Después de redactar la Declaración de Independencia y el Estatuto de Virginia para la Libertad Religiosa y establecer la Universidad de Virginia (por no mencionar que sirvió dos períodos como presidente de Estados Unidos), Tomás Jefferson hizo lo que le pareció una tarea sencilla: “separó el oro de la escoria” en los evangelios. Bajo el lema: “Su propia razón es el único oráculo que el cielo le concedió”,[1] borró de Mateo, Marcos, Lucas y Juan lo que, según él, contradecía la razón, el sentido común y el pensamiento racional.

            Como resultado surgió la Biblia de Jefferson, una versión exageradamente resumida de los evangelios en los cuales la anunciación, el nacimiento virginal, las curaciones milagrosas, la resurrección de los muertos, la pretensión de divinidad de Cristo, la resurrección y la ascensión fueron -entre otras porciones- suprimidas. También fue extirpado el mismo corazón de la teología del Nuevo Testamento: la expiación de Cristo como “el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo” (Juan 1:29).

            De todo esto se infiere por lo menos una conclusión: la auténtica fe cristiana, aunque sólidamente racional, debe trascender la lógica, la razón y el pensamiento analítico, porque si sometemos lo que creemos meramente a la lógica, la razón y el pensamiento racional, nunca seremos cristianos auténticos según la definición del Nuevo Testamento. Y no hay prueba mejor para ello que Jesús mismo.

            Ya sea que alimentara a los 5,000 con comida para una sola persona (Mat. 14:15- 21), o declarara que “antes que Abrahán fuese, yo soy” Juan 8:58), o dijera a Pedro “ve al mar, y echa el anzuelo, y el primer pez que saques, tómalo, y al abrirle la boca, hallarás un estatero; tómalo, y dáselo por mí y por ti” (Mat. 17:27), Jesús mostró que algunos aspectos de la realidad trascienden lo que nuestras mentes -al procesar conocimiento y experiencia sólo a través de lógica y la razón- jamás podrán captar. Todo el ministerio de Cristo, desde su nacimiento hasta su ascensión, funcionó en un plano que traspuso los límites de la lógica y la razón; y aquellos que rehúsan mirar siquiera (menos caminar) más allá de esos límites se mantendrán, como Jefferson, atrapados en la ignorancia teológica, sin ser iluminados por la realidad última de la verdad eterna y universal.

Límites del pensamiento lógico

            Jesús no fue, por supuesto, el único que señaló los límites del pensamiento lógico. Desde Platón (que advirtió contra las contingencias de la razón), hasta Kant (que expuso sus confines, particularmente en el área de la religión), pasando por los profetas del pos- modernismo (que negaron su utilidad), la humanidad, en su búsqueda de la verdad natural y espiritual, siempre ha sentido que “la luz natural de la razón” no es ni tan natural ni tan plena como parece.

            “La razón más profunda”, escribió Huston Smith, “para la actual crisis de la filosofía es la comprensión de que la razón autónoma -razón sin infusiones que la fortalezcan y la conduzcan- es impotente. La razón no puede producir nada apodíctico. Trabajando (como lo debe hacer necesariamente) con variables, no puede producir más que variables”.[2]

            Hace varios siglos Epiménides ilustró los límites de la lógica cuando dijo: “Esta declaración es falsa”. ¿Es esa declaración verdadera o falsa? Si es verdadera, entonces la expresión se declara a sí misma falsa; si es falsa, entonces debe ser verdadera”. Pero, ¿no enseña la lógica que una cosa no puede ser verdadera y falsa al mismo tiempo? En este contexto, obviamente, la lógica por sí misma no funciona.

            Además, ¿cuán razonable es la teoría especial de la relatividad de Einstein, en la cual demostró que mientras más rápidamente se mueve uno, más lento se vuelve el tiempo, hasta que, a la velocidad de la luz, se detiene completamente? Mientras tanto, la física cuántica enseña que, bajo ciertas condiciones, si dos partículas subatómicas se crean en una colisión, el mero acto de observar el giro de un miembro del par hará inmediatamente que el del otro se dispare en la dirección opuesta, ¡aun cuando estén separados por un millón de años luz!

