocerlos significaba estudiar viejos directorios impresos y listas de direcciones, repasar los nombres de los dirigentes de la iglesia, leer mapas de los pueblos donde vivían nuestros miembros y a veces estudiar cuidadosamente esos registros. Si a veces nos sentimos curiosos, también sentimos la reserva que vimos en nuestra nueva familia de la iglesia. Nunca nos habíamos imaginado a nosotros mismos desenvolviéndonos en un ministerio anónimo, y la perspectiva de pasar muchos años conviviendo con gente extraña nos movía a indagar más allá de la información básica.
Necesitábamos comprender a esta familia en particular más de lo que habíamos comprendido a cualquier otra a quien hubiéramos servido antes. Pero pronto nos dimos cuenta de que comprender significa investigar más allá de las simples listas de la feligresía, ocupaciones, y parentescos. Significaba buscar información que es muy raro encontrar en las minutas de las juntas y casi nunca en las historias de la iglesia. Significaba observar a la gente. Significaba escuchar.
Todo esto demandaba reflexión: En la práctica, ¿cómo se relacionaban los miembros unos con otros? ¿En qué niveles mantenían la unidad más frecuentemente? ¿Quiénes fomentaban los círculos sociales en la iglesia: los intelectuales, o la gente de trabajo? ¿Cómo manejaban sus diferencias educacionales y sociales? ¿Cómo se relacionaban con los extraños y con los nuevos miembros? ¿Cómo se conducían en las juntas? ¿Qué temas creaban las mayores discusiones? ¿Cómo llegaban a tomar sus decisiones? ¿Cómo reaccionaban ante los conflictos? ¿Qué tipo de intercambio espiritual existía entre los miembros? ¿Cuán sensibles eran a nuestro liderazgo espiritual?
Oír y observar parecieran ser elementos de un ministerio pasivo, pero son los que nos sirven para aceptar a la gente como es y ministrarles inteligentemente. Tal comprensión edifica el fundamento para un ministerio que considera las necesidades subyacentes de la iglesia y pone en la perspectiva correcta los desafíos que podrían surgir en el camino que habrá que recorrer para suplir esas necesidades.
Todo esto toma tiempo. Una junta de iglesia, una conversación esporádica con el primer anciano, o una visita a la ancianita doña Juanita no revela el pulso de una iglesia. La historia total es el conjunto de todas las historias individuales. La forma real del trato entre ellos está compuesta de todas las relaciones. Sólo en la medida en que las referencias acumuladas y mezcladas con nuestras experiencias de primera mano; en la medida en que los comentarios de la gente llegaban a ser definidos por su comportamiento; en la medida en que el tiempo y las experiencias difíciles se desdoblaban para sacar a la superficie las capas más profundas de la vida de los miembros, es que nuestra familia de la iglesia se convirtió en “alguien” a quien conocíamos. Poco a poco comprendimos de dónde venían, y con mucha oración tratamos de aceptarlos como eran.
Tiempo para compartir
A mí no me gustó la forma en que la querida hermana López lo dijo, pero ella debe de haber entendido la relación que hay entre el tiempo y el ministerio. Mi esposo, recién salido de la universidad, había pasado dos años sirviendo en una iglesita rural donde realizó su aspirantazgo. Pero dos años significan muy poco para una anciana de 73 años de edad. “Miren, jovencitos. Yo he visto a muchos pastores venir e irse durante mi vida, y ustedes se irán de estos rumbos muy pronto también. Así que no estén pensando que van a hacer mucho por mí”, dijo con aspereza.
¿Qué trataba de decir? No hagan tanto movimiento con lo que piensan hacer. La vida consiste de eventos, nacimientos y muertes, matrimonios y funerales, bautismos y graduaciones, regreso al hogar y separaciones, granjas y trabajos domésticos, crisis y celebraciones. Ustedes no estaban allí cuando se celebraron todos los que ya pasaron, y no estarán allí cuando ocurran todos los que están por venir. “Así que no estén pensando que van a hacer mucho por mí”.
