Dios como Padre, Hijo y Espíritu Santo

¿Cómo puede Dios ser uno y al mismo tiempo tres? ¿Cómo puede ser una persona, y sin embargo ser al mismo tiempo tres personas? ¿No es esto una clarísima contradicción?

El término Trinidad, aunque no es una expresión bíblica, se ha encontrado que es un vocablo muy apropiado para referirse al Único Dios que se ha revelado en las Escrituras como Padre, Hijo y Espíritu Santo. El concepto sugiere que dentro de la esencia única de la Deidad hemos de distinguir tres

personas que no son ni terceras partes, ni tres modos de Dios, sino coiguales y coeternas. Algunos tenderán a poner resistencia a esta doctrina porque no se halla expresamente declarada en las Escrituras. Pero, aunque es cierto que a primera vista pueda parecer contradictoria, permítaseme instar a mis lectores modernos a que no se apresuren a aceptar la premisa de que no hace sentido, porque sin ella algunas declaraciones bíblicas no tendrían absolutamente ningún significado.

Indicios que se hallan en el Antiguo Testamento

La mayor contribución del Antiguo Testamento a la doctrina de la Trinidad es su énfasis en la Unicidad de Dios. Dios no es uno entre muchos otros (Exo. 20:2, 3). Es singular, único: “Jehová nuestro Dios, Jehová uno es” (Deut. 6:4). Sin embargo, incluso en el Antiguo Testamento hallamos una enseñanza triuna implícita, como si el misterio de Dios estuviera preparándose lentamente para una mayor revelación posterior. Lo mismo es verdad de otras de las grandes doctrinas cristianas, tales como la muerte sustitutiva de Cristo o el milenio.

Aunque deberíamos ser muy cuidadosos de no leer el Nuevo Testamento dentro del Antiguo, tales indicios no se limitan de ninguna manera a una o dos declaraciones. Desde el mismo principio, en los primeros versículos de la Biblia, Dios y el Espíritu Santo aparecen distintos uno de otro. Así podemos leer que mientras “Creó Dios los cielos y la tierra”, “el Espíritu de Dios se movía sobre la faz de las aguas” (Gén. 1:1,2). Y el mismo Espíritu de Dios se menciona repetidamente en otros pasajes del Antiguo Testamento (Gén. 41:38; Exo. 31:3; 1 Sam. 10:10; Isa. 61:1). Dios y el Espíritu de Dios aparecen claramente distinguidos, y sin embargo, el Antiguo Testamento insiste en que Dios es uno.

El Espíritu de Dios o del Señor, da vida (Job. 33:4), inspiró a Moisés y a los profetas (Núm. 11:24; 2 Crón. 15:1), se manifestó en algunas personas (Juec. 13:25), y habló a través de los profetas (2 Sam. 23:2). Aquí el Espíritu aparece como distinto de Dios una vez más, así como de su Siervo Mesiánico (Isa. 48:16; cf. 63:9,10).

Nótese, por ejemplo, la fraseología de Isaías 48:16. El Siervo del Señor, el Mesías prometido, está hablando: “Acercaos a mí, oíd esto: Desde el principio no hablé en secreto; desde que esto se hizo, allí estaba yo; y ahora me envió Jehová el Señor y su Espíritu”. Aquí se mencionan tres personas. El Mesías venidero habla de Dios quien le envió y del Espíritu Santo con el cual es enviado. Hay claros indicios aquí —en un clarísimo contexto monoteísta— de la unidad, así como de la distinción y la complementariedad que existe entre las tres Personas referidas, un enfoque muy próximo a una declaración Trinitaria.

Las frecuentes referencias al “ángel de Jehová” o “de Dios” debieran mencionarse también. Definitivamente, Dios, como un mediador teofánico que apareció en forma humana, habló cara a cara con los personajes primitivos del Antiguo Testamento. Dio ayuda y ánimo dos veces a Hagar en su angustia (Gén. 16:7-14; 21:17). Dos veces llamó a Abrahán desde el cielo (Gén. 22:11,15-19). Fue el ángel de Jehová que apareció a Moisés en la zarza ardiente, identificándose a sí mismo como “El Dios” (Exo. 3:2-6). El mismo “ángel de Jehová” guardó y protegió más tarde a Israel en su éxodo de Egipto (Exo. 14:19-20; 13:21). Una y otra vez en estas narraciones se dirige al “ángel” tanto como “Dios” y como siendo enviado por Dios (véase también Exo: 23:20; 32:34), o se habla de él como de “Dios” y como el “ángel de Dios”, sugiriendo una vez más una clara anticipación de la mayor revelación de la Trinidad en el Nuevo Testamento, como si la enseñanza hubiera estado esperando para ser revelada en el tiempo apropiado.

