Nuestra generación no es la primera que lucha con los cambios en la música para la adoración

La iglesia ha sido confrontada periódicamente a través de la historia con el problema de la introducción de nuevos elementos en una tradición existente. En el contexto del canto congregacional, este asunto se centró en la infiltración de elementos seculares. El propósito de este estudio es presentar tales situaciones, mostrar la forma en que la gente se relaciona con el cambio en su tiempo y extraer algunas lecciones de esas experiencias para nuestro tiempo.

El uso de la música secular en la iglesia

El resurgimiento de los elementos populares en la música para la adoración ha sido un fenómeno constante a través de la historia.[1] Los herejes arrianos ya usaban el poder de las tonadas populares para esparcir sus falsas doctrinas.[2] El padre de la iglesia del siglo cuarto, Ephraem Syrus (n.309) de Antioquía, no vacilaba en usar dichas melodías, consciente de su “dulce efecto’’.[3] Novecientos años más tarde, San Francisco de Asís, reaccionando contra el pesado formalismo de la iglesia y con la esperanza de que los himnos fueran más Cristocéntricos, integró también las melodías seculares contemporáneas y los ritmos en su laúd.[4]

Martín Lutero (1483-1546), a su vez, como reacción contra el estilo de adoración formalista de la iglesia de su tiempo, usó melodías y ritmos que le eran familiares al pueblo para sus corales.[5] Lutero, contrario a Calvino, no concibió la iglesia como separada de la sociedad; en su filosofía, los elementos seculares podían ser transformados de acuerdo con la nueva comprensión. Durante el siglo diecisiete y principios del dieciocho, los pietistas, como reacción contra el escolasticismo de la iglesia protestante, rechazaron el estilo operístico del arte musical, y adoptaron los himnos subjetivos, utilizando ritmos que parecían bailables.[6]Juan Wesley (1703-1791), en Inglaterra, tenía la esperanza de que las melodías de los himnos llegaran a todos, para que pudieran participar en el canto y expresar así su aceptación personal de la salvación. Wesley despertó las furias de los oficiales de la iglesia al adoptar las melodías populares de diversas fuentes para el canto congregacional.[7]

Un poco más cerca de nuestro tiempo, los himnos fueron un elemento muy importante durante las grandes reuniones campestres de los Grandes Reavivamientos. La idea era que los himnos debían ser un medio para comunicar el evangelio en un lenguaje sencillo, directo y efectivo para los hombres y mujeres humildes. Las melodías de estos himnos espirituales o evangélicos tenían un estilo popular, eran fáciles de enseñar y de aprender, mayormente adaptadas de composiciones folclóricas muy conocidas. Algunas de las melodías que se usaron en las reuniones de reavivamiento de Moody y Sankey (a fines del siglo XIX) fueron tomadas de Stephen Foster.[8] William Booth (1829-1912), fundador del Ejército de Salvación, compartía la misma filosofía.[9]

Este deseo de reintroducir la sencillez de la música folclórica a la experiencia de la adoración, se producía, con mucha frecuencia, como reacción contra la pompa y el formalismo que caracterizaban a la religión oficial. Además, en aquellos momentos de la historia, la congregación estaba geográfica y a menudo físicamente separada del coro por una pantalla.[10]

El lujoso estilo de la iglesia bizantina hizo que Ambrosio creara los sencillos himnos antifonales; la suntuosidad de la liturgia romana condujo a Lutero a convencerse de la necesidad de componer himnos que estuvieran más cerca del pueblo. Estas “reformas” corresponden, entonces, a una época de reavivamiento y reforma, un tiempo cuando los reformadores decidieron poner la música de nuevo en las manos del pueblo.

La reacción oficial de la iglesia a estas innovaciones dio como resultado una gran cantidad de prohibiciones totales o parciales de la participación congregacional en el servicio. Puede ser que los motivos para tales decisiones tan radicales, fueran el temor al sincretismo o debilitamiento del poder eclesiástico, la sospecha de que la espontaneidad del pueblo pudiera comprometer el carácter trascendental del acto de la adoración, o sencillamente, preocupación por la tradición y la continuidad.