            “La estructura de la naturaleza”, dijo el físico de Harvard, P. W. Bridgman, “puede llegar en un momento a ser tal, que nuestro proceso de pensamiento no corresponda con ella lo suficiente como para permitimos pensar siquiera en ella”.[3]

Relaciones entre la fe y la razón

            Por supuesto, la razón y el pensamiento racional, cualesquiera sean sus limitaciones, son dones de Dios, motivo por el cual no deberían ser ignorados. Rechazar la razón, e incluso sospechar de ella abiertamente, es arriesgarnos a sometemos a un misticismo ajeno a la razón que puede degenerar en todo, desde Waco hasta la costumbre de manipular serpientes. Por otra parte, hacer de la razón nuestro único medio de juicio epistemológico, es arriesgarse a reducir la fe nada más que a una moralidad genérica que no sea más que un reflejo de los mensajes dejados a los terrícolas por los “OVNIS”. Pero en la sociedad occidental contemporánea, acostumbrada al racionalismo científico, el peligro viene, con mucho, de este último, razón por la cual el erudito evangélico Donald Bloesch advirtió que las relaciones entre la fe y la razón son, “probablemente el asunto más importante en los prolegómenos teológicos”.[4]

            La clave, entonces, es el equilibrio, y Jesús nos ayudó a establecerlo. Cuando Juan, en prisión, preguntó si Cristo era el Mesías, Jesús le contestó diciendo: “Id, haced saber a Juan lo que habéis visto y oído: los ciegos ven, los cojos andan, los leprosos son limpiados, los sordos oyen, los muertos son resucitados, y a los pobres es anunciado el evangelio” (Luc. 7:22). En otras palabras, Jesús le mandó decir a Juan: “Usa tu razón y tu pensamiento lógico: ¿Cómo podría estar haciendo estas cosas si yo no fuera el Mesías?”

            Contemplar la vida de Cristo, que desafió la razón y la lógica, y concluir que la verdad existe trascendentalmente más allá de la razón y la lógica, es sacar una conclusión igualmente lógica y razonable. Aunque Jesús fue siempre firmemente lógico y racionalmente convincente, demostró que es lógico creer en cosas que no son necesariamente lógicas ni razonables. En Cristo hallamos ese equilibrio perfecto.

Profecía, razón y lógica

            De hecho, la profecía misma (con frecuencia basada en algo tan “irracional” como sueños y visiones) se funda realmente en la razón y la lógica. “Desde ahora os lo digo”, dijo Jesús, “antes que suceda, para que cuando suceda, creáis que yo soy” (Juan 13:19). Con estas palabras Jesús apelaba a la racionalidad que él mismo había implantado en la humanidad. Predeciría cosas antes que ocurrieran, para que cuando se cumplieran, la gente tuviera razones para creer en él. Concluir que Jesús era el Mesías -especialmente después de oír lo que dijo acerca de sí mismo y luego comprobar que ocurría- era realizar un acto racional. La profecía no puede impactar a los seres humanos en ningún nivel significativo hasta que sea procesada por el pensamiento racional.

            Daniel 2 ilustra este punto. El profeta cuenta primero, después interpreta, un sueño que el rey mismo ni siquiera podía recordar. El concepto entero es totalmente irrazonable. Sin embargo, Daniel 2 es, en muchos sentidos, una de las partes más racionales de la Biblia. El capítulo traza, seis siglos antes de Cristo, las firmes pinceladas de la historia del mundo hasta mucho más allá de la Europa moderna, que (como la ex Yugoslavia revela) “se mezclarán por medio de alianzas humanas; pero no se unirán el uno con el otro”. Todo el capítulo es una apelación a la lógica y la razón tan completa, que es difícil ver cómo cualquiera que lo estudie podría llegar a otra conclusión que no fuera creer que fue inspirado por Dios.

Racional y transracional

            En la vida de Cristo, como en Daniel 2, la Escritura presenta una combinación de lo racional y lo transracional, que es la metafísica cristiana esencial. Dios le presenta a la mente terreno lógico y razonable para creer en cosas que son ilógicas e irrazonables. De hecho, el evento central de la Escritura, la cruz, no sólo era ilógico e irrazonable, sino necio, y la Biblia misma lo refiere. “Porque la palabra de la cruz”, escribió Pablo, “es locura a los que se pierden” (1 Cor. 1:18), La cruz lleva esta combinación de lo racional y lo transracional a su apogeo.

            Richard Tamas, en su libro The Passion of the Western Mind, escribió acerca de la irracionalidad del evangelio: “En una era tan iluminada como nunca antes por la ciencia y la razón, las ‘buenas nuevas’ de la cristiandad han llegado a ser una estructura metafísica cada vez menos convincente, un fundamento menos seguro sobre el cual construir nuestra vida, y menos necesarias psicológicamente. La absoluta improbabilidad del nexo de todos los eventos se ha vuelto cada vez más dolorosamente obvia: que un Dios infinito y eterno se haya vuelto repentinamente un ser humano particular en un tiempo y lugar históricamente específicos, con el sólo propósito de ser ignominiosamente ejecutado; que una sola y breve vida que tuvo lugar hace dos milenios en una oscura y primitiva nación, sobre un planeta que ahora se sabe que no es más que una pizca insignificante de materia que se revuelve cerca de una estrella entre billones en un universo impersonal e inconcebiblemente vasto; que un evento tal en su insignificancia, deba tener un significado cósmico y eternamente abrumador, ya no es una creencia competente para los hombres razonables”.[5]

