Dios deseaba proporcionar a cada individuo y a la nación todas las facilidades para que llegaran a ser la mayor nación de la tierra (PV, pág. 230; Deut. 4:6-8; 7:6,14; PP, págs. 279, 324). Se proponía hacer de ellos una honra para su nombre y una bendición para las naciones que los rodeaban (Ed. 37; PV, 228).

 Cuando las naciones de la antigüedad vieran el progreso sin precedentes de los israelitas, se suscitarían su atención y su interés. “Aun los paganos reconocerían la superioridad de los que servían y adoraban al Dios viviente” (PV, pág. 232). Deseando obtener para sí las mismas bendiciones, preguntarían cómo podrían adquirir también ellos esas evidentes ventajas materiales. Israel les respondería: “Aceptad a nuestro Dios como vuestro Dios, amadle y servidle como lo hacemos nosotros, y él hará lo mismo en favor de vosotros”. “Las bendiciones así aseguradas a Israel se prometen, bajo las mismas condiciones y en el mismo grado, a toda nación y a todo individuo debajo de los anchos cielos” (PR, 367; Hech. 10:34,35). Todas las naciones de la tierra habían de compartir las bendiciones tan generosamente prodigadas sobre Israel (PR, 274).

 Este concepto del papel de Israel se reitera vez tras vez en todo el Antiguo Testamento. Dios había de ser glorificado en Israel (Isa. 49:3) y su pueblo debía ser testigo suyo (cap. 43:10; 44:8), a fin de revelar a los hombres los principios de su reino (PV, 228). Ellos habían de publicar su alabanza (cap. 43:21) y declarar su gloria entre los gentiles (cap. 66:19), para ser “luz a las naciones” (cap- 49:6; 42:6-7). Todos los hombres reconocerían que Israel tenía una relación especial con el Dios del cielo (Deut. 7:6-14; 28:10). Al contemplar la “justicia” de Israel (Isa. 62:1-2), los gentiles reconocerían que aquéllos eran linaje bendito de Jehová” (Isa. 61:9-10) y que su Dios era el único y verdadero Dios (Isa. 45:14; PP, pág. 324). Ante la pregunta de Israel: “¿Qué nación grande hay que tenga dioses tan cercanos a ellos como lo está Jehová?”, los gentiles responderían: “Ciertamente pueblo sabio y entendido, nación grande es ésta” (Deut. 4:7, 6). Al oír hablar de todas las ventajas con las cuales el Dios de Israel los había bendecido, y “todo el bien” que les había hecho (Jer. 33:9). las naciones paganas admitirían: “Ciertamente mentira poseyeron nuestros padres” (cap. 16:19).

 Las ventajas materiales gozadas por Israel tenían el propósito de atraer la atención y captar el interés de los paganos, para quienes las ventajas espirituales menos evidentes no tenían atractivo natural. Ellos se reunirían y vendrían “de lejos” (Isa. 49:18,12,6, 8-9,22; Sal. 102:22), “desde los extremos de la tierra” (Jer. 16:19, a la luz de la verdad que resplandecería desde el “monte de Jehová” (Isa. 2:3; 60:3; 56:7). Las naciones que no habían sabido del verdadero Dios correrían a Jerusalén por causa de la manifiesta evidencia de las bendiciones divinas que acompañarían a Israel (cap. 55:5). De un país extranjero tras otro vendrían embajadores para descubrir, de ser posible, el gran secreto del éxito de la nación de Israel, y sus dirigentes tendrían la oportunidad de dirigir los pensamientos de sus visitantes a la Fuente de todo lo bueno. Su mente debía ser orientada de lo visible a lo invisible, de lo material a lo espiritual, de lo temporal a lo eterno. (Para una representación gráfica de lo que hubiese sido la respuesta de un pueblo a la irresistible atracción que hubiera irradiado de un Israel fiel a Dios, ver Isa. 19:18-22; Sal. 68:31).

 Los embajadores gentiles, al regresar a sus países habrían aconsejado a sus compatriotas: “Vamos a implorar el favor de Jehová, y a buscar a Jehová (Zac. 8:21- 22). Habrían enviado mensajeros a Israel para decirles: “Iremos con vosotros, porque hemos oído que Dios está con vosotros” (Zac. 8:23). Nación tras nación se habría unido con ellos (Isa. 45:14), juntándose con “la familia de Jacob” (cap. 14:1). Finalmente la casa de Dios en Jerusalén habría llegado a llamarse “casa de oración para todos los pueblos” (cap. 56:7), “y… en aquel día… muchos pueblos y fuertes naciones” habrían venido a “buscar a Jehová de los ejércitos en Jerusalén, y a implorar el favor de Jehová” (Zac. 2:11; 8:22). Los “hijos de los extranjeros” (1 Rey. 8:41) habrían seguido a Jehová “para servirle” y amar su nombre (Isa. 56:6; Zac. 2:11). Las puertas de Jerusalén habrían estado siempre abiertas para recibir “las riquezas” a Israel para ayudar a convertir a otras naciones y pueblos (Isa. 60:1-11). Finalmente todas las naciones habrían llamado a Jerusalén: “Trono de Jehová”, y habrían venido a ella para no andar “más tras la dureza de su malvado corazón” (Jer. 3:17). “Todos los que… se volvieran de la idolatría al culto del verdadero Dios, habrían de unirse con el pueblo escogido. A medida que aumentara el número de los israelitas, éstos habrían de ensanchar sus fronteras, hasta que su reino abarcara al mundo” (PV, 232-233, Dan. 2:35). De este modo Israel habría de florecer, echar renuevos y llenar de fruto la faz del mundo (Isa. 27:6).