La predicación de la Palabra de Dios cambia la vida. Mientras escribo esta columna, recuerdo que acabo de presentar una serie de reuniones evangelísticas, sobre los grandes temas de la Escritura. Muchas de las personas que asistieron respondieron pidiendo el bautismo, lo cual es un crédito a la calidad de los pastores y la congregación con quienes trabajé, y al ininterrumpido poder de la Palabra de Dios que impacta las vidas de los oyentes.
Además, personalmente me siento renovado por experimentar el impacto que produce la predicación del mensaje en mi propia vida: mis oídos escucharon las buenas nuevas pronunciadas por mi propia lengua, y mi alma se regocija en la bondad de Dios.
Aunque el número de nuevos creyentes es diferente en cada situación, invariablemente las vidas son cambiadas cuando la Palabra de Dios es proclamada. Esto demuestra claramente el acierto del tema de la iglesia propuesto para 1998, “Experimentando el poder de la Palabra de Dios”.
Le animo a renovar su propia experiencia y a testificar el permanente poder de la Escritura, proclamando activamente las siguientes realidades de la Palabra de Dios.
La Palabra eterna. Primero, y sobre todo, la Palabra de Dios es una Persona, el ser llamado Jesucristo. Cuando usted predica el mensaje de la Escritura, sus oyentes encuentran más que temas, teoría o teología. Encuentran a Aquel que fue en el principio, la Palabra que estaba con Dios, que permanece eternamente con Dios, que creó todas las cosas, y quien es realmente Dios (Juan 1:1-3). No extraña que el profeta declare que la Palabra de Dios permanece para siempre (Isa. 40:8).
La Palabra encarnada. Glorioso recordativo del mensaje del evangelio: ¡Dios con nosotros! Cuando trataba de salvar a los perdidos, Dios no miró hacia abajo y nos elevó hacia el cielo expectante; más bien, Jesús se despojó a sí mismo, y se hizo hombre, tomando sobre él nuestra misma naturaleza y nuestra experiencia, con el propósito de elevarnos con él mismo hasta los lugares celestiales (Fil. 2:5-11). Para efectuar nuestra salvación, la Palabra se hizo carne y habitó entre nosotros (Juan 1:14).
La Palabra revelada. Sabiendo que no toda la gente a través de la historia tendría contacto personal con el ministerio público de Jesús cuando estuvo en la tierra, Dios se propuso revelar también sus secretos a sus siervos los profetas, con el propósito de comunicar su amor, sus propósitos y su gracia a la humanidad perdida (Amos 3:7). A través de seres humanos terrenales comunicó los conceptos celestiales; la Palabra de Dios revela su intención salvífica. Usted difunde ese ministerio profético hoy cuando proclama las buenas nuevas de la Palabra de Dios.
La Palabra escrita. Para perpetuar el fiel testimonio de sus mensajes, el Espíritu Santo de Dios trajo luz y seguridad, incluso, en lugares oscuros, mediante la Palabra profética. Estos mensajes no vinieron por invención humana, ni por la voluntad del hombre. Más bien, individuos piadosos hablaron movidos por el poder del Espíritu Santo (2 Ped. 1:19-21). Así, la Palabra registrada de Dios, las Santas Escrituras, ciertamente es la Palabra de Dios para nuestras propias vidas y las de aquellos a quienes ministramos.
La Palabra proclamada. El poder acompaña a la predicación de la Palabra. De hecho, aunque puede parecer necio depender de la proclamación personal en una época donde abundan las opciones de comunicación multimedia, la promesa escriturística sigue siendo cierta: “la fe viene por el oír y el oír por la Palabra de Dios” (Rom. 10:17). Algo poderoso ocurre cuando un individuo pide la bendición de Dios sobre nuestros esfuerzos para comunicar efectivamente su mensaje a los perdidos. La fe se despierta y la Palabra penetra.
