A la mayor parte de los cristianos occidentales les resulta difícil considerar el conflicto entre los Estados Unidos y ciertos grupos radicales como una guerra religiosa. Esto nos hace pensar en cierta afirmación del periodista Andrew Sullivan. Él insiste en que el actual conflicto “ejerce menos influencia que los conflictos religiosos de los mismos Estados Unidos, que la guerra contra otras expresiones del cristianismo” Para Sullivan esta última clase de conflicto religioso está en eclosión tanto en los Estados Unidos como en todo otro lugar.

Osama Bin Laden dice que el actual conflicto es una guerra religiosa contra los incrédulos y la incredulidad. Cualquiera que esté algo familiarizado con las iglesias cristianas sabe que esa retórica ciertamente tiene un “eco suave” en los templos y los pasillos de las comunidades cristianas de la actualidad. Muchos cristianos bien intencionados establecen modelos de creencias y comportamientos que usan para juzgar y cuestionar a otros cristianos, frecuentemente de manera negativa.

Es posible creer que esta nueva guerra religiosa anuncia grandes eventos en un futuro no muy distante. En otras palabras, ahora resulta más fácil creer que los dolores de parto escatológicos de este planeta culminarán con manifestaciones de represión religiosa, con sus raíces en el orgullo y los prejuicios de grupos tales como los de Bin Laden y su más sutil contrapartida cristiana.

¿Qué sucede entre nosotros cuando comenzamos a asumir esa postura bélica? Aquí van algunas observaciones a manera de respuesta:

En primer lugar hacemos, inconscientemente, de la religión y la iglesia el centro de nuestra fe, en lugar de Dios. Cuando lo hacemos estamos más preocupados por la palabra de la iglesia, sus valores, creencias, decretos, y mandatos, que por la Palabra de Dios. Entre otras cosas, esa tendencia generalmente nos lleva a concentramos en dudosas tradiciones y costumbres, que rápidamente se convierten en instrumentos para juzgar y valorar la fe o el comportamiento de otros seres humanos.

Después, en lugar de vivir para proclamar la verdad nos preocupamos más por descubrir el error en los demás. Cuando permitimos que esa orientación negativa domine nuestra experiencia religiosa nuestro primer propósito consistirá en hacer desaparecer todo lo que amenace la pureza de la iglesia y del mundo, en lugar de levantar a Cristo como Salvador y Modelo

supremo. Nuestro imperativo predominante consistirá en vigilar la rectitud de los demás, sin darnos cuenta de cuán destructivos nos volvemos nosotros mismos.

Finalmente, nos creemos los dueños de la verdad, y creemos que por causa de nuestro estilo de vida superior y nuestra convicción somos los preferidos del Señor. Debo decir con claridad que no estoy equiparando a los conservadores o fundamentalistas por sí mismos con la actitud combativa que se ha vuelto tan común en estos días. Después de todo, los liberales también pueden alimentar esta misma actitud. Me siento inclinado a identificar esa disposición represiva y agresiva que amenaza a la gente con una potente manifestación de violencia espiritual.

Cuando llegamos a creer que debemos tener nuestra propia versión autenticada de una iglesia y un mundo purificados no estamos lejos de sentimos justificados al usar el poder político o el eclesiástico, en nombre de Dios, para conseguir nuestros fines. En ese caso nos ubicamos junto a Dios, en el trono de la rectitud.

Si avanzamos en esa dirección tendremos serias dificultades con las imperfecciones de nuestros semejantes. Tendremos la tendencia a ver las cosas en términos de todo o nada, y eso nos conducirá a exagerar los males que vemos en la gente con la que no estamos de acuerdo. Pero, ¿no tenemos, acaso, el deber de reprobar?, preguntarían algunos. ¿No nos ha enseñado Dios que no debemos acallar la voz profética y, por encima de todo, que debemos conservar la pureza de la fe? Realmente, ¿qué debemos hacer entonces?

Tal vez lo más difícil para nosotros sea abrazar el mensaje básico de la Biblia, es decir, que no hay ley, ni siquiera la de Dios, que nos pueda curar de los impulsos destructivos que residen en nosotros, mientras procuramos ser fieles en la proclamación de la voluntad divina cuando se la ignora y se la pisotea Nuestra única opción, por eso mismo, consiste en volvernos verdaderos discípulos del Cristo vivo, en cuerpo y espíritu.

Jesús ilustró el modelo más profundo y más perfecto para tratar con el error. Era firme en sus reprensiones (Mat. 23), pero sus actitudes eran inmaculadas. El Maestro obró magníficamente cuando hizo una sola cosa de la ley y la gracia. Incorporó la una en la otra (Juan 1:17).

Se dice mucho acerca de Jesús y de nosotros mismos en la sumamente sugestiva historia de Santiago, Juan y los samaritanos que los rechazaron. Ante la actitud de esa gente, los discípulos sugirieron que se hiciera descender “fuego del cielo” para que los consumiera. “Entonces, volviéndose él, los reprendió… Y se fueron a otra aldea” (Luc. 9:54-56).

Se cuenta que a Abraham Lincoln se lo criticó mucho cierta vez por ser muy solícito con sus enemigos. Se le recordó que en verdad su deber era destruirlos. Su memorable respuesta fue: “Yo destruyo a mis enemigos cuando los convierto en mis amigos”.

En verdad, esa es la única opción apropiada.

Sobre el autor: Director de la revista Ministry.