El mundo está sediento de una palabra. Me parece que la gente anhela de corazón una palabra fuerte, sencilla, cándida, sin afectaciones. Estamos realmente desilusionados con las palabras presuntuosas que a menudo escuchamos en las jomadas comerciales, políticas, académicas o religiosas. La gente está más convencida que nunca que los comunicadores usan palabras calculadas y elaboradas, en gran medida para crear una impresión, cubrir una debilidad, o manipular con el propósito de obtener algo. La verdad es que en muchas culturas la gente ha desarrollado una actitud cínica y desconfiada debido a una desmesurada explotación verbal real o percibida.

 También descubrimos que constantemente buscamos con urgencia una palabra genuina y autorizada. Anhelamos escuchar a personas que hablen con un poder cautivante, que conlleve algo así como su propio impulso. Cada vez somos más los que nos sentimos hastiados de las palabras pronunciadas con prepotente insistencia, demasiado común en los maestros religiosos contemporáneos. Vemos todo, como lo que con frecuencia parece ser: un vano y ofensivo intento de dirigir la dinámica de la religión para reforzar un control insustancial sobre la vida de la gente.

 En la iglesia nos hemos preguntado muchas veces cuáles serán las causas de la declinación de la autoridad en mucha de la predicación cristiana. Tendemos a señalar con el dedo y condenar todos los males del mundo, entre ellos su torpeza e impenitente oposición al mensaje de Cristo cuando, de hecho, esa torpeza puede deberse en gran medida a la vacuidad de nuestra proclamación  Fuimos desafiados una y otra vez por el inquietante pensamiento de que nuestras palabras, por muy correctas que sean doctrinal y teológicamente, no tienen el poder ni la influencia que la palabra de verdad ha tenido las veces que ha sido pronunciada por otros labios y corazones. La verdad es que a las palabras sólo se les permite salir totalmente, cuando se las usa para cumplir el propósito por el cual fueron diseñadas, y cuando salen de un corazón que las conoce y las vive por la cualidad de su más temprano origen y propósito. Este diseño y propósito fundamental de las palabras está bien expresado por Juan cuando dice: “En el principio era el Verbo, y el Verbo era con Dios… Y aquel Verbo fue hecho carne, y habitó entre nosotros… lleno de gracia y de verdad” (Juan 1:1, 14). La iglesia y el mundo tienen cada día más sed de palabras que transformen, forjadas en el yunque lingüístico de Dios.

 También deberíamos preguntarnos quién es más responsable de la pérdida de credibilidad y respeto por la Biblia y la iglesia: el ataque furioso de la alta crítica o la vacuidad de nuestros discursos y nuestro tradicionalismo religioso. Ambos tienen el potencial de devaluar la Palabra y desviarla hacia una falta de significado y total desilusión.

 “Uno de los aspectos más alarmantes [de esta cuestión] es que nadie parece atreverse a encontrar la palabra viviente que se necesita”. Palabra que debe hallarse y pronunciarse para traer sanidad a la gente. Nadie puede decir que no se ha pronunciado ninguna palabra ante las grandes necesidades de la humanidad. Sin embargo, consideremos la intimidante tarea de encontrar la palabra definitiva y sanadora para lo que afrontamos aquí y ahora. Digámoslo claramente: es el llamado del ministro cristiano a encontrar y proclamar efectivamente la palabra; o mejor todavía, encontrar la “Palabra” [el Verbo] y proclamarla, dondequiera nos envíe Dios a trabajar.

 Pero ¿no tenemos ya una palabra… la Palabra? Por supuesto que sí. Pero lo verdaderamente desafiante es que la palabra genuinamente efectiva, la única que realmente presenta la verdad sanadora a los sedientos labios del alma humana, es mucho más que un descubrimiento teológico, una formulación doctrinal, o una expresión verbal de algún tipo. Si bien hemos escuchado esto una y otra vez, no estoy seguro de que estemos ciertamente convencidos de ello.

 Sabemos que la palabra eficaz es mucho más que las simples palabras impresas en las páginas del Libro que llamamos la Biblia. Pero, si es más, ¿qué es, y por qué es tan elusiva? Aquí hay algo de luz cuidadosamente concebida sobre este asunto: “Los líderes y la gente están privados de la palabra, porque ya no hablan con significado, sino que usan las palabras como máscaras para impresionar a la gente, para probar un punto, para… sacar una ventaja. Y ese no es el propósito de la palabra viviente… Y lo terrible es que las palabras que debieran decirse son tan sencillas, y [nosotros] no podemos decirlas, porque las palabras saben que ellas no vivirán, no serán hechas carne. Porque la palabra respira y vive sólo mediante un intento verdadero y honesto”.

 Aquí está el meollo del desafío para el ministro cristiano. En la última parte de esta declaración, las “palabras” parecen tener una cierta y casi consciente percepción de ellas mismas. Se perciben como poseyendo la habilidad de negarse a ceder su significado más profundo y su impacto práctico, mientras el que las emplea quiera usarlas para impresionar, probar un punto, u obtener de sus oyentes una ventaja personal. De hecho, esto no permite que sean pronunciadas. Quizá haya más de un elemento mítico en el concepto de que las palabras tienen esta conciencia, especialmente si recordamos la Palabra que fuimos llamados a proclamar. Es un matrimonio entre nuestras “palabras” y la “Palabra” lo que andamos buscando.

 Hemos probado los sistemas profesionales, la planeación de sermones, y las estrategias de liderazgo, junto con la gloria de una brillante oratoria. Hemos hecho estas cosas y esperado demasiado de ellas. Son seductoras. Primero, porque tienen una parte muy legítima que desempeñar en nuestro ministerio; segundo, si son bien ejecutadas, tienen una forma de influir y convencer, sensibilizando los más profundos elementos del alma humana.

 Sin embargo, me parece que estamos contra la pared. Nada, excepto lo verdadero, funcionará en lo sucesivo. Dios nos ha llevado al lugar donde cualquier pretensión simplemente no funciona, y donde un ministerio carente de la vida del Espíritu y la proclamación se exponen como cada vez más inadecuados frente al día escatológico al que la iglesia ha llegado. Creo que este lugar contra la pared está cerca del lugar donde Dios llevó a Pablo cuando lo llamó a salir de su anticuado sistema religioso. Fue esta salida la que le dio a Pablo el valor para dejar la vacuidad de lo antiguo y abrazar la realidad viviente de lo nuevo. Él lo expresó así; “Pero cuantas cosas (eran para mí ganancia, las he estimado como pérdida por amor de Cristo. Y ciertamente, aun estimo todas las cosas como pérdida por la excelencia del conocimiento de Cristo Jesús, mi Señor” (Fil. 3:7,8).

 El tema de este número de Ministerio es el pastor y la Biblia. Es esparcir la Palabra. Y las palabras esperan. Nosotros las encontraremos y las conoceremos si las buscamos como la pasión práctica cotidiana de nuestra vida y ministerio. Tienen en ellas mismas las semillas de un nuevo comienzo. En última instancia, es la definitiva Palabra de la Cruz la que estamos llamados a proclamar, primero a través de nuestra vida, y después por medio de nuestra proclamación. Dediquemos una parte inequívoca y significativa de nuestra vida diaria para escudriñar la Biblia. Abracémosla con una nueva pasión y destreza, tanto a nivel profesional como a nivel personal: la fabulosa esencia del Libro y su revelación. Amemos la Biblia y prepongámonos compartirla con los demás, y por sobre todo, demos a la Palabra (el Verbo) misma, el lugar digno que merece en nuestra vida y nuestra predicación.