El ministerio de los profetas es la respuesta a la iniciativa divina, y a la necesidad humana de instrucción y dirección por parte de Dios.
El prólogo del Evangelio de Juan presenta de manera resumida la persona y la misión de Juan el Bautista: “Hubo un hombre enviado de Dios, el cual se llamaba Juan. Este vino por testimonio, para que diese testimonio de la luz, a fin de que todos creyesen por él. No era él la luz, sino para que diese testimonio de la luz” (Juan 1:6-8). Esas palabras inspiradas son adecuadas para describir la realidad humana y la vocación divina de un profeta. Queda claro que el verdadero profeta es llamado y enviado por Dios. Su misión es ser el portavoz del Señor para los hombres, y su testimonio no se centra en sí mismo, sino en aquel que lo envió. Dios suscita a los profetas y coloca sus palabras en los labios de ellos. David afirmó: “El Espíritu de Jehová ha hablado por mí, y su palabra ha estado en mi lengua” (2 Sam. 23:2).
Sin embargo, los profetas continuaban siendo personas comunes, con las debilidades e imperfecciones propias de la humanidad. Juan el Bautista fue testigo de la llegada del Mesías prometido y dirigió la atención de su audiencia hacia la figura del Redentor. A pesar de esto, cuando fue preso debido a su mensaje osado, cedió frente a la incertidumbre: “¿Eres tú aquel que había de venir, o esperaremos a otro?” (Mat. 11:3).
Moisés lideró el éxodo y la peregrinación de su pueblo, en el nombre del Señor, pero dejó de honrar a Dios enfrente de la Tierra Prometida (Núm. 20:7-13). El mismo David, que dijo: “Me habló la Roca de Israel” (2 Sam.23:3), tuvo que ser reprendido en más de una ocasión por causa de sus pecados. Santiago escribió: “Elías era hombre sujeto a pasiones semejantes a las nuestras” (Sant. 5:17)
Como portavoz del Cielo, el profeta trae un mensaje que proviene de lo Alto. Aquel que deja de escucharlo debido a las imperfecciones del mensajero dejará de escuchar lo que Dios tiene para decirle por medio de ese instrumento.
La singularidad del profeta
Los profetas vivieron en tiempos y lugares muy diferentes. Nosotros los encontramos en las diversas etapas de la historia narrada en las Sagradas Escrituras. En la era patriarcal, podemos mencionar a Enoc (Jud. 14), que vivió antes del Diluvio. En el periodo del Éxodo, destacamos a Moisés. En la época de los jueces, recordamos a Samuel. Durante el reino unido de Israel, vivieron profetas como Gad y Natán. A lo largo de la historia del reino dividido, profetas se sucedieron, tales como: Jonás, Oseas, Miqueas, Isaías, Nahum, Habacuc, Sofonías y Joel. Durante el cautiverio babilónico, actuaron grandes profetas como Jeremías, Ezequiel y Daniel. Después del Exilio, se destacaron profetas como Hageo, Zacarías y Malaquías. Más de treinta profetas pueden ser identificados como autores de los libros del Antiguo Testamento. El Nuevo Testamento menciona a profetas y a profetisas (Hech. 13:1; 21:8-11). Al completarse el conjunto de libro que componen las Sagradas Escrituras, transcurrieron más de quince siglos y actuaron unos cuarenta autores.
El perfil cultural y el escenario social de los profetas no podrían ser más contrastantes. Moisés descendía de la tribu de Leví, nació en Egipto y fue criado como hijo adoptivo de una princesa (la hija del Faraón). Josué lideró la entrada del pueblo de Israel en Canaán. Débora fue jueza en Israel. Samuel, oriundo de una familia sacerdotal, fue el último de los jueces. Natán y Gad se mudaron a la corte de Jerusalén como videntes y consejeros. David fue poeta, músico, guerrero y rey. Entre los profetas hubo cantores y músicos, como Asaf y Hema. Salomón fue rey, sabio y constructor. Amós fue pastor de ovejas y tropero. Isaías y Sofonías probablemente tenían relaciones sanguíneas con la realeza. Jeremías, Ezequiel, Zacarías y Juan el Bautista eran descendientes de sacerdotes. Daniel era proveniente de una familia real de Judá, y trabajó en las cortes de los reyes de Babilonia y de Persia. El apóstol Pablo conocía la cultura griega y la romana, además de haber sido un fariseo erudito. Santiago y Judas eran “hermanos del Señor” (Mat. 13:55, Mar. 6:34, Gál. 1:19). Pedro y Juan eran pescadores.
