El evento culminante de la realidad bíblica es la Segunda Venida, cuando Cristo volverá para juzgar al mundo, para vindicar su muerte y buscar a sus escogidos. El conocido credo del cristianismo occidental, el Credo de los Apóstoles, establece que Cristo “resucitó de los muertos, ascendió a los cielos, está sentado a la diestra de Dios Padre todopoderoso, de donde vendrá para juzgar a los vivos y a los muertos”.[1]

Todos los teólogos ortodoxos concuerdan con esta doctrina. Según lo afirma un erudito evangélico: “Es la base de la esperanza cristiana, el único acontecimiento que señalará el comienzo de la consumación del plan de Dios”.[2] Esa elevada evaluación de la segunda venida o parusía de Cristo se justifica a la luz de las inspiradas palabras de Pablo: “Por cuanto ha establecido un día en el cual juzgará al mundo con justicia, por aquel varón a quien designó, dando fe a todos con haberle levantado de los muertos” (Hech. 17:31).

“Porque el Señor mismo con voz de mando, con voz de arcángel y con trompeta de Dios, descenderá del cielo; y los muertos en Cristo resucitarán primero. Luego nosotros, los que vivimos, los que hayamos quedado, seremos arrebatados juntamente con ellos en las nubes para recibir al Señor en el aire, y así estaremos siempre con el Señor” (1 Tes. 4:16, 17).

“Y a vosotros que sois atribulados, daros reposo con nosotros, cuando se manifieste el Señor Jesús desde el cielo con los ángeles de su poder, en llama de fuego, para dar retribución a los que no conocieron a Dios, ni obedecen al evangelio de nuestro Señor Jesucristo” (2 Tes. 1:7, 8).

Estas breves afirmaciones del apóstol Pablo tienen como objetivo reasegurar en los nuevos creyentes la certeza de la promesa original de Cristo: “Vendré otra vez, y os tomaré a mí mismo, para que donde yo estoy, vosotros también estéis” (Juan 14:3). “Porque el Hijo del hombre vendrá en la gloria de su Padre con sus ángeles, y entonces pagará a cada uno conforme a sus obras” (Mat. 16:27). El Señor, incluso, puso su regreso en el contexto del día grande y terrible de Jehová, cuando identificó su parusía con la venida del Dios de Israel: “Entonces aparecerá la señal del Hijo del Hombre en el cielo; y entonces lamentarán todas las tribus de la Tierra, y verán al Hijo del Hombre viniendo sobre las nubes del cielo, con poder y gran gloria. Y enviará a sus ángeles con gran voz de trompeta, y juntarán a sus escogidos, de los cuatro vientos, desde un extremo del cielo hasta el otro” (Mat. 24:30, 31; véase también Isa. 27:12, 13; 43:5-7; 56:8).

El regreso de Cristo es el tema central del Apocalipsis (Apoc. 1:7), que pinta ese acontecimiento una y otra vez como la culminación de una serie de eventos futuros (Apoc. 6:12-17; 14:14-20; 19:11-21). Esta reseña parcial revela la segunda venida de Cristo como el tema esencial del Nuevo Testamento.

El fundamento de la parusía

Sin el glorioso regreso de Cristo, su promesa de renovar todas las cosas (Mat. 19:28) se desmoronaría. Más aún, el propósito de su primera venida estaría seriamente comprometido, si no totalmente perdido. Con una fuerza impelente, Pablo presenta la inquebrantable unidad de la salvación presente y futura de los creyentes en Cristo: “Porque si no hay resurrección de los muertos, tampoco Cristo resucitó. Y si Cristo no resucitó, vana es entonces nuestra predicación, vana es también vuestra fe… Y si Cristo no resucitó, vuestra fe es vana, aún estáis en vuestros pecados. Entonces también los que durmieron en Cristo perecieron. Si en esta vida solamente esperamos en Cristo, somos los más dignos de conmiseración de todos los hombres” (1 Cor. 15:13, 14, 17- 19).

El apóstol Pablo categóricamente basó la certeza de nuestra esperanza en la vida eterna, es decir, la resurrección de los muertos, en la resurrección corporal de Cristo. Pablo no tenía dudas respecto de la realidad histórica de este acontecimiento. El Señor resucitado le había hablado claramente en el camino a Damasco, llamándolo a ser apóstol y testigo (Hech. 26:15-18), una experiencia con un significado inaudito para el celoso fariseo. Él consideró la resurrección de Jesús de entre los muertos como el comienzo de la prometida resurrección anunciada por los profetas de Israel (Job. 19:25- 27; Isa. 26:19; Dan. 12:2).

