La mayordomía es un amplio proyecto referente a la administración del ser. Implica al ser humano biológico (mayordomía de la vida), psicológico (mayordomía de la mente) y espiritual (mayordomía de la espiritualidad).
Un enfoque fragmentado de la realidad humana ha dado origen a prácticas completamente ajenas a los principios del estilo de vida cristiano. Por ejemplo, los espiritualistas ven en la carne o en el cuerpo la morada del mal y el pecado, no obstante, lo cual existe un frenesí por el progreso temporal y el cuidado del cuerpo. No es otra cosa que el eco de la antigua filosofía platónica que establecía una polarización entre la carne y el espíritu.[1]
La concepción del hombre en su plena dimensión, lejos de producir esa polarización en su interior, contribuye a que todas las facetas del ser dependan la una de la otra. Lo espiritual y lo carnal son partes inseparables del ser: el hombre total.[2] Al escribir a los cristianos de Tesalónica, Pablo les dijo: “Y el mismo Dios de paz os santifique por completo, y todo vuestro ser, espíritu, alma y cuerpo, sea guardado irreprensible para la venida de nuestro Señor Jesucristo” (1 Tes. 5:23).
Una santificación completa y total, una santificación de todo el ser. ¿Qué significa esto? Jesús es nuestro Modelo de esa santificación que abarca al hombre en su totalidad. “Y Jesús crecía en sabiduría y en estatura, y en gracia para con Dios y los hombres” (Luc. 2:52). En otras palabras, la santificación de la vida intelectual (“crecía en sabiduría”), de la vida física (“crecía en estatura”), santificación social (“crecía en gracia para con los hombres”) y santificación espiritual (“crecía en gracia para con Dios”).
De acuerdo con las Escrituras Sagradas, “se requiere de los administradores (mayordomos) que cada uno sea hallado fiel” (1 Cor. 4:2). Dios desea que cada una de las personas que lo aceptan como Señor sea hallado como un buen administrador. Y, ¿qué tienen que administrar? Todo el ser, para gloria de Dios (1 Cor. 10:31). La mayordomía es un amplio proyecto para la administración de todo el ser.
La mayordomía cristiana tradicional se concentraba en los bienes: talentos, tesoros, tiempo y templo.
Pero la Palabra de Dios la concentra en el hombre creado a “su imagen y semejanza” (Gén. 1:26). El objeto de la mayordomía es el hombre creado por Dios, el hombre separado de Dios y el hombre redimido en la plenitud de sus dimensiones. Por lo tanto, la mayordomía en manos del Espíritu Santo es el instrumento para santificar al hombre. Por eso hablamos de las cuatro vitales dimensiones de la mayordomía: de la vida física, la mental, la social y la espiritual.
Desde este punto de vista, la mayordomía restaura en el hombre la imagen perdida y lo capacita para que se lo halle como un fiel mayordomo, un fiel administrador.
La mayordomía de la vida
¿Cómo puedo permitir que el Espíritu Santo gobierne la mayordomía de mi vida? Ese aspecto de la mayordomía abarca la administración de la vida física en lo que se refiere a alimentos, ropa, vivienda, bienestar económico, trabajo, salud, etc.[3] Vendría al caso que nos preguntáramos: ¿Maneja el Espíritu Santo nuestro régimen alimentario, nuestra manera de vestir, nuestra casa y nuestro trabajo? ¿Ha sido el evangelio de Cristo “poder de Dios para salvación” (Rom. 1:16) en todos los aspectos de nuestra vida física? ¿Hemos sido lo suficientemente humildes como para aceptar que Cristo sea el Señor de la mayordomía de nuestra vida?
“De modo que, si alguno está en Cristo, nueva criatura es” (2 Cor. 5:17). Las personas que pasan de las tinieblas a la luz, por medio de la predicación del evangelio, adoptan un nuevo estilo de vida: el estilo de vida de Cristo. Se vuelven, entonces, nuevas criaturas. Ponen en práctica con profundo gozo los principios que rigen su manera de comer, vivir y trabajar. En todo glorifican al Señor que los salvó.
La mayordomía de la mente
El nuevo hombre tiene ahora “un corazón nuevo” (Sal. 51:10). El evangelio también alcanzó su mente. Sus pensamientos, su ideología, su filosofía, su visión del mundo, su educación; todo ha sido tocado y transformado por el Espíritu Santo. Ahora le da gloria a Dios mediante la mayordomía de su mente. Como dice Pablo: “Con Cristo estoy juntamente crucificado; y ya no vivo yo, mas vive Cristo en mí; y lo que ahora vivo en la carne lo vivo en la fe del Hijo de Dios, el cual me amó y se entregó a sí mismo por mí” (Gal. 2:20).