El Concilio de Laodicea, convocado por los Padres de la Iglesia en el año 367 d.C., decidió prohibir el canto congregacional con el fin de evitar el uso de melodías populares, y el uso de instrumentos en la iglesia para evitar las asociaciones paganas. Se tomó una decisión similar en el Concilio de Trento (1545-1563). El canto congregacional no sería en lo sucesivo parte de la misa, sino que fue relegado a momentos extralitúrgicos de devoción popular.[11]Además de eliminar la participación congregacional en la misa, el concilio prohibió también el uso de elementos seculares (vistos como “lascivos e impuros”)[12] como base de la composición de la misa, práctica que había sido ampliamente aceptada durante 200 años.

Fuentes de resistencia al cambio

La resistencia al cambio en la música no fue, sin embargo, dominio exclusivo de los oficiales de la iglesia. Muchas de las protestas contra la introducción de “nuevos” elementos en la música de la iglesia vinieron de dentro de la congregación misma. Es digno de notarse que tales reacciones no se produjeron únicamente cuando el cambio afectaba la verdad teológica y los valores morales. Parece que el cambio persevera el problema; lo “nuevo” era malo simplemente por ser nuevo. Algunos de los argumentos que se presentaron en ese tiempo tienen un sabor bastante contemporáneo. Thomas Symmes, quien alentó la “nueva manera” de cantar (con nota) en 1712, en oposición a la práctica de cantar por repetición rutinaria,[13] relata algunas de las reacciones a esta innovación: “Aunque en la educada ciudad de Boston esta nueva práctica encontró aceptación

general, en el campo, donde la gente era más rústica, varios ancianos y mucha gente airada dio celoso testimonio contra estas impías innovaciones, y … no solamente… llamó al canto de estos cristianos una adoración a Satanás, sino que salían despavoridos del lugar de reunión al principio de los cultos de adoración”.[14]

Entre las objeciones encontramos los siguientes argumentos: “Es una forma nueva, una lengua desconocida. No es tan melodioso como lo que acostumbrábamos cantar… la práctica crea perturbación y hace que la gente se comporte indecente y desordenadamente… Los nombres dados a las notas (do re mi) son obscenos, sí, blasfemos. Además, es algo que no se necesita, puesto que nuestros padres murieron sin ella… Son grupos de jóvenes exaltados los que caen en eso, y algunos de ellos son personas sensuales y de mala reputación”.[15]

Torbellino en la iglesia

Es un hecho bien conocido que la introducción de “nuevos” instrumentos también creó un torbellino en la iglesia. Tal fue la situación en una iglesia de Nueva Inglaterra de fines del siglo dieciocho a la cual el tesorero de la Universidad de Harvard le había ofrecido un órgano en 1713, pero lo rechazó. La opinión general era que “¡si se permitiera el uso de órganos muy pronto seguirían otros instrumentos, y con el tiempo el baile y la danza!”[16] Finalmente la iglesia de la calle Brattle se rindió ante lo inevitable y decidió tener un órgano, pero aun después de enviarse la orden a Inglaterra y, de hecho, cuando ya el instrumento estaba en camino, la congregación se enfrascó en una amarga controversia. Uno de los miembros ricos de la congregación suplicó con lágrimas que no se permitiera la profanación de la iglesia, prometiendo reponer el costo total del órgano si el malhadado instrumento era lanzado al fondo de la bahía de Boston. Pero los opositores se calmaron poco a poco”.[17]

Así como el órgano era considerado un instrumento secular, inadecuado para el templo, los instrumentos usados por J. S. Bach en su Pasión según San Mateo fueron una piedra de tropiezo para las congregaciones de su tiempo.

“Cuando se presentó por primera vez la Pasión (de Bach) en una población grande, con 12 violines, muchos oboes, fagotes y otros instrumentos, muchas personas se quedaron asombradas y no sabían qué pensar de aquello. En la banca de una familia noble de la iglesia estaban presentes muchos ministros y damas nobles, que cantaron con gran devoción el primer Coral de la Pasión en sus libros devocionales. Pero cuando esta música, más propia de un teatro, comenzó, todas estas personas se hundieron en la mayor perplejidad que pueda imaginarse; mirándose unas a otras, decían: ¿Hasta dónde llegaremos? Una viuda muy anciana de la nobleza dijo: ¡Dios nos salve, hijos míos! ¡Es como si estuviéramos en la ópera, ni más ni menos! Pero todos estaban completamente desagradados por ello y expresaron clara y abiertamente sus quejas. Hay, es cierto, un tipo de gente que halla placer en esas cosas ociosas”.[18]