F. F. Bruce escribió: “Puesto que Dios resucitó a Jesús de entre los muertos, puede resucitar a todos sus hijos en el debido momento: más específicamente en ocasión de la parusía de Cristo, su venida en gloria”.[3] Pablo ilustra esa conexión espiritual cuando se refiere al Cristo resucitado como las “primicias de los que durmieron”

(1 Cor. 15:20). Esa imagen recordaba la fiesta que se celebraba cuando se cosechaban los primeros granos para ofrecerlos a Dios, y el significado de ello era que cuando se ofrecían las primicias toda la cosecha estaba santificada. Pablo explica además: “Si la raíz es santa, también lo son las ramas” (Rom. 11:16). En otras palabras, la resurrección de Cristo es la garantía de la resurrección de todos los que le pertenecen (1 Cor. 15:23).

Posteriormente, Pablo colocó el significado de la primera venida de Jesús en el marco más amplio de la historia de la salvación cuando declaró: “Porque así como en Adán todos mueren, también en Cristo todos serán vivificados” (1 Cor. 15:22). Aquí se presenta a Cristo como el segundo Adán, el nuevo Padre de la raza humana, que ha determinado el futuro de la humanidad mucho más que Adán, de la misma manera como la vida eterna es mucho más que la muerte (Rom. 5:14,15). En Cristo podemos regocijarnos en la gloria de Dios (Rom. 5:2), porque Cristo resucitó “de los muertos”, y “la muerte no se enseñorea más de él” (Rom. 6:9).

La resurrección de Cristo es el fundamento indispensable de la fe y la esperanza cristianas.

Reafirmaciones del Señor resucitado

El evangelio no se basa solamente en la tumba vacía de Jesús, sino también en la sorprendente aparición del Señor resucitado a sus discípulos (Juan 20; 1 Cor. 15:5-8) y en su don del Espíritu de Dios (Hech. 2:1-4). Pedro, en el día de Pentecostés, basó su emocionante mensaje a los israelitas en la resurrección y en la ascensión de Cristo al cielo.

El punto fundamental de su exposición fue la explicación del derramamiento visible del Espíritu de Dios sobre los judíos cristianos, en un desarrollo progresivo del divino plan de salvación (Hech. 2:32, 33).

Pedro anunció que el derramamiento del Espíritu Santo, tal como lo profetizó Joel (2:28), se volvió una realidad evidente como consecuencia de la resurrección, ascensión y exaltación en el cielo de Jesús como Señor y Mesías (Hech. 2:36). Su cumplimiento no era imaginario ni desprovisto de evidencias; el espíritu de profecía se restableció notablemente en Israel como señal de la era mesiánica, una realidad tan irresistible y convincente que cerca de 3 mil personas se bautizaron en un solo día (Hech. 2:41).

Hendrikus Berkhof lo explica de esta manera: “Sólo como consecuencia de las apariciones de Jesús resucitado, la desesperación cedió su lugar a una fe nueva, nada común e irrefutable. Por eso la resurrección se puede considerar como el evento redentor decisivo… la fe cristiana se levanta o cae con la resurrección”.[4]

En resumen, la fe cristiana en general, y la fe en la parusía en particular, no se basan en una ideología o filosofía moral, sino en hechos históricos innegables y poderosas realidades demostradas en Cristo. Después del Pentecostés, la fe de Pedro siguió orientada hacia la venida personal de Jesucristo: “A quien de cierto es necesario que el cielo reciba hasta los tiempos de la restauración de todas las cosas, de que habló Dios por boca de sus santos profetas que han sido desde tiempo antiguo” (Hech. 3:21). La promesa de los ángeles en ocasión de la ascensión de Jesús confirma la esperanza cristiana: “Este mismo Jesús, que ha sido tomado de vosotros al cielo, así vendrá como le habéis visto ir al cielo” (Hech. 1:11).

Aquí no se predice ningún advenimiento invisible, espiritual o secreto, sino el regreso visible y personal del Señor Jesucristo.