Evidencia abrumadora en el Nuevo Testamento

La evidencia en verdad se hace abrumadora cuando llegamos al Antiguo Testamento. Parecería que el hecho de la encarnación, crucifixión y resurrección de Jesús, y la venida del Espíritu Santo en el Pentecostés, así como en su continuo impacto sobre la iglesia, hubiera dejado a los apóstoles preguntándose cómo hacer justicia a estos nuevos eventos y todavía retener su creencia de que “Jehová nuestro Dios, Jehová uno es” (Deut. 6:4). ¿Podía Dios ser tanto uno como varios a la vez? ¿Podría haber lugar tanto para la unicidad de Dios como para la divinidad de Cristo? El hecho de Cristo hizo inevitable la pregunta.

Por supuesto, la deidad y la diferenciación personal del Padre no estaba en disputa (véase 1 Cor. 1:3; 8:4,6; 15:24; Gál. 1:1,3). Jesús mismo enseñó con insistencia a sus discípulos a rendir lealtad al Padre “que está en los cielos” (Mat. 6:1; 7:11; 18:14; 23:9), y se refirió a él como a Dios. Así, en Mateo 6:26, Jesús les recuerda a sus oyentes que “vuestro Padre celestial las alimenta [a las aves de los cielos]”, añadiendo en el mismo tenor que “Dios la viste así [a la hierba del campo]” (vers. 30). Jesús concluyó con la observación de que no necesitamos pedir qué comeremos, beberemos o vestiremos, pues, “vuestro Padre celestial sabe que tenéis necesidad de todas estas cosas” (vers. 31,32). Nótese que para Jesús “Dios” y “vuestro Padre celestial” son expresiones intercambiables que describen a una Persona diferente a él.

Que Jesús y el Padre son dos Personas diferentes se subraya en los muchos pasajes en los cuales nuestro Señor se refiere al Padre celestial como a “mi Padre” (Mat. 7:21; 10:32,33; 11:27; Luc. 10:22; 22:29; Juan 5:17; 6:32; etc.) o simplemente se dirige a él como “Padre” (e.g., Mat. 11:25,26; Mar. 14:36; Luc. 22:42; Juan 17:1,5, 21,24).

No sólo se le llama Dios al Padre, sino que se le adscriben atributos que sólo pertenecen a Dios. Porque es santo (Juan 17:11; cf. vers. 25), soberano (Mat. 6:10; 11:25; Luc. 10:21), eterno (Juan 5:26; 6:27), todopoderoso (Mar. 14:36; Apoc. 3:21), glorioso (Mat. 16:27; Efe. 1:17), y omnisapiente (Mat. 6:8; Mar. 13:32; Luc. 12:30). Al Padre se le debe adorar (Juan 4:23; Efe. 3:14). ¿Quién es santo, todopoderoso, eternal, glorioso, omnisapiente y digno de ser adorado sino Dios solamente?

Aunque tiene que haber sido un enigma bastante perturbador para los cristianos monoteístas, la deidad de Jesús llegó a ser plenamente reconocida entre los creyentes cristianos primitivos. Los escritos del Nuevo Testamento lo atestiguan, por ejemplo, por los títulos que se le dan. Haciendo eco a la implícita pretensión de Jesús de ser Dios (como Juan 8:58; 17:5; Mar. 2:1-12), los creyentes primitivos se refieren a él como a Dios (Tito 2:13; Heb. 1:8; cf. Rom. 9:5) y frecuentemente le llaman Señor (Hech. 11:16; 19:17; 22:10; Rom. 1:4, 7; 10:9; Fil. 4:5), algunas veces con intensificación, como “Señor de todos” (Hech. 10:36), “Señor de gloria” (1 Cor. 2:8), “Jesús nuestro Señor” (1 Cor. 9:11), “Señor y Dios nuestro” (Apoc. 4:11 DHH), “Señor de señores…” (Apoc. 17:14; cf. 19:16).

El Evangelio según san Juan, escrito unos 65 años después de la resurrección de Jesús, se abre con la declaración de que “en el principio era el Verbo, y el Verbo era con Dios, y el Verbo era Dios” (1:1). El Hijo es claramente distinto del Padre. Sin embargo, aunque es distinto hay una comunión entre ellos, porque la preposición griega pros (con) no expresa mera proximidad física sino también una intimidad de comunión entre el Padre y el Hijo. La misma idea se encuentra en Filipenses 2:5-11, donde Pablo describe a Jesús antes de su encarnación como existiendo “en forma de Dios” (ves. 6), usando un término griego que se refiere al conjunto de características que hacen a una cosa lo que es -es decir, la sustancia, y no meramente la apariencia externa.