El cambio siempre es difícil

Los ejemplos anteriores demuestran cuán difícil es el cambio aun cuando sea para mejorar. En realidad, el cambio es, en sí mismo, un proceso penoso, porque a todos nos gusta atenernos y aferrarnos a lo que es familiar, predecible, cómodo y ajeno a cualquier amenaza. Además, el valor de lo antiguo se asocia con la “tradición”, sinónimo de estabilidad y ausencia de cambio.[19]

La tradición, muchas veces, nos hace sentir en casa, con lo cual hemos crecido, la cual, a su vez, llega a interpretarse como “la verdad”. La música antigua porta también el aura de algo consagrado por el pasado. La antigüedad llega a ser una recomendación en sí misma. La veneración actual del pasado no es más que un subproducto del Romanticismo. En realidad, fue la comprensión romántica del mundo como una unidad orgánica la que produjo el interés en los orígenes de las cosas llevando así a la consideración del pasado como algo muy valioso y digno de nuestro interés.

Desde entonces, la música de compositores contemporáneos ha sido opacada en los conciertos por las obras de valor histórico. Antes del siglo diecinueve no se acostumbraba ejecutar obras de los escritores antiguos en las iglesias ni tampoco en las cortes. Es un hecho bien conocido, por ejemplo, que J. S. Bach tenía que producir una nueva cantata para cada domingo, lo cual, de paso, explica los numerosos préstamos de sus propias obras anteriores y de otros compositores del pasado, práctica que estaba sumamente extendida desde tiempos antiguos. Estos préstamos se hacían tanto de fuentes sagradas como seculares.

Los ejemplos también dan testimonio del problema de los préstamos de elementos musicales de contextos seculares que eran familiares para la congregación. Y sin embargo, es algo que grandes personalidades de la iglesia han hecho todo el tiempo. Al examinar el asunto un poco más de cerca parece que las razones para esta tensión se hallan esencialmente en el conflicto entre dos diferentes ideales para la música de la iglesia. Por una parte, notamos la preocupación por hallar medios relevantes de participación congregacional, o sea, una forma en que los miembros se unan en el canto sin tener un entrenamiento o educación musical (énfasis en los aspectos humanos de la religión); y por la otra, notamos la preocupación por un elevado ideal de la música para la iglesia como una expresión trascendental de Dios y de la verdad, medios para elevar los pensamientos humanos hacia su Creador.

De hecho, ambas preocupaciones son legítimas y debieran ir mano a mano en una saludable y necesaria tensión. Para que la música de la iglesia sea una expresión auténtica de adoración, debe apuntalar tanto los aspectos trascendentales como los antropológicos. Debe ser apropiada a las circunstancias y traducir así el elevado carácter de la adoración; pero debe ser también relevante y transmitirse en un lenguaje comprensible a fin de lograr una participación más espontánea.

Lecciones de la historia

La primera lección de la historia, por tanto, es de apertura y flexibilidad. Sin embargo, el interrogante es: ¿Son estos principios aplicables todavía en la actualidad? ésta sigue siendo una pregunta candente; ¿puede la historia usarse como un modelo perfecto para hoy? En otras palabras: ¿cuán lejos podemos ir en el uso de elementos seculares en nuestro canto congregacional? Para contestar estas preguntas en forma apropiada, deberíamos considerar, no sólo los paralelos con la historia que se describieron anteriormente, sino lograr también una aguda percepción de las diferencias. En realidad, la situación actual conlleva elementos nuevos y específicos que hacen del proceso de cambio algo mucho más complejo y ciertamente más delicado. Analicemos cuando menos dos de ellos:

  1. En los tiempos históricos la introducción de la música secular fue propuesta por los teólogos y vigilada por músicos profesionales; muchos de los reformadores hablaron no sólo de adopción, sino también de adaptación. Muchos de los padres de la iglesia eran también músicos bien dotados, y lo mismo puede decirse de Lutero. Además, Lutero trabajó en estrecha colaboración con eminentes compositores de la talla de Johann Walter; aquellos compositores eran especialistas tanto en la música sacra como en la secular y sabían cómo manipular ambos lenguajes musicales.

La renovación de la música actual, iniciada por el Concilio Vaticano II, es el resultado, mayormente, de un movimiento popular bajo el lema “Por el pueblo y para el pueblo”. La iniciativa para el reavivamiento viene con frecuencia directamente de la congregación y es realizada por ella.