La esperanza de los primeros cristianos

En ocasión de la última cena, Jesús hizo una solemne promesa: “Y os digo que desde ahora no beberé más de este fruto de la vid, hasta aquel día en que lo beba nuevo con vosotros en el reino de mi Padre” (Mat. 26:29). La relación que establece Jesús aquí entre la Cena del Señor y el banquete mesiánico venidero convierte a cada servicio de comunión en un anticipo de su segunda venida. Pablo reconoció este aspecto profético de la Cena del Señor cuando escribió la siguiente instrucción: “Todas las veces que comiereis este pan, y bebiereis esta copa, la muerte del Señor anunciáis hasta que él venga” (1 Cor. 11:26). Esa preciosa conexión entre la Santa Cena y la promesa del regreso de Cristo con frecuencia se pierde de vista por el énfasis unilateral que se da, en el momento de la celebración, al sacrificio expiatorio del Señor.

Pablo concluye su carta a los corintios con una antigua oración aramea la cual, según algunos especialistas en el Nuevo Testamento, era un saludo que se acostumbraba a dar entre los primeros cristianos: “¡Maranata!”, que significa: “El Señor viene” (1 Cor. 16:22). Oscar Cullmann hace el siguiente comentario: “Sabemos que todo el culto del cristianismo primitivo se consideraba un anticipo del reino de Dios… Esa conexión entre la realidad actual y el futuro… representa el carácter peculiar y la grandeza de la adoración de la iglesia primitiva”.[5]

Esta actitud futurista del culto cristiano original resulta evidente en las cartas apostólicas. En su primera epístola a los cristianos de Tesalónica (50 a.C.), Pablo escribió: “Os convertisteis de los ídolos a Dios, para servir al Dios vivo y verdadero. Y esperar de los cielos a su Hijo, al cual resucitó de los muertos, a Jesús, quien nos libra de la ira venidera” (1 Tes. 1:9, 10). A fines del primer siglo, después del Pentecostés, Juan terminó el libro del Apocalipsis con esta seguridad personal respecto del Señor resucitado: “El que da testimonio de estas cosas dice: Ciertamente vengo en breve”. A lo que el apóstol respondió inmediatamente: “Amén; sí, ven Señor Jesús” (Apoc. 22:20). La esperanza del advenimiento era viva. Y determinó la fe y el culto de la iglesia primitiva.

Poder santificador

Los apóstoles no enseñaron la Segunda Venida como un dogma aislado sino como una verdad vital que modelaba la vida de los creyentes. La esperanza en la parusía se debía alimentar personalmente como un poder santificador que debía prepararlos en confianza para la venida de Cristo. Pablo dejó en claro que esa santificación, como también la justificación, eran requisitos previos y la garantía de la glorificación, cuando escribió sucintamente: “Cristo en vosotros, la esperanza de gloria” (Col. 1:27).

Esta declaración pone de nuevo en evidencia la conexión que existe entre la salvación presente y la futura. El futuro está asegurado por la redención actual a través de la misma fe en Cristo. Pablo explicó esa garantía de forma sencillamente magistral: “Y si el Espíritu de aquél que levantó de los muertos a Jesús mora en vosotros, el que levantó de los muertos a Cristo Jesús vivificará también vuestros cuerpos mortales por su Espíritu que mora en vosotros” (Rom. 8:11). ¡Cuánta esperanza reside anclada en una fe viva y una real experiencia en Cristo!

El cristiano puede disfrutar inclusive en esta vida de “los poderes del siglo (mundo) venidero” (Heb. 6:5). Como lo afirma Bruce: “Interiormente ya experimentaban un anticipo de la resurrección futura, de la vida eterna, porque estaban unidos por la fe en el Cristo resucitado, que habitaba en ellos”[6] Esto hace de todos los creyentes cristianos ciudadanos del reino de los cielos, de donde aguardan ansiosamente la aparición de su Señor (Fil. 3:20, 21; Tito 2:13). Esa bendita esperanza transforma la conducta de los creyentes aquí y ahora.

Cuando Juan percibió la manera como una nueva filosofía griega llamada docetismo comenzó a infiltrarse en la iglesia y a minar el cristianismo práctico, inmediatamente amonestó a sus iglesias del Asia Menor a que permanecieran “en él, para que cuando se manifieste tengamos confianza, para que en su venida no nos alejemos de él avergonzados” (1 Juan 2:28). Inmediatamente después señaló la obligación moral de los creyentes: “Y todo aquél que tiene esta esperanza en él, se purifica a sí mismo, así como él es puro” (1 Juan 3:3). La esperanza del regreso de Jesús requiere claramente una vida centrada en él, una vida espiritual de constante crecimiento.