Razón y amor

            Por supuesto, para la razón pura abandonada a su suerte, el evangelio sería absolutamente insostenible, toda vez que la razón pura sola no puede aprehender ese tipo de amor. Si el amor humano -que en su mayor pureza es incapaz de reflejar el amor de Dios- impulsa muchas veces a los humanos a actuar ilógica e irracionalmente, ¿cuánto más el amor de Dios le impele a actuar en formas que trascienden los conceptos humanos de racionalidad? Esto es exactamente lo que ocurrió en la cruz: el amor de Dios le impulsó a actuar en una forma que desafía totalmente a la razón. Creer que el Creador dejó la eternidad y se encamó en la humanidad, sólo para ser crucificado en propiciación por nuestros pecados -y que lo hizo en virtud de su amor abnegado- es aceptar un concepto propio de un reino que la razón no puede alcanzar.

            El sacrificio expiatorio de Cristo, que experimentó la segunda muerte en nuestro lugar, no es la clase de verdad que uno puede encontrar y comprender con la razón pura solamente. La lógica lo puede llevar a usted muy lejos en la búsqueda de la verdad, pero nunca al Gólgota. Ninguna ecuación demuestra que “ahora, pues, ninguna condenación hay para los que están en Cristo Jesús, los que no andan conforme a la carne, sino conforme al Espíritu” (Rom. 8:1). La lógica sistemática misma podría señalar a la existencia de un Dios, pero nunca a la verdad de que Jesús, “siendo en forma de Dios, no estimó el ser igual a Dios como cosa a que aferrarse, sino que se despojó a sí mismo, tomando forma de siervo, hecho semejante a los hombres; y estando en la condición de hombre, se humilló a sí mismo, haciéndose obediente hasta la muerte, y muerte de cruz” (Fil. 2:6-8). No sorprende entonces que Pablo haya escrito: “Pues ya que, en la sabiduría de Dios, el mundo no conoció a Dios mediante la sabiduría, agradó a Dios salvar a los creyentes por la locura de la predicación” (1 Cor. 1:21).

            Sin embargo, la Escritura provee al mismo tiempo la evidencia racional para algo tan transracional como el evangelio. Desde el culto hebreo, que prefiguraba la cruz muchos siglos antes de que ocurriera, y a través de las profecías mesiánicas de los Salmos, Isaías y Daniel, hasta el poderoso testimonio del Nuevo Testamento, Dios ha dado al mundo razones poderosas, lógicas y racionales, para creer en la “locura” de la expiación sustitutiva de Cristo. De hecho, con toda la luz dada a través de la Palabra profética, que alguien acepte algo tan transracional como el evangelio es, diría uno, la única cosa racional que se debe hacer.

            Por supuesto, la evidencia lógica y racional a favor de la cruz no niega la obra del Espíritu Santo en el proceso de la salvación; más bien, muestra sencillamente que el Espíritu Santo puede usar la razón y la lógica para ayudar a la gente a aceptar lo que no es precisamente lógico y razonable.

            Desafortunadamente, Jefferson tomó la posición irracional de que sólo lo que es racional es real. Jesús, en cambio, ha mostrado a través de su vida y sus enseñanzas, que lo real trasciende a lo racional. La Biblia condensada de Jefferson, en la cual no está presente el mismo corazón del cristianismo, demuestra no sólo cuán limitada es la razón, sino que Pascal estaba en lo correcto cuando escribió: “El corazón tiene razones que la razón no puede conocer”.

Sobre el autor: es director de la revista Liberty.


Referencias:

[1] Citado en Edwin Gaustad, Sworn on the Altar of God: A Religious Biography of Thomas Jefferson (Grand Rapids: William E. Eerdmans, 1966), pág. 16. (La cursiva no está en el original.)

[2] Huston Smith, Beyond the Post- Modem Mind (Wheaton, III.: Theosophical Publishing House, 1992), pág. 137.

[3] Citado en Smith, pág. 80.

[4] Donald Bloesch, Theology of Word and Spirit: Authority and Method in Theology (Downers Grove, Ill. InterVarsity Press, 1992), pág. 35.

[5] Richard Tamas, The Passion of the Western Mind (New York: Ballantine Books, 1991), pág. 305 (El énfasis es nuestro).