A Cristo se le celebra como eterno (Mat. 28:20; 1 Juan 1:2), no creado y no derivado de nadie (Juan 1:1; Apoc. 22:13), santo (Heb. 7:26; 1 Ped. 1:19; Apoc. 3:17), no cambia (Heb. 1:12; 13:8), omnipresente (Mat. 28:20; 18:20). ¿Es esto motivo de asombro? El también, como el Padre, está involucrado en obras divinas como la creación (Juan 1:3,10; Col. 1:16), su providencia (Juan 3:35; Col. 1:17; Heb.

1:3), el perdón de pecados (Mat. 9:1-8; Col. 3:13), resurrección y juicio (Mat. 25:31-46; Juan 5:19-29; 2 Tim. 4:1, 8), y la final disolución y renovación de todas las cosas (Fil. 3:21; 2 Ped. 3:8-13: Apoc. 21:5).

Nosotros debiéramos notar que Jesús, del mismo modo que el Padre, es digno de adoración -porque eso es parte de lo que significa ser Dios. “El Cordero que fue inmolado es digno de tomar el poder, las riquezas, la sabiduría, la fortaleza, la honra, la gloria y la alabanza” (Apoc. 5:12), dicen en su canto todas las inteligencias celestiales. Es ciertamente la voluntad del Padre que “todos honren al Hijo, como honran al Padre” (Juan 5:23). A los ángeles mismos, por expreso pedido del Padre, se les requiere que adoren a Jesús (Heb. 1:6). En los pasajes que acabamos de mencionar —y hay muchos más— no se da a entender que Jesús sea un semi-dios, o parte de Dios, o similar a Dios, sino Dios, en el más elevado sentido del término. Los escritores bíblicos subrayan una y otra vez la esencial unidad e igualdad que existe entre el Padre y el Hijo. Y sin embargo, no nos permiten concluir que Dios es en un momento el Padre y en otro el Hijo. Los dos son iguales, pero claramente distinguibles.

¿Y qué en cuanto al Espíritu Santo? ¿Es él también un “Tú” personal, distinguible del Padre y del Hijo? No hay ninguna duda de que el término Espíritu Santo no sugiere personalidad, como Hijo de Dios o Dios el Padre lo sugieren. Sin embargo, a diferencia del Hijo de Dios, el Espíritu Santo nunca vivió como un ser humano entre nosotros. Uno puede ver por qué a través de la historia algunos cristianos han negado la personalidad del Espíritu Santo.

Sin embargo, uno no puede menos que impresionarse por la constante enseñanza del Nuevo Testamento con respecto a la personalidad del Espíritu Santo. Se dice a menudo que estos pasajes se refieren únicamente a personificaciones del Espíritu Santo y no implican una personalidad como tal. Sin embargo, tal explicación difícilmente cuadra con la evidencia de la Escritura. Nótese, por ejemplo, que el Espíritu habla de sí mismo en la primera persona —como “Yo”. El Espíritu Santo le dijo a Pedro con respecto a los siervos de Cornelio, “Yo los he enviado” (Hech. 10:20), y de Pablo y Bernabé a la iglesia de Antioquía, “Yo los he llamado” (Hech. 13:2). ¿Quién, sino sólo una persona puede decir “Yo”?

Además, hace lo que sólo una persona puede hacer: habla (Hech. 8:29), enseña (Luc. 12:12), testifica (Hech. 20:23), revela (Luc. 2:26), escudriña (1 Cor. 2:10,11), envía (Hech. 13:2), guía, conduce y dirige (Hech. 8:29; 11:12), declara las cosas que están por venir (Juan 16:13), y da testimonio a nuestro espíritu (Rom. 8:15,16).

Si el Espíritu Santo es una persona, ¿es Dios? Ciertamente, a los ojos de los escritores del Antiguo Testamento.

La palabra original para espíritu (pneuma) es gramaticalmente neutra, y los pronombres que se usan en referencia a dicho término están normalmente en el género neutro (Juan 14:17,26; 15:26). Pero cuando los pronombres en conexión con pneuma se usan en el género masculino uno no puede menos que concluir que el Espíritu es mucho más que el poder de Dios o una personificación de esto último, sino que el apóstol está subrayando la personalidad del Espíritu. Este es claramente el caso en muchas ocasiones, como en Juan 14:26; 15:26; 16:13. Además, el Espíritu Santo se describe como una persona distinguible tanto del Padre como del Hijo (Juan 14:16, 26; 15:26).

Si el Espíritu Santo es una persona, ¿es Dios? Ciertamente, a los ojos de los escritores del Antiguo Testamento. No sólo es omnisapiente (1 Cor. 2:10, 11), sino que las obras que hace son las mismas obras de Dios. Así, aprendemos en la Escritura que es el Espíritu el que habló a nuestros padres por los profetas (Hech. 28:25), que da testimonio de la verdad que es Cristo (Juan 15:26), fortalece a los fieles (1 Cor. 6:19), convence al mundo del juicio

divino (Juan 16:8-11), regenera o da nueva vida (Juan 3:8), santifica (2 Tes. 2:13; 1 Ped. 1:2), y concede a la iglesia los dones del ministerio (1 Cor. 12:4-11). Es una persona divina.