La Palabra salvadora. La Palabra de Dios viene con el propósito específico de salvar a los perdidos: “Siendo renacidos, no de simiente corruptible, sino de incorruptible, por la palabra de Dios que vive y permanece para siempre” (1 Ped. 1:23). Al comer la carne y la sangre de Cristo -la Palabra que Cristo habló-, llegamos a ser participantes de su naturaleza divina (2 Ped. 1:4). ¿Anhela usted llegar a ser más semejante a Jesús? ¿Pasar más tiempo con él a través de su Palabra?
El magisterio de su Palabra. El poder del Espíritu Santo todavía hace a la gente sabia para la salvación por la fe en Cristo Jesús. Un cuádruple propósito de la Escritura es enseñar la sana doctrina acerca de Jesús, reprender nuestro alejamiento rebelde de Jesús, corregir nuestros pasos para que volvamos a él, instruimos en la continuidad de nuestro caminar con Jesús, y equiparnos completamente para servir a Jesús (2 Tim. 3’15-17). Incluso las mismas historias de la Escritura se narran con el propósito de enseñarnos cómo vivir dentro del plan de Dios para nuestras vidas (Rom. 15:4).
La Palabra autorizada de Dios. Cuando Jesús habló en persona, lo hizo con una autoridad que excedía infinitamente a la capacidad o el razonamiento humanos (Mar. 1:22). Hoy, sus palabras siguen siendo la máxima autoridad para todos los pueblos en todos los lugares. Dios nos advierte claramente contra cualquier intento de añadirle o sustraerle algo a su Palabra, incluyendo nuestras propias teorías o excluyendo sus claras instrucciones (Apoc. 22:18-19). En una era que resiste la autoridad, la Palabra de Dios sigue siendo la Roca sobre la cual su pueblo puede asirse con seguridad. “La razón por la cual muchos en esta época del mundo no realizan mayores progresos en la vida espiritual, se debe a que interpretan que la voluntad de Dios es precisamente lo que ellos desean hacer. Mientras siguen sus propios deseos, se hacen la ilusión de que están en armonía con la voluntad de Dios”[1].
La Palabra transformadora Jesús me recibirá, “exactamente como soy”. Pero a través de su Palabra, “me llevará al lugar donde quiere que esté”. Nuestro Salvador oró: “Santifícalos en tu verdad, tu Palabra es verdad” (Juan 17:17). La Palabra de Dios tiene poder para santificar nuestras vidas, y así actúa eficazmente en las vidas de los creyentes (1 Tes. 2:13). Las Escrituras tienen tal poder que podemos dejar de pecar, si nos alimentamos profundamente de ella (Sal. 119:9,11).
“Con el desprecio creciente que se manifiesta hacia la ley de Dios, aumenta la aversión hacia la religión. Aumenta, asimismo, el orgullo, el amor a los placeres, la desobediencia a los padres, y la complacencia propia… ¿Qué se puede hacer para impedir este alarmante avance del mal? La respuesta es… ‘Predica la Palabra’. En la Biblia se encuentran los únicos principios que, al aplicarlos, nos darán seguridad al actuar. Es el trasunto de la voluntad de Dios; la expresión de la sabiduría divina. Capacita a los hombres para comprender los grandes problemas de la vida; y para todo el que tenga en cuenta sus preceptos, será una guía infalible, que le evitará consumir su vida en esfuerzos mal orientados”[2]
La Palabra Viviente. Finalmente, Dios anticipa que su Palabra echará raíces en las vidas de sus seguidores de modo que ellos, también, se conviertan en epístolas vivientes de su gracia salvadora. Como dice el canto infantil: “¿No sabes, ¡oh cristiano!, que tú eres un sermón con zapatos?” Nuestras vidas, conocidas y observadas por otros, pueden ser el único sermón que algunos individuos escuchen jamás (2 Cor. 2:2- 3). La influencia de una vida piadosa, en un mundo impío, tiene un poderoso impacto para la salvación de las almas. Muchos, que nunca entrarían por la puerta de una iglesia para escucharle a usted o a cualquier otro predicador hablar de las Escrituras, sentirán arder su corazón por la epístola viviente que esparce las buenas nuevas en medio de sus actividades diarias.
Referencias
[1] Elena G. de White, Hechos de los apóstoles, pág. 466.
[2] Id., pág. 417