Yo acepté a Jesús como mi Salvador personal a la edad de 8 ó 9 años. El evangelio tuvo un impacto abrumador sobre mí, y su poder me liberó, no sólo de lo que yo consideraba grandes pecados, sino también de mis temores y aprensiones.
La experiencia del perdón fue tan real, que no dudé en hablarles de Jesús a mis amigos, maestros y vecinos. Era muy fiel observando el domingo e iba a la iglesia en la mañana y a la hora de la alabanza en la noche. Aunque nuestro pastor presentaba sus sermones en tono verdaderamente estruendoso, y siempre eran aburridos y a veces aterradores, nunca falté a ningún culto en la iglesia.
Cierto verano un joven evangelista levantó su tienda en nuestro pueblo, y predicó verdades desconocidas para mí hasta ese momento, tales como las profecías de Daniel y Apocalipsis, el pronto regreso de Jesús, la inmortalidad condicional del alma, el diezmo y el sábado. Cada verdad surgía de la Biblia, y nada de lo que predicaba carecía de base bíblica.
Fue así como decidí unirme al primer adventista del séptimo día, observador del sábado: Dios. Ya lo había conocido antes, pero ahora me parecía que lo conocía mejor; instantáneamente llegué a ser el hazmerreír de mis amigos y objeto de desprecio de mi pastor anglicano. “Eres un legalista, un esclavo de la ley, y no puedes tener el gozo del evangelio”, me dijo. Nunca antes me había dicho lo mismo cuando yo observaba con la misma fidelidad el domingo.
Unos 42 años más tarde puedo decir confiadamente que era un necio en términos paulinos, pero ciertamente no un legalista. Mi comunión con Dios creció en vez de decrecer, porque decidí seguirle a él, a su Hijo (Luc. 4:16) y a sus apóstoles (Hech. 13:14, 42) en la observancia del séptimo día, sábado. El gozo del evangelio aumentó obviamente con mi descubrimiento del sábado.
Podía abrazar el evangelio tan libremente como siempre y guardar el séptimo día sin perder el gozo de la libertad ni sucumbir a los peligros del legalismo.
Digo esto por cuatro razones bíblicas: (a) el sábado me dice quién soy; (b) el sábado me recuerda que Jesús murió por mis pecados; (c) el sábado me ayuda a disfrutar de una hermosa comunión; y (d) el sábado me señala mi eterno descanso en Dios.
El sábado me da identidad
Comencemos por el principio: “Y acabó Dios en el día séptimo la obra que hizo; y reposó en el día séptimo de toda la obra que hizo. Y bendijo Dios al día séptimo, y lo santificó, porque en él reposó de toda la obra que había hecho en la creación” (Gén. 2:2, 3).
El reposo del séptimo día muestra que Dios es mi Creador. Puede que un científico diga que soy “una accidental colocación de átomos’’.1 Un filósofo podría trazar mi vida hasta un primer principio. Un poeta hasta podría decir que la vida es “un cuento narrado por un idiota, en el que predominan los ruidos y la furia, que no significa nada”.2 Pero la verdad es que yo estoy hecho a la imagen de Dios, y el sábado me recuerda constantemente esa magnífica verdad. Me invita a entrar en el reposo de Dios, del mismo modo que invitó a Adán y Eva. El sábado es un día que invita a unirse al Creador en la celebración del gozo de la vida y reconocer para siempre que la vida no viene como resultado de nuestra obra sino como un don de la gracia de Dios.