Hubo profetas que no dejaron mensajes escritos, y hubo profetas escritores. Entre ellos, hubo aquellos que, por la extensión de sus escritos, son considerados mayores (Isaías, Jeremías, Ezequiel, Daniel); y mensajeros que, debido a la brevedad de sus profecías, son llamados profetas menores (menores en cantidad, no en la calidad ni en la inspiración de sus escritos).
Los profetas también respondieron al llamado divino en diferentes etapas de la vida. Moisés tenía ochenta años cuando Dios lo envió a liberar a Israel. Samuel y Jeremías eran niños cuando fueron convocados para el ministerio profético (1 Sam. 3, Jer. 1:6). Por otro lado, Hageo escribió sus profecías con una edad avanzada.
En gran medida, cada profeta fue único. No hubo dos iguales, aunque hayan hablado de temas semejantes. Lo que los igualaba era la absoluta seguridad del origen divino de su vocación y la convicción de que el Cielo les había entregado un mensaje importante para compartir con los habitantes de este mundo. “Porque nunca la profecía fue traída por voluntad humana, sino que los santos hombres de Dios hablaron siendo inspirados por el Espíritu Santo” (2 Ped. 1:21). A veces, el profeta aceptaba la invitación divina contra su propia voluntad, como en los casos de Moisés (ver Éxo. 3:4), Jeremías (ver Jer. 20:7-9) y Jonás.
Profetas y profetisas
La elección de un profeta es un acto soberano de la voluntad divina. Las personas no se preparan para ser profetas, ni lo solicitan ni se colocan a disposición para esa responsabilidad.
En la Biblia, la primera mujer señalada como profetisa fue María, la hermana de Aarón y de Moisés. No tenemos mucha información de cómo ella desarrolló esa función, pero por lo menos en una ocasión ella dirigió a las mujeres en una celebración, después de la travesía del mar Rojo. “Y María la profetisa, hermana de Aarón, tomó un pandero en su mano, y todas las mujeres salieron en pos de ella con panderos y danzas. Y María les respondía: Cantad a Jehová, porque en extremo se ha engrandecido; ha echado en el mar al caballo y al jinete” (Éxo. 15:20-21). Por medio de Miqueas, Dios le habló a Israel, mucho tiempo después: “Porque yo te hice subir de la tierra de Egipto, y de la casa de servidumbre te redimí; y envié delante de ti a Moisés, a Aarón y a María” (Miq. 6:4).
Débora fue jueza y también profetisa en Israel. Ella lideró la lucha contra los opresores cananeos. “Gobernaba en aquel tiempo a Israel una mujer, Débora, profetisa, mujer de Lapidot; y acostumbraba sentarse bajo la palmera de Débora, entre Ramá y Bet-el, en el monte de Efraín; y los hijos de Israel subían a ella a juicio” (Juec. 4:4, 5).
En los días del buen rey Josías, aparece la figura de la profetisa Hulda. Como consecuencia de haber encontrado el libro de la Ley, el rey, en humillación, deseó consultara Dios. El relato dice: “Entonces fueron […] a la profetisa Hulda, mujer de Salum hijo de Ticva […] la cual moraba en Jerusalén en la segunda parte de la ciudad, y hablaron con ella. Y ella les dijo: Así ha dicho Jehová el Dios de Israel: Decid al varón que os envió a mí […]” (2 Rey. 22:14-16).
El Nuevo Testamento destaca la figura de Ana. “Estaba también allí Ana, profetisa, hija de Fanuel, de la tribu de Aser, de edad muy avanzada, pues había vivido con su marido siete años desde su virginidad, y era viuda hacía ochenta y cuatro años; y no se apartaba del templo, sirviendo de noche y de día con ayunos y oraciones. Esta, presentándose en la misma hora, daba gracias a Dios, y hablaba del niño a todos los que esperaban la redención en Jerusalén” (Luc.2:36-38). Felipe, “el evangelista”, que vivía en Cesarea, tenía cuatro hijas que profetizaban: “[…] tenía cuatro hijas doncellas que profetizaban” (Hech. 21:9).
Joel dice que el Espíritu de Dios convocaría a personas de diferentes edades, géneros y posiciones sociales. “Y después de esto derramaré mi Espíritu sobre toda carne, y profetizarán vuestros hijos y vuestras hijas; vuestros ancianos soñarán sueños, y vuestros jóvenes verán visiones. Y también sobre los siervos y sobre las siervas derramaré mi Espíritu en aquellos días” (Joel 2:28, 29).