Sus pensamientos son los de Dios. Si ideología parte de la cruz, y su manera de considerar el mundo nace de la revelación divina.
Mayordomía de la sociabilidad
El nuevo hombre también está socialmente santificado. Como lo afirmó Juan, “El que ama a su hermano permanece en la luz, y en él no hay tropiezo” (1 Juan 2:10). Y el mismo Cristo ya lo afirmaba con mayor amplitud: “Amad a vuestros enemigos… y orad por los que… os persiguen” (Mat. 5:44).
El hombre nacido de Dios es un mayordomo fiel cuando administra su vida social. En ese aspecto, trata de santificar sus relaciones con sus semejantes, con su cónyuge, con sus compañeros de trabajo, con sus jefes, etc. La mayordomía social nos plantea una pregunta: ¿Honro a Dios con mi manera de tratar a mi prójimo?
Mayordomía de la espiritualidad
El hombre nacido de Dios goza de íntima comunión con su Creador (1 Juan 1:3). Una comunión que lo induce a santificar su espiritualidad, es decir, a administrar fielmente ese aspecto de la vida. Los especialistas dicen que el hombre común, el que vive sin Dios, padece de un “vacío existencial”. Es una situación de alejamiento de Dios, que se caracteriza por una pobre espiritualidad. Al intentar resolver el problema mediante la filosofía, las costumbres, las prácticas y las diversiones mundanas —sin hablar de las drogas—, el ser humano aplaca sólo temporalmente su necesidad de Dios.
El salmista confesó que su espíritu tenía “sed de Dios, del Dios vivo” (Sal. 42:2). El profeta Jeremías describe esa realidad y la explica con las palabras del mismo Dios cuando dice: “Porque dos males han hecho mi pueblo: me dejaron a mí, fuente de agua viva, y cavaron para sí cisternas, cisternas rotas, que no retienen agua” (Jer. 2:13).
Incluso los que profesan haber aceptado a Cristo se encuentran muchas veces sujetos a la práctica formal de una religión árida, seca y desprovista de sentido. Dios desea santificar nuestra espiritualidad. Anhela que seamos mayordomos fieles, leales administradores del aspecto espiritual de nuestra vida. Eso implica cuidado con las horas de devoción personal, adoración, oración, nuestro compromiso con la predicación, como asimismo el fiel desempeño de la vocación para la cual fuimos llamados.
La espiritualidad, desde el punto de vista de la mayordomía total, capacita al ser humano para funcionar como una unidad, y no como un ente fragmentado.
Fidelidad plena
En suma, Dios anhela santificar al hombre por completo. Al rescatar al ser humano y convertirlo en una nueva criatura en Cristo Jesús, también redime la mayordomía de su vida, mente, sociabilidad y espiritualidad. Todos esos aspectos vitales de la experiencia humana se fortalecen en la unidad del ser que, arrepentido y redimido por la sangre de Cristo, dice como Pablo: “Ya no vivo yo, sino que Cristo vive en mí”.
Cuando nos convertimos en hijos de Dios lo reconocemos como el Dador de todas esas cosas (Sal. 24:1). Entonces valorizamos los bienes que ha puesto a nuestra disposición (talentos, tiempo, tesoros y templo) para que sean fielmente administrados con el fin de propender al desarrollo total del ser humano.
Un enfoque bíblico del hombre nos permite considerar todo lo que significa como imagen de Dios: un ser completo física, psíquica, social y espiritualmente. La mayordomía cristiana reconoce que el evangelio transforma, santifica, imprime en nuestro ser la imagen de Dios y nos hace nuevas criaturas en Cristo Jesús.
Esa nueva criatura se entrega plenamente, y permite que el Espíritu Santo gobierne todos los aspectos de su vida.
Sobre el autor: Director de Mayordomía Cristiana en la Misión Andina Central. Perú.
Referencias
[1] Máximo Vicuña Arricia, La resurrección de los muertos (Universidad de la Unión Peruana), pp. 2, 3.
[2] lbíd., p. 170.
[3] Stephen R. Covey, Primero lo primero (Buenos Aires, Editorial Paidós), p. 61.