Nuestra cultura ha desarrollado un elevado sentido de democracia y, especialmente desde la década de 1960, los jóvenes han adquirido su propia voz y participan activamente en varios asuntos sociales. No tendría ninguna utilidad ignorar o negar la realidad que puede observarse en muchos otros aspectos de la sociedad.

No podía faltar el mismo fenómeno en el mundo religioso. Los jóvenes necesitan expresar sus deseos de participación a través de su propio lenguaje musical. Sin embargo, el entusiasmo de la convicción y el estímulo para la acción no debiera impedirles reflexionar en la naturaleza de la adoración y el propósito de la música sagrada; también deberían estar preocupados por la naturaleza y el poder expresivo de la música, así como por la necesidad de elevadas normas musicales.

  • Sin embargo, los cambios que han transformado al mundo moderno en cuanto a su comprensión de lo sagrado y lo secular son los que debieran tener la mayor consideración. Aquí yace la principal dificultad al adoptar los elementos seculares para la adoración. La sociedad actual se caracteriza por una gran grieta entre lo secular y lo sagrado.[20] La vida diaria ya no está permeada con un sentido de lo sagrado como antes; ya no existen leyes, tabúes, ni dirección.

Nuestro enfoque del problema debiera inspirarse, tanto en un recuerdo de la historia, como en una lúcida observación de nuestros tiempos. Uno podría adoptar, por supuesto, las actitudes tradicionales de rechazo o prohibición, pero la historia ha mostrado que tales medidas no son muy efectivas a largo plazo.

Es un hecho que los cambios ocurrirán de todos modos, con o sin nosotros. En vez de rehuir el cambio y provocar una revolución, deberíamos llegar a ser parte de él, y lograr que dicho cambio ocurra en forma responsable.

Por otra parte, considerando las fuerzas arriba mencionadas que nos rodean, los cambios deben ser más controlados y supervisados de lo que fueron en tiempos de Lutero o Juan Wesley. Quizá hoy se necesita la educación más que nunca antes. Sin embargo, la educación no debiera operar contra la gente, sino con ella; lo cual implica el escuchamos los unos a los otros, mientras se prepara un terreno común para la acción. Los músicos, más que resistir el cambio, deberían tomar parte en él y darle forma. ¿No es éste, después de lodo, el desafío de los artistas en la sociedad?[i]

Sobre la autora: Lilline Doukhan, doctora en musicología, es profesora asistente de adoración y música para la iglesia en el Seminario Teológico Adventista del Séptimo Día en la Universidad Andrews


Referencias:

[1] La aplicación del nuevo texto a las melodías populares ya existentes es conocida bajo el término técnico de contrafacto.

[2] Theodore Gerold, Les péres de l’église et la musique (Estrasburgo: Imprimerie Alsacienne, 1931; reimpresión, Ginebra: Minkoff, 1973), págs. 46, 47.

[3] Criticó a los herejes por “ofrecer a la gente sana el amargo Veneno disimulado por la ‘dulzura’ (Ephraem: Syri opera, citada en Jules Jeannin, Mélodies liturgiques, Syriennes et Chaldéennes [París: Leroux, 1924], pág. 147).

[4] Donald P. Hustad, Jubílate Christian Music in the Evangelical Tradition (Carol Stream, [1]: Hope Publications, 1981), pág. 123. Los laúdes fueron cantos devocionales extralitúrgicos para la edificación de los fieles.

[5] Friedrich Blume, Protestant Church Music: A History (New York: W. W. Norton, 1974), págs. 29-35. Para obtener una lista de contrafacta usados en la Iglesia Luterana primitiva, véanse las págs. 32-34.

[6] Hustad, pág. 125.

[7] Andrew Wilson-Dickinson, The Story of Christian Music: From Gregorian Chant to Black Gospel: An authoritative Illustrated Guide to All the Mayor Traditions of Music for Worship (Oxford: Lion, 1992), pág. 117.

[8] Wilson-Dickinson, pág. 140: “Poor Old Unele Ned” (“What Battles I’ve In”); “Poor Old Joe” (“Gone Are the Days of Wretchedness and Sin”). Véase también “Old Folks at Home”, de Foster, adaptado por Urias Smith a “Land of Light” (James R. Nix, Advent Singing [Washington, D. C.: North American División Office of Education, 1988], págs. 88, 89).

[9] “¿Que no se permite cantar esta melodía o la otra? ¡De veras! ¿Música secular dice usted? Pertenece al diablo ¿verdad? Pues bien, si así es, se los voy a arrebatar… cada nota, cada tono y cada armonía es divina y nos pertenece” (William B. Booth, citado en B. Boon, Sing the Happy Song: the History of Salvation Army Vocal Music [Londres: Salvationist Publishing and Supplies, 1978], pág. 115).