Herbert Douglass comenta: “El cuadro bíblico del sistema de comunicación de Dios incluye a hombres y mujeres. Aunque mencionadas menos frecuentemente que los hombres, las mujeres profetisas fueron reconocidas por sus contemporáneos como genuinas mensajeras del Señor. Iluminaron las Escrituras, aconsejaron a dirigentes e hicieron predicciones significativas”.[1]
Profetas de la nueva alianza
El Nuevo Testamento reconoce ampliamente la autoridad divina de los profetas del Antiguo Testamento. Cuando Jesús dijo: “Escudriñad las Escrituras; porque a vosotros os parece que en ellas tenéis la vida eterna; y ellas son las que dan testimonio de mí” (Juan 5:39), se estaba refiriendo al Antiguo Testamento. Cuando el apóstol Pablo le dice a Timoteo, su hijo en la fe, “que desde la niñez has sabido las Sagradas Escrituras, las cuales te pueden hacer sabio para la salvación por la fe que es en Cristo Jesús. Toda la Escritura es inspirada por Dios, y útil para enseñar, para redargüir, para corregir, para instruir en justicia, a fin de que el hombre de Dios sea perfecto, enteramente preparado para toda buena obra” (2 Tim. 3:15-17), él estaba haciendo alusión a los escritos del Antiguo Testamento.
Al mismo tiempo, el Nuevo Testamento habla de otros profetas que no son de los tiempos del Antiguo Testamento. Aparece la preeminente figura de Juan el Bautista, anunciando la obra redentora de Cristo. Simeón y Ana pronunciaron palabras proféticas durante la presentación de Jesús. Agabo, entre otros, profetizaba en los tiempos apostólicos (ver Hech. 11:27, 28). Hechos 13:1 dice: “Había entonces en la iglesia que estaba en Antioquía, profetas y maestros […]”. Un poco más adelante, se puede leer: “Judas y Silas, como ellos también eran profetas, consolaron y confirmaron a los hermanos con abundancia de palabras” (Hech. 15:32).
Es verdad que el Nuevo Testamento advierte contra el surgimiento de falsos profetas (Mat. 7:15-20; 24:11, 24; 2 Ped. 2:1; 1 Juan 4:1), pero al hablar de las falsificaciones, deja claro que también habría mensajeros verdaderos. En 1 Tesalonicenses, considerado por algunos como el primer documento del Nuevo Testamento, el apóstol Pablo expresó conceptos muy claros: “No apaguéis al Espíritu. No menospreciéis las profecías. Examinadlo todo; retened lo bueno” (1 Tes.5:19-21). Por otro lado, el apóstol Juan alertó: “Amados, no creáis a todo espíritu, sino probad los espíritus si son de Dios; porque muchos falsos profetas han salido por el mundo” (1 Juan 4:1). Habría falsificaciones, pero también verdaderas manifestaciones del don de profecía.
En las listas del Nuevo Testamento de los dones del Espíritu (Rom. 12, Efe. 4; 1 Cor. 12-14), el don de profecía aparece de forma destacada. Escribiendo respecto de este punto, el apóstol Pablo dice: “Seguid el amor; y procurad los dones espirituales, pero sobre todo que profeticéis. […] Pero el que profetiza habla a los hombres para edificación, exhortación y consolación” (1 Cor. 14:1-3).
Queda, por lo tanto, evidente que el don de profecía sería necesario en los días del Nuevo Testamento y en todos los tiempos, hasta llegar al tiempo del fin (Efe. 4:11-16).
Conclusión
Los profetas bíblicos fueron instrumentos de Dios a lo largo de la historia. Su ministerio es una respuesta a la iniciativa divina, y a la necesidad humana de instrucción y dirección por parte de Dios. Fueron importantes para Israel en los días del Antiguo Testamento y también para la iglesia del Nuevo Testamento.
Para cumplir su propósito, Dios se valió de los más variados agentes. Respetó su individualidad y sus características de temperamento. Los usó en la diversidad de sus cualidades personales y no se limitó en su elección por cuestiones como edad, cultura, género o posición social.
Los profetas fueron los eslabones humanos de la gran cadena de la gracia que se extiende del Cielo para la salvación de los habitantes de la Tierra.
Sobre el autor: Director del Centro de Investigaciones Elena G. de White de la Facultad Adventista de la Amazonia, en Benevides, PA, Rep. del Brasil.
Referencias
[1] Herbert E. Douglass. Mensajera del Señor (Buenos Aires: ACES, 2000), p. 19.