A Pedro se lo conoce como “el apóstol de la esperanza”, porque pone énfasis en el hecho de que Dios “nos hizo renacer para una esperanza viva, por la resurrección de Jesucristo de los muertos, para una herencia incorruptible, incontaminada e inmarcesible, reservada en los cielos para vosotros, que sois guardados por el poder de Dios mediante la fe, para alcanzar la salvación que está preparada para ser manifestada en el tiempo postrero” (1 Ped. 1:3-5).

Mientras tanto, destacó las cualidades cristianes específicas que son esenciales para entrar en el reino eterno de Cristo: Fe, virtud, conocimiento, dominio propio, paciencia, piedad, afecto fraternal y amor (2 Ped. 1:5-11). Su llamado fue el siguiente: “Puesto que todas estas cosas han de ser deshechas, ¡cómo no debéis vosotros andar en santa y piadosa manera de vivir, esperando y apresurándoos para la venida del día de Dios, en el cual los cielos encendiéndose serán deshechos, y los elementos, siendo quemados, se fundirán!” (2 Ped. 3:11, 12). La anhelosa expectativa de la Segunda Venida fue y sigue siendo una urgente motivación para permanecer en Cristo y llegar a ser más semejantes a él.

Una visión panorámica

La forma como el mismo Jesús describió su regreso en la gloria de Dios en Mateo 24:29 al 31, y posteriormente la amplió por medio de sus descripciones en el Apocalipsis, revela que la parusía cumplirá las profecías relativas al día de Jehová mencionadas por los profetas de Israel. Ningún pasaje de los Evangelios está más saturado de alusiones al lenguaje profético de Israel que Mateo 24:29 al 31. En efecto, “en ninguna otra parte del Nuevo Testamento aparece una escena de la parusía compuesta por seis motivos apocalípticos como la que encontramos en Mateo 24:29 al 31 “[7]

Esta teofanía abarca el día del Señor y al Hijo del Hombre de Daniel 7, las señales cósmicas, las nubes de los cielos y la reunión de los elegidos. Esta observación le da a la descripción de Jesús de su regreso un singular significado teológico. Concentra todas las señales apocalípticas en la persona de Cristo y su parusía. Ninguna de esas señales y manifestaciones se presentaron como meros símbolos. Todos los pueblos verán, oirán y experimentarán las dramáticas manifestaciones de la parusía. “Mover a sus lectores en un irresistible sentimiento de realidad”[8] es el significado intencional de la escatología cristocéntrica de Mateo. Su descripción de la parusía en el capítulo 24 “se abre como una flor apocalíptica sobre el tronco y las ramas” de las profecías de Israel.[9]

Lo que revela esta corta revisión es que, lejos de ser el mero apéndice de un discurso, o notas de pie de página de una creencia, la segunda venida de Jesús sigue siendo la gran esperanza de todos los que lo aceptan como Señor y Salvador.

Sobre el autor: Doctor en Teología, profesor emérito del Seminario Teológico de la Universidad Andrews, Michigan, Estados Unidos.


Referencias

[1] J. H. Leith, Creeds of the Churches [Los credos de las iglesias! (Atlanta, la prensa de John Knox, 1977), p. 24.

[2] Millard J. Erikson, Christian Theology [Teología cristiana] (Grand Rapids, MI, Casa Editora Baker, 1985), t. 3, p. 1.186.

[3] F. F. Bruce, Paul, Apostle of the Heart Set Free [Pablo, el apóstol del corazón liberado] (Grand Rapids, Mi, Eerdmans, 1996), p. 304.

[4] H. Berkhof, Christian Faith [Fe cristiana] (Grand Rapids, MI, Eerdmans, 1979), p. 307.

[5] O. Cullmann, The Christology of the New Testament [La cristología del Nuevo Testamento] (Filadelfia, Westminster, 1963), p. 211.

[6] F. F. Bruce, Ibíd., pp. 304-306.

[7] Ki K. Kim, The Signs of the Parousia [Las señales de la parusía] (Seúl, Corea, Universidad Samoyuk, 1994), t. 3, p. 364.

[8] Ibíd., p. 392.

[9] Ibíd., p. 393.