A diferencia de otras épocas, hoy existe una gran variedad de técnicas para atraer a la gente hacia Cristo, además de la predicación del evangelio desde el púlpito.

            Pero los discursos y las técnicas sin una entrega personal a Cristo y sin el poder del Espíritu Santo obrando en el corazón humano son como los huesos secos de la parábola de Ezequiel. Sencillamente no tienen vida. El Espíritu Santo, cuando mora en la mente de los seguidores de Jesús, los capacita para que lleguen a ser obreros eficientes en la viña del Señor. Él es quien otorga dones a los hombres (Efe. 4:1; 1 Cor. 12; Rom. 12), transformándolos en canales por medio de los cuales fluye en abundancia la gracia divina que alcanza al pecador (Hech. 8:26- 31).

            Ese es el modelo que aparece con toda nitidez en los primeros capítulos del libro de los Hechos. El gran protagonista de las actividades misioneras es el Espíritu Santo (Hech. 13:1-3; 8:26-29; 16:6, 7). La poderosa presencia del Espíritu Santo, su naturaleza y su propio ser, hacían imposible que la iglesia no diera testimonio de su experiencia con Cristo.

Los hechos del Espíritu

            Lucas, el gran investigador literario, avanzó en la elaboración del más importante manual de instrucción misionera: Los Hechos de los Apóstoles, y se refirió con frecuencia a la cantidad de gente que se bautizó como resultado del testimonio de los creyentes (Hech. 2:41; 4:4; 5:14; 6:7; 9:31; 16:5; 21:20).

            A partir de la experiencia del Pentecostés, el testimonio y la ganancia de conversos se produjeron de forma inevitable. El libro de Hechos da testimonio del crecimiento explosivo de la iglesia, consecuencia de una permanente participación misionera. El sumo sacerdote que acusó a los dirigentes de la iglesia no estaba equivocado cuando dijo: “Habéis llenado a Jerusalén de vuestra doctrina” (Hech. 5:28). Después de todo, no podían “dejar de decir lo que” habían “visto y oído” (Hech. 4:20). No era necesario que se los animara a evangelizar. El Espíritu Santo estaba obrando poderosamente en ellos y por medio de ellos.

Los milagros

            A los primeros discípulos les parecía imposible la tarea de predicar el evangelio a toda nación, tribu, lengua y pueblo. -Comenzarla en Jerusalén y llegar hasta el último rincón de la Tierra era algo que estaba más allá de cualquier conjetura y de todo razonamiento (Hech. 1:7, 8.)

            Los israelitas tuvieron una experiencia semejante mucho antes, cuando les tocó atravesar el Mar Rojo. En esa ocasión, el Señor le dijo a Moisés: “¿Porqué clamas a mí? Di a los hijos de Israel que marchen” (Éxo. 14:15). Desde un punto de vista humano, ésa era una situación sin salida, puesto que el pueblo se encontraba entre el ejército enemigo en su retaguardia y el mar al frente. Pero la orden era avanzar.

            De la misma manera, los primeros cristianos en los días de los apóstoles tenían ante sí una tarea gigantesca, irrealizable. Pero Dios intervino en cumplimiento de su promesa. Los israelitas avanzaron por fe, caminaron e introdujeron sus pies en el agua. Entonces se produjo la intervención divina. “Si hubieran retrocedido cuando Moisés ordenó que avanzaran, Dios no les habría abierto el camino” dice Elena de White. Por su parte, Pablo afirmó: “Por la fe pasaron” (Heb. 11:29).

            Al obrar de esa manera, no sólo demostraron su fe en la Palabra de Dios, sino también confianza. “Hicieron todo lo que estaba a su alcance, y entonces el Poderoso de Israel dividió el mar con el fin de abrir sendero para sus pies” (Patriarcas y profetas, p. 295).

            Tal como en el Antiguo Testamento, el libro de Hechos revela que los primeros cristianos tenían una conducta semejante. Un gran desafío para un minúsculo grupo de fieles. Es posible que ellos no hayan comprendido la magnitud de la orden, pero se reunieron para orar (Hech. 1:14), en el más extenso encuentro devocional registrado en la Biblia. Estuvieron cuarenta días orando, suplicando y clamando a Dios el cumplimiento de la promesa hecha por Jesucristo. Entonces la promesa se volvió realidad (Hech. 2:1-7). Se manifestó el poder del Espíritu Santo, y las imposibilidades desaparecieron.

Corazones consumidos

            La pasión por la salvación de las personas que desarrolló la presencia del Espíritu Santo no es sólo evidente en la iglesia cristiana primitiva; también se la vio, después de los apóstoles, entre los valdenses y otros creyentes de la Edad Media, y entre los pioneros de la Iglesia Adventista.