En el mismo nivel

Sin la más ligera vacilación, nos parece, porque así se les reveló, que los escritores del Nuevo Testamento ponen al Espíritu Santo en el mismo nivel con el Padre y el Hijo. No sólo se menciona al Padre y al Hijo lado a lado como dignos de honor y adoración (1 Cor. 1:3; 2 Tes. 1:12; Efe. 5:5; 2 Ped. 1:1), sino que en el mismo sentido el Espíritu aparece con los dos como fuente personal de bendiciones divinas. En los escritos tempranos y tardíos de Pablo las tres divinas personas se mencionan juntas como co-fuentes de las bendiciones de la salvación (e.g. 1 Tes. 1:2-5; 2 Tes. 2:13,14; 1 Cor. 12:4; Efe. 2:18; 3:2-6). La forma en que el apóstol subraya la esencial interrelación que existe entre Ellos es bastante explícita: “La gracia del Señor Jesucristo, el amor de Dios, y la comunión del Espíritu Santo sean con todos vosotros” (2 Cor. 13:14).

Esta era la forma en que Jesús consideraba todo como se refleja en Mateo 28:19: “Id… Haced discípulos a todas las naciones, bautizándolos en el nombre (singular) del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo”. La inusitada importancia de esta declaración es que afirma de modo impresionante la unicidad del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, uniéndolos como un solo nombre. Sin embargo, enfatizando la individualidad de cada uno, repitiendo el artículo definido él enfrente de cada uno.

En conclusión, entonces, Dios es uno. Hay tres que son Dios, y sin embargo hay un Dios. Aunque en la superficie parece contradictoria, esta declaración es consistente con la Escritura, que muestra poco interés en las formulaciones puramente especulativas concernientes a la unidad de la Deidad. Los muchos esfuerzos realizados para explicarla, principalmente especulativos, han resultado en el desarrollo de concepciones triteístas o modalistas de Dios. (Los triteístas niegan la unicidad de la divina esencia, mientras que los modalistas niegan la realidad de la distintividad de las tres personas dentro de la Deidad.)

Todas las objeciones racionalistas y las especulaciones humanas tropiezan y fracasan porque insisten en interpretar al Creador en términos de las criaturas, intentando explicar la unicidad de Dios en términos de unidad matemática. Los cristianos centrados en la Biblia, sin embargo, aprenden a conocer a Dios como el que se ha revelado a sí mismo en las Escrituras. Ellos no se sorprenden que siempre queda un elemento de misterio, porque Dios es Dios y nosotros no somos más que humanos. Nosotros creemos, de acuerdo a Su propia Escritura, que Dios es uno, y sin embargo, en El, y por toda la eternidad, Él es el Padre, el Hijo, y el Espíritu Santo, el Dios Triuno. Como lo expresa la segunda de nuestras creencias fundamentales: “Hay un solo Dios, que es una unidad de tres personas coeternas: Padre, Hijo y Espíritu Santo”.

Aunque Elena G. de White nunca usó el término Trinidad, claramente da el mismo concepto. Por ejemplo, escribe acerca de los “tres grandes poderes del cielo” (Testimonies, tomo 8, pág. 254), los “tres mayores poderes en el universo” (The Watchman, 15 de diciembre de 1908), “Tres personas vivientes en el trío celestial” (Evangelismo, 446), “los eternos dignatarios celestiales” (Id., pág. 447). Aunque Cristo es caracterizado como uno con el Padre (Comentarios de Elena G. de White en El comentario bíblico adventista, tomo 5, pág. 1126), El y el Padre son dos personas distintas (Id., pág. 1148), descrito como “de una sustancia” (Signs of The Times, 27 de noviembre de 1893). “El Espíritu Santo es una Persona” (Evangelismo, pág. 447), “La tercera persona de la divinidad” (Evangelismo, pág. 448). El término Deidad fue usado a menudo por Elena G. de White cuando se refirió a Dios.

Como ocurrió con el autor de estas líneas, los lectores se beneficiarán con una cuidadosa lectura de “Jesús’ Testimony To His Deity”, capítulo 17 en el libro The Word Became Flesh (Grand Rapids: Baker Book House, 1991, págs. 431-453). No menos útil es el siguiente capítulo: “The New Testament Witness Regarding Jesús’ Deity” (págs. 455-479), así como The Living God de Thomas C. Ogden (San Francisco: Harper and Row, 1986, págs. 181-224).

Sobre el autor: Raoul Dederen, es profesor emérito de teología en el Seminario Teológico Adventista de la Universidad “Andrews”, Berrien Springs, Michigan.