Como dice Barth: “La historia [humana] bajo el comando de Dios realmente comienza con el evangelio y no con la ley; con el registro de una celebración y no con el requerimiento de una tarea; con un regocijo planeado y no con preocupaciones y afanes; con una libertad conferida y no con una obligación impuesta; con un descanso y no con una actividad… la primera acción divina de la cual el hombre puede dar testimonio, es que Dios descansó en el séptimo día, lo bendijo y lo santificó. Y la primera palabra que le dirigió, la primera obligación que le comunicó, es que sin ninguna obra o méritos puede llegar a tener descanso con Dios y entonces irse a su trabajo”.3
Aquel que nos hizo, también hizo el sábado. Descansó en ese día. No fue un día de trabajo fatigador, sino de delicias y experiencia de supremo gozo, que sólo pueden producirse cuando uno tiene comunión de corazón a corazón con el Creador. Adán y Eva alababan junto con “todas las estrellas del alba y se regocijaban todos los lujos de Dios” (Job 38:7), y se inclinó delante de su Creador en adoración y veneración ese primer sábado.
¿Pueden la adoración, alabanza y comunión ser otra cosa que una experiencia de gozo, reconociendo la soberanía del Creador, por una parte, y nuestra identidad como miembros de la familia de Dios por la otra? En ningún otro lugar se expresa con más elocuencia esa relación entre el sábado y el gozo, entre la obediencia a Dios y la delicia del alma, que en Isaías 58:13, 14: “Si retrajeres del día de reposo tu pie, de hacer tu voluntad en mi día santo, y lo llamares delicia, santo, glorioso de Jehová; y lo venerares, no andando en tus propios caminos, ni buscando tu voluntad, ni hablando tus propias palabras, entonces te deleitarás en Jehová; y yo te haré subir sobre las alturas de la tierra, y te daré a comer la heredad de Jacob tu padre; porque la boca de Jehová lo ha hablado”.
Este pasaje está dirigido al pueblo de Dios. Ellos no llegaron a serlo porque observaban el sábado Eran propiedad de Dios porque él los había creado y los había elegido. Dios nos invita a guardar el sábado para reconocer esa elección y afirmar la relación que surge de allí. Por lo tanto, el sábado no es una estricta orden legalista. Es un punto en la línea del tiempo a través de toda la eternidad para recordamos continuamente nuestra especial relación con Dios. Y es un día “deleitoso de Jehová”.
El sábado me recuerda que Dios es mi Redentor
El sábado no sólo me da identidad, sino me recuerda que soy parte de la familia redimida de Dios. Cuando los cristianos recitamos los Diez Mandamientos, normalmente comenzamos con las palabras “no tendrás dioses ajenos delante de mí” (Exo. 20:3). Pero los judíos lo hacen de un modo diferente. Ellos comienzan con el prólogo de los versículos 1 y 2: “Y habló Dios todas estas palabras, diciendo: Yo soy Jehová tu Dios, que te saqué de la tierra de Egipto, de casa de servidumbre”.
Note la diferencia. Dios no eligió a Israel porque ellos fueran un pueblo bueno, obediente a su ley. No, Dios los eligió por su misericordia, por su amor y gracia. Cuando eran esclavos en Egipto, cuando aún no eran pueblo, cuando no teman dignidad, Dios pensó en ellos, los redimió y los adoptó. Para proteger esa estrecha, restaurada y redimida relación, les dio la ley como una expresión de su eterna naturaleza moral, y los invitó a formar parte de su familia. Aquí no hay legalismo; sólo libertad: libertad eterna, iniciada y preservada por gracia solamente.
De este modo, los Diez Mandamientos son principios que bosquejan el estilo de vida redentor de Dios en beneficio de la raza humana. En cierta forma, el cuarto mandamiento es único. Recomienda al pueblo de Dios a recordar “el día de reposo para santificarlo” (Exo. 20:8), porque Dios terminó en seis días la obra de la creación “y reposó en el séptimo día; por tanto, Jehová bendijo el día de reposo y lo santificó” (vers. 11). Tenemos seis días para hacer todo nuestro trabajo, pero cuando se acerca el séptimo día, es tiempo de recordar que no nos pertenecemos. Pertenecemos al Creador y al Redentor. ‘El sábado es el día en el cual aprendemos el arte de sobreponemos a la civilización”.4 Un misterio de la experiencia de la mancomunidad divina.