Muchos de estos eventos a veces se consideran “deberes formales” de los pastores. Pero más allá de la formalidad, estos propician la oportunidad de compartir el calor humano: alegrarse, suplir las necesidades, compartir aquello que es más significativo para la gente. Ser partícipe de tales eventos significa crear hitos con ellos, crear recuerdos comunes, y estar atados para siempre a sus vidas.
Al enfrentar iglesias escépticas de los “pastores que pasan”, sentimos que nuestra nueva iglesia necesitaba de alguien que estuviera con ellos suficiente tiempo como para hacer mucho más que cruzarse con ellos en las solitarias y aisladas intersecciones del templo. Necesitaban de alguien que les asegurara que ¡ría con ellos a lo largo del camino; alguien familiar y de confianza que se interesara en aquellos aspectos de sus vidas que nunca tuvieran que ver meramente con las políticas de la iglesia, con ¡as actividades religiosas, o con la programación espiritual. Ese era el único camino por el cual podíamos llegar a ellos lo suficiente como para influir en sus vidas personales y ministrar a sus necesidades espirituales.
Tiempo para trabajar juntos
Pero las relaciones que deseábamos establecer con la familia de nuestra iglesia no podían basarse simplemente en el hecho de haber sido asignados a su iglesia. O que compartiéramos los sábados de mañana con ellos, no importa cuán elevada fuera la calidad de esa participación. Ni siquiera podía basarse en el buen entendimiento al que llegáramos a medida que nos relacionáramos más.
El verdadero fundamento de nuestra relación debía consistir en nuestra dedicación a realizar la obra de Dios juntos. Decir esto es reconocer que hay alguien por encima de nosotros que nos une. No servimos para llegar a ser populares. No tratamos de establecer marcas que nos impulsen a mayores logros. No intentamos crear un ministerio modelo ni un pastorado de exhibición. Ni siquiera estamos luchando por reeducar a la iglesia. Estamos aquí para la gloría de Dios. Y sólo él sabe cómo se define eso, día tras día, tarea tras tarea.
Si se le da tiempo, el Espíritu desarrollará entre nosotros y su pueblo una comprensión y unidad que le dará al mundo un profundo testimonio. A medida que trabajamos con la familia de Dios, reclamamos la promesa de que creceremos juntos. No porque finalmente lleguemos a gustarles o nos reconozcan como buenos dirigentes. No porque finalmente ellos superaron sus prejuicios. Sino porque Dios nos ayuda a vernos unos a otros a través de sus ojos. El nos coloca en nuestra obra en lugar de encomendarnos la de los otros; nos ofrece la generosidad para aceptarnos y comprendernos unos a otros por causa de la gloria de Dios, que a causa de la naturaleza que todos compartimos, toma tiempo.
No hay tiempo de sobra
Trabajar con la gente exige paciencia y ecuanimidad; y eso es algo que no se logra en poco tiempo. Sin tiempo suficiente no se modelan las actitudes, las lecciones no se enseñan, la amistad no se forma, la gente no cambia, las heridas no sanan, el crecimiento no ocurre, porque todo esto demanda tiempo y esfuerzo paciente.
Para algunos de nosotros la espera puede convertirse en upa prueba de fe o en catalizador de la capacidad de resistir. Podemos cuestionar nuestra utilidad y la ayuda de Dios. Podemos volvernos impacientes, justos en nuestra propia opinión, y con disposición a juzgar a otros; pero es entonces cuando Dios nos recuerda el factor divino del tiempo: su poder para producir el cambio. El tiempo por sí solo no sana nada. El tiempo por sí solo resuelve muy pocos problemas. El tiempo por sí solo no puede establecer vínculos duraderos ni realizar la obra de Dios. Sólo el Espíritu en el tiempo puede convencer, reformar el pensamiento de la gente, suavizar el trato de unos con otros, guiar a la gente hacia él mismo para realizar su obra en armonía.
Y mientras tanto él espera que invirtamos nuestro tiempo en su ministerio. Ya sea un día, una semana, un mes, o varios años; ministrar al pueblo de Dios es una oportunidad para cooperar con los procesos divinos de reconciliación y restauración en el tiempo, trabajar para el fin del tiempo que la eternidad producirá, y con ello, el entendimiento y la comunión perfectos.
Sobre la autora: La autora es esposa de pastor y madre de dos niños. Escribe bajo un pseudónimo.