            Ese fuego que consume los corazones ha sido a lo largo de la historia la marca especial de todos los que han sido verdaderamente misioneros. Salvar a los perdidos no era para ellos otra opción en la escala de valores de la vida cristiana, sino el propósito central de su vida (Hech. 20:24). Era la base y la columna vertebral de su creencia en Dios y su confianza en él.

            George Whitefield, el famoso evangelista inglés, decía lo siguiente: “¡Oh, Señor! Dame las almas y toma la mía”. Dwight L. Moody, de Chicago, oraba así: “Mi Salvador, úsame para cualquier propósito y de cualquier forma que necesites”.

            David Brainerd, uno de nuestros más célebres misioneros, afirmó lo siguiente mientras trabajaba entre los pobres y olvidados indios Delaware: “No me importa dónde vivo ni por qué dificultades tengo que pasar, mientras gane almas para Cristo. Cuando duermo, sueño con eso. Cuando me despierto, la primera cosa en que pienso es en esta gran obra”.

            La pasión por los perdidos que ardía en el corazón de Charles Spurgeon lo llevó a preparar una serie de temas con el propósito de presentar a los estudiantes del seminario teológico lo que él llamaba “el más excelso de todos los oficios: ganar almas”. Bajo el título de “¿En qué consiste ganar un alma?”, dijo lo siguiente: “Si Dios me capacita para esto, me he propuesto, queridos hermanos, ofrecerles un breve curso de evangelización. Ganar almas es la principal preocupación del ministro cristiano y, por cierto, debería ser la de todo verdadero creyente. Cada uno de nosotros debería decir con San Pedro: ‘Voy a pescar’. Y como Pablo, nuestras metas deben ser: “Si de alguna manera puedo salvar a alguno” (Cómo ganar almas, p. 7).

En la actualidad

            El registro bíblico nos muestra el gran poder del Espíritu Santo, que actuó por medio de los discípulos para darle a la naciente iglesia un crecimiento espectacular por medio de la conquista de personas para Cristo. Él también ha sido el fuego santo que consumió multitud de corazones de creyentes a lo largo de la historia. No obstante, al analizar el momento actual, parecería que ésta no es la motivación principal de un vasto segmento de la Iglesia Adventista. Tal vez en algunos el corazón esté latiendo por la evangelización, pero sólo lánguidamente.

            Además, en este tiempo disponemos de estadísticas que nos muestran que un porcentaje bastante elevado de fieles está muy ocupado con distintas tareas eclesiásticas o seculares. Pero, incluso dentro de ellas, no se le da el lugar que le corresponde a la ganancia de personas para Cristo. Frente a ese panorama y esa situación surge ineludible una lógica pregunta: ¿Cómo podemos evaluar esto?

            Cuando evaluamos el lento avance misionero, sumado a la aparente apatía hacia el testimonio cristiano y la conquista de personas de la época actual, y los comparamos con la motivación y la acción de los creyentes de otros tiempos, incluyendo los pioneros adventistas, probablemente llegaremos a la conclusión de que la actual temperatura espiritual es bastante baja.

            Es necesario reconocer que la pasión por la salvación de los seres humanos no es algo que brota espontáneamente del corazón. Al contrario, es algo que nace de la comprensión de la naturaleza del reino de Dios y de entender que el testimonio cristiano no es una opción sino el resultado de la presencia de Cristo, por medio de su Espíritu, en el corazón (Gál. 2:20; 1 Cor. 9:16).

El anhelo de Dios

            El Señor desea que sus santos cambien de paradigma y se entreguen plenamente a la ganancia de pecadores, conscientes de que los bautismos no son sólo cuestión de alcanzar blancos, sino de gente salvada por el poder del Espíritu Santo. Gente a la cual el Señor arrebató de las tinieblas y la trasladó a la luz gloriosa de su reino, y que ahora sirve, ante un universo asombrado, a su iglesia y a la sociedad.

            Dios quiere que en este tiempo el remanente tenga una actitud más positiva hacia la misión que ha recibido, sabiendo que para los habitantes del Reino de los Cielos no es sólo cuestión de números. Para los creyentes de la iglesia apostólica, y de tantos otros a lo largo de la historia, la conquista de personas para Cristo significaba ver a hombres y mujeres que pasan de la muerte a la vida eterna con Jesucristo.

            Finalmente, Dios desea que en este tiempo sus hijos crean que el Espíritu Santo sigue siendo el mismo, y que conserva intacto todo el poder y la vitalidad de otras épocas. Cuando nos dedicamos sin reservas a la grandiosa y elevada tarea misionera, su glorioso poder, que siempre está en acción, seguirá haciendo milagros y dando motivos para que el universo prorrumpa en cánticos con el fin de glorificar su nombre por la conversión de los seres humanos a su majestuoso reino.

Sobre el autor: Director de Mayordomía de la Asociación Argentina Central.