La gracia es la revelación de la obra redentora de Dios por medio de Jesucristo en favor de la humanidad caída. En las palabras de Aiden W. Tozer, “esel beneplácito de Dios que lo inclina a otorgar beneficios a los que no merecen nada. Es un principio que tiene existencia propia, atributo de la naturaleza divina, y que surge de sí mismo al compadecerse de los perdidos, al perdonar a los culpables, al darle la bienvenida a los réprobos y al favorecer a los que antes se encontraban justamente reprobados”.

            La gracia surge del corazón de Dios, de la profundidad incomprensible de su ser. Es una característica del Señor que él no puede esconder, así como el Sol no puede ocultar su fulgor. El canal por medio del cual la gracia fluye hacia los hombres es Jesucristo crucificado y resucitado.

            Desde los días del Antiguo Testamento hasta hoy, nadie se salvó a no ser por la gracia de Dios. A Adán, Eva, Abel, Enoc, Noé, Abraham, Moisés, Josué, Rahab, Pedro, Pablo, Juan y a nosotros, Dios nos acepta sólo por su gracia. Así se nos declara justos. Los argumentos de Pablo en su carta a los creyentes de Roma lo dejan bien en claro; e iluminaron el camino de la vida espiritual de Martín Lutero. Al descubrir la realidad de la gracia divina y el significado de la justicia de Cristo con respecto al ser humano, pudo disfrutar de la vida religiosa en lugar de sufrirla. El concepto de salvación sólo por gracia se convirtió en la marca distintiva de la Reforma protestante.

            Para Lutero la justificación por la fe no era sólo una doctrina cuidadosamente elaborada, sino una experiencia transformadora de la vida. Lutero entendió el evangelio, y lo experimentó como “el poder de Dios para salvación a todo aquél que cree”. Esa trascendental experiencia de justificación, regeneración, libertad y transformación fue la causa del cambio que se manifestó en su existencia.

            Por esa razón, la profunda divergencia que se suscitó entre los reformadores y la Iglesia Católica no se limitó sólo a la intransigencia de los dirigentes de esa iglesia. El problema era que Lutero y los demás reformadores no podían seguir sometidos a las doctrinas que los alejaban de los principios básicos sobre los cuales se había construido un tan bendito sentido de justificación personal, inocencia y paz con Dios.

            Sin la gracia no somos nada ni tenemos nada. Depender de ella es estar seguros contra el orgullo, el egoísmo y la altivez, tan perjudiciales para la obra pastoral. Por eso Pablo afirmó: “Por la gracia de Dios soy lo que soy” (1 Cor. 15:10).

            Celebremos la gracia. Ella nos basta.