[10] James F. White, Introduction to Christian Worship, rev. ed. (Nashville: Abingdon Press, 1991), págs. 100, 102.

[11] Durante la primera parte de la Edad Media la congregación había participado en la misa cantando el Kyrie, el Credo, el Sanctus/Benedictus y el Angus Dei (Wilson-Dickson, pág. 41).

[12] Véase Edith Weber, Le concile de Trente et la musique: De la Réforme á la Contreréforme (Paris: Honoré Champion, 1982), págs. 65, 87, 196-199, etc.

[13] Los primeros Salterios, tanto en Inglaterra como en los Estados Unidos, contenían sólo el texto y carecían de música. Además, la mayoría de la gente no sabía leer. Por tanto, se desarrolló la práctica de cantar salmos en la siguiente forma: un ministro o un diácono leía en voz alta la primera línea del salmo (“lining out”), y la congregación la cantaba en seguida; cada línea subsiguiente del salmo se cantaba de esta forma. Uno puede imaginarse los resultados de una práctica tal: “Después de cantar dos o tres estrofas la congregación perdía el espíritu alegre y comenzaba a refunfuñar, algunos, para sentirse más cómodos subían una octava por encima del resto, mientras que otros bajaban un cuarto o quinto del tono, razón por la cual el canto parecía más bien una ruidosa confusión compuesta de lectura, chillidos y refunfuños… En muchos lugares, un hombre daba esta nota mientras que otro daba la inmediatamente anterior, lo cual producía un desorden tan espantoso, que está fuera de toda descripción… y además, no había dos hombres en toda la congregación que cantaran en el mismo tono o al unísono, lo cual producía un sonido que

podría parecer a los oídos de un buen juez como rugidos emitidos en quinientos tonos diferentes” (T. Walter, The Ground and Rules of Music Explained [Boston: 1721], citado en Wilson-Dickinson, pág. 184).

[14] En K. Silverman, Selected Letters of Cotton Mather (Baton Rouge: Lousiana State University Press, 1961), pág. 376.

[15] Citado por Henry Wilder Foote, Three Centuries of American Hymnody (Hamden, Conn.: Shoe String Press, 1961), pág. 102.

[16] Edward S. Ninde, The Story of the American Hymn (New York: Abingdon Press, 1921), pág. 95.

[17] Id., págs. 96, 97.

[18] Christian Gerber (1732), citado en H. David y A. Mendel, eds., The Bach Reader: A Life of Johann Sebastian Bach in Letters and Documents, edic. rev. (New York: W. W. Norton, 1966), págs. 229, 230.

[19] Como se revela en el estilo de adoración de la Iglesia Adventista al principio de su historia, esta teoría puede ser bastante engañosa. Véase el artículo de Ronald D. Graybill “Enthusiasm in Early Adventist Worship”, Ministry, octubre de 1991, págs. 10-12 (“Adoración entusiasta en la iglesia adventista primitiva” (Ministerio Adventista, julio-agosto 1992, págs. 18-23.

[20] Lutero había resuelto esta tensión dando un nuevo significado a la vieja melodía; el lenguaje secular, por así decirlo, obtuvo la sacralización a través de una nueva asociación. Friedrich Blume comenta lo siguiente al respecto: “El protestantismo preservó la clasificación medieval del mundo, en la cual el arte secular estaba sometido a una disciplina intelectual caracterizada por la piedad y por las pautas de la iglesia. Bajo estas condiciones la disparidad entre la música sagrada y la secular difícilmente podía convertirse en un problema” (Protestant Church Music, pág. 29). Este principio se volvió cada vez más difícil de lograr a partir de las postrimerías del siglo diecisiete por el impacto del humanismo, el cual produciría una brecha creciente entre los mundos secular y sagrado.


Este artículo fue reimpreso con el permiso de Notes, primavera de 1996. Pertenece a una serie de artículos sobre la música en la adoración publicada en Notes, la revista trimestral de la Asociación Internacional de Músicos Adventistas, que se inició en el verano de 1995. Puede obtenerse una lista y las reimpresiones que se quieran de estos artículos, que representan un espectro completo de los puntos de vista en este tema, escribiendo a IAMA, P.O. Box 476, College Place, WA. 99324.