Si el Éxodo presenta la creación como la razón para observar el sábado, Deuteronomio nos da una razón suplementaria: “Acuérdate que fuiste siervo en tierra de Egipto, y que Jehová tu Dios te sacó de allá con mano fuerte y brazo extendido; por lo cual Jehová tu Dios te ha mandado que guardes el día de reposo” (Deut. 5:15).
La observancia del sábado es un recordativo continuo y claro de que no nos pertenecemos. Dios nos creó. Él nos sostiene. Y cuando estamos en un Egipto de nuestra propia factura, experimentando la opresión del pecado, la soledad, la desesperación, el trabajo fatigador y la muerte, necesitamos la “mano fuerte” y el “brazo extendido” de Dios. El aliento de Dios nos creó; la sangre de Cristo nos redimió. Al observar y santificar el sábado debemos recordar estos dos poderosos actos.
El sábado nos provee comunión
El sábado es también un día de comunión y adoración cuando la familia de Dios se reúne con un absoluto sentido de indignidad delante de su Hacedor. Les recuerda a los cristianos su unidad e igualdad delante de Cristo. “Ante el trono de Dios -escribe Ludwig Koehler difícilmente haya otro testimonio mayor en favor del cristianismo que éste: ‘él tuvo tiempo para mí’”.5
El mandamiento del sábado coloca a las personas en un nivel de igualdad: el hijo y la hija, el siervo y la sierva, el extranjero dentro de tus puertas, todos deben ser cobijados por el descanso del sábado. De este modo “el sábado, -dice Heschel- encama la creencia de que todos los hombres son iguales y que la igualdad entre ellos significa la nobleza del hombre”.6 ¿No proclama el evangelio esta misma igualdad (Efe. 2:11-16)?
Al observar el sábado asumimos seriamente la responsabilidad social que viene con él. La adoración no es suficiente; debe seguir el compañerismo o la comunión. Debemos llegar a ser responsables de nuestros vecinos. Un escritor judío declara esta verdad en forma suprema: “Las accidentadas divisiones de la sociedad se nivela a la puesta del sol. Durante el sábado no hay banqueros, ni oficinistas, ni campesinos, ni jornaleros, ni ama ni criada, ni rico ni pobre… No se puede ordenar al chofer que esperara a su amo al salir de la sinagoga para llevarlo a su casa después de los servicios; más bien, ambos oran juntos, ambos se ponen la talit”.7
¿No fue Jesús mismo quien señaló esta obligación social de la vida en su sermón del sábado en la sinagoga de Nazaret (Luc. 4:16-19)? El observó el sábado como “era su costumbre”, y señaló que dicha observancia sólo tiene significado si está ligada con la obra de “dar buenas nuevas a los pobres”; “sanar a los quebrantados de corazón”; “pregonar libertad a los cautivos y vista a los ciegos”; “poner en libertad a los oprimidos”.
El sábado señala el reposo eterno
En sábado dejamos de lado todos los trabajos, abandonamos nuestra dependencia del yo, venimos a Dios en entrega total, y entramos en su reposo. Esta entrada en su reposo es símbolo de la entrada al eterno reposo del cual habla la epístola a los Hebreos: “Por tanto, queda un reposo para el pueblo de Dios” (Heb. 4:19)
La prolongación del presente al futuro, de la realidad actual a la esperanza futura no debe perderse. Tan ciertamente como el reino de la gracia y las bendiciones de la salvación son experiencias presentes y una anticipación futura, así son las bendiciones del sábado: una experiencia presente y una indicación de la futura entrada al descanso en el reino de la gloria de Dios. En ese marco, las profecías de Isaías adquieren un significado especial: “Porque como los cielos nuevos y la tierra nueva que yo hago permanecen delante de mí, dice Jehová, así permanecerá vuestra descendencia y vuestro nombre. Y de mes en mes, y de día de reposo en día de reposo, vendrán todos a adorar delante de mí, dijo Jehová” (Isa. 66:22, 23). De este modo el sábado liga el gozo de hoy con la esperanza del mañana; es un día que el evangelio celebra y reconoce la soberanía de Dios. Como dice Kart Barth, señala a “Dios quien es lleno de gracia con el hombre, en Cristo Jesús… Le señala más allá de todo lo que él mismo pueda desear y lograr y lo vuelve hacia lo que Dios es para él y hará por él”.8
Abrazar el evangelio y guardar el sábado
Pero, ¿es la insistencia en la observancia del sábado -particularmente el séptimo día bíblico- legalista? ¿Puede la insistencia bíblica en un particular estilo de vida -compasión, amor, ir la segunda milla, las bienaventuranzas- ser legalista? La respuesta es sí y no, dependiendo de la motivación. Un legalista guarda la ley o sigue un particular estilo de vida como una forma de alcanzar la salvación. Sin embargo, ninguna observancia del sábado o de cualquier otro mandamiento puede salvar a una persona. La salvación sólo es posible a través del evangelio de Jesucristo, porque es “poder de Dios para salvación a todo aquel que cree” (Rom. 1:16). “Porque por gracia sois salvos por medio de la fe; y esto no de vosotros, pues es don de Dios; no por obras, para que nadie se gloríe” (Efe. 2:8,9).
Los fariseos acusaron a Jesús de violar la ley porque sanaba en sábado (Luc. 6.6-11; Mar. 3:3-6; Juan 5:1-16; etc.), y su respuesta en cada caso fue consistente con el significado del sábado, que era un día para glorificar a Dios y no satisfacer el yo. Los milagros de Jesús mostraron el verdadero propósito de su venida: restaurar y redimir la vida. La obsesión farisaica era legalismo; la actitud de Jesús era gracia en acción. Elena de White lo ha dicho con acierto: “Dios no podía detener su mano por un momento, o el hombre desmayaría y moriría. Y el hombre también tiene una obra que cumplir en sábado: atender las necesidades de la vida, cuidar a los enfermos, proveer a los menesterosos. No será tenido por inocente quien descuide el alivio del sufrimiento ese día. El santo día de reposo de Dios fue hecho para el hombre, y las obras de misericordia están en perfecta armonía con su propósito. Dios no desea que sus criaturas sufran una hora de dolor que pueda ser aliviada en sábado o cualquier otro día”.9
El discipulado cristiano no es el logro de un estatus moral, sino la aceptación de la apelación de Cristo; no es perfección moral, sino morar con él. Es una relación de amor con Jesús. Una vez que esa permanencia en él se ha establecido, los frutos siguen su curso natural. El principio es sumamente sencillo: primero amor, luego los frutos; primero la gracia, luego la obediencia. La obediencia no produce amor; el amor produce obediencia. La obediencia no da lugar al perdón; la gracia lo hace posible. Cualquier intento de distorsionar el orden conduce inevitablemente al legalismo. Y al rechazar el legalismo, cualquier intento de negarle a la obediencia su rol en el discipulado se convierte en gracia barata. El discipulado cristiano no tiene lugar ni para la herejía del legalismo ni para la ilusión de la gracia barata.
En otras palabras, un cristiano que ama al Señor y que está salvado por su gracia, le obedecerá. Abrazar el evangelio es el primer paso; la observancia del sábado es una inevitable prolongación: una delicia en el Señor. Porque el sábado es un “éxodo de la tensión”,10 “un santuario en el tiempo”,11 “un palacio en el tiempo con un reino para todos”,12 y su observancia “la coronación de un día en la tierra espiritual de las maravillas del tiempo”.13
Sólo podemos llegar a esa tierra de maravillas cuando hemos venido primero a la cruz.
Sobre el autor: El Dr. John M. Fowler es director asociado de Educación en la Asociación General de la Iglesia Adventista del Séptimo Día.