Cómo involucrar a los jóvenes en la dinámica de la iglesia

            Cercada por tantos cambios que son consecuencia de la velocidad de la información, y viviendo en esta época de constantes transformaciones, en que muchas veces se hace difícil entender comportamientos o actitudes que emergen intentando imponer su significado, está cada vez más complicada la tarea de pastorear.

            Fuimos preparados para ministrar en un mundo que casi desapareció, que cambió, que está cambiando y que continuará cambiando más allá del pensamiento o de las expectativas. Quedamos sorprendidos al tener una formación académica que se enfrenta cada vez más con una clara y demarcada línea fronteriza, que separa drásticamente la linealidad previsible del ayer con el presente desafiador de un mundo en constante formación. En él, los patrones de identidad heredados de la cultura eclesiástica pasada no son más valorados por la generación siguiente, y los principios bíblicos están siendo cada vez más vulnerables a ser olvidados y dejados de lado por las emergentes ondas socioculturales del presente.

            Frente a este cuadro, aunque nos sintamos incapaces o sin la experiencia suficiente para tener una formación adecuada para otros contextos, no estamos impedidos de distinguir las contrastantes diferencias culturales que exigen, cada día, nuevas formas de acción.

            Para responder a los desafíos de la sociedad con la que interactuamos, tenemos con nosotros las motivaciones para hacer y el entrenamiento teórico de nuestra formación ministerial. Sin embargo, muchas veces lo que hacemos intuitivamente no es acompañado por un fundamento bíblico, sino creado a partir de una formación pragmática.

            Actuando de esta manera, en el intento de alcanzar buenos resultados, corremos el riesgo de realizar un trabajo infructífero, que gire siempre alrededor de exactamente lo mismo, desperdiciando no solo el tiempo y los recursos, sino también ni siquiera supliendo las necesidades de las personas. Siendo así, estamos sujetos a ser influenciados por las prácticas de muchas iglesias y congregaciones cristianas que, deseando interactuar significativamente con la sociedad, aplican estrategias populares, en lugar de hacerlo desde el punto de vista de la misión.

            Con la finalidad de motivar a los miembros y ser relevantes en la comunidad, algunas iglesias han desarrollado diferentes estrategias de movilización. Por ejemplo, una de ellas está relacionada con los cultos sensibles para el adorador. Una programación extremamente cautivante, con músicas contemporáneas, escenificaciones creativas, tiempo especial para confraternización y múltiples alternativas, como si fuese un “menú a la carta”, que hacen de la religión un consumo placentero y accesible a todos.[1]

            Son muchas las propuestas que salen de las estructuras eclesiásticas con el objetivo de alcanzar a las grandes masas. Sin duda, no se puede adoptar una estrategia evangelizadora simplemente haciendo uso de diferentes alternativas y comparando sus resultados. El pragmatismo ideológico no puede ser el factor motivador que rija nuestras iglesias. No podemos pensar en el evangelismo como un producto desarrollado para el comercio, preparado para la satisfacción y el consumo del cliente.[2]

            Aunque no podamos monopolizar las acciones frente a este mundo cada vez más lleno de conceptos pluralistas, y aunque constantemente debamos abrirnos a múltiples posibilidades para no caer en el estancamiento, jamás debemos perder la centralidad de nuestra misión. En otras palabras, no debemos tener una estructura eclesiástica operacional homogénea, con las mismas propuestas segmentadas del pasado; sino algo más flexible, por el cual podamos discernir y promover planes contemporáneos y de relevancia espiritual.

            Toda estructura eclesiástica debería ser elaborada con una finalidad misionera transformadora, en que las múltiples acciones realizadas tienen, como objetivo, un propósito evangelizador. De esa manera, no diluiría ni perdería la centralidad del contenido de salvación del mensaje, porque sin él no habría efectividad. Además de esto, es necesario considerar que la acción permanecería incompleta y limitada, sin la pluralidad de las constantes y nuevas dinámicas emergentes que dan lugar a la heterogeneidad.

            Reconociendo la importancia de los conceptos expuestos y siendo conscientes de que actualmente el abordaje de la mentalidad posmoderna no se da del centro hacia la periferia, sino en dirección inversa, somos de cierta manera forzados a desarrollar nuestro ministerio dentro del principio de los Grupos pequeños. De esa manera, nuestros esfuerzos eclesiásticos estarán contextualizados con el mundo presente, repleto de compromisos y experiencias pasajeras, encuentros fugaces y relaciones transitorias. Una sociedad en la que lo continuo, lo lineal y lo permanente no es bien recibido.

            “En nuestras iglesias deben organizarse grupos para el servicio. En la obra del Señor no ha de haber ociosos. Únanse diferentes personas en el trabajo como pescadores de hombres. […] La formación de pequeños grupos como base de esfuerzo cristiano, es un plan que ha sido presentado ante mí por Aquel que no puede equivocarse. Si hay un gran número de hermanos en la iglesia, organícense en grupos pequeños, para trabajar no solamente por los miembros de la iglesia, sino por los no creyentes también”.[3]

            La Biblia presenta ese principio revelado como base organizadora de la acción. En los pequeños y en los grandes movimientos de la historia bíblica, aparece de diversas formas a fin de promover una obra específica. Uno de los textos del Antiguo Testamento que registra ese criterio organizador se encuentra en Éxodo 18:13 al 27. El consejo divino pronunciado por intermedio de Jetro, de organizar al pueblo de Israel en grupos “de millares, centenas, cincuenta y diez”, fue dirigido a la comunidad de Israel, que contaba con más de seiscientos mil hombres de “veinte años o más” (Éxo. 38:26). En el Nuevo Testamento también encontramos ese principio en la organización de la iglesia apostólica, cuando fue formado un pequeño grupo de diáconos para servir las mesas y atender a las necesidades de las viudas (Hech. 6:1-7).

            El principio de los Grupos pequeños como base de la acción está presente en toda la estructura eclesiástica, difundido en las decenas de los departamentos y en los millares de esfuerzos realizados para trabajar no solamente con los miembros de la iglesia, sino también con aquellos que no comparten nuestras creencias. Ese principio, que debe dirigir toda acción, no se restringe, limita ni monopoliza a la actuación de la iglesia. En la diversidad de los dones, en la diversidad de los servicios y en la diversidad de las realizaciones, es concedida la manifestación del Espíritu para lo que es útil (1 Cor. 12:4-7).

            No imponer centralidad y homogeneidad, sino dar lugar para que la fuerza de la acción esté descentralizada y permita la heterogeneidad, hace que la estructura tradicional y necesaria de la iglesia se vea acompañada del refrigerio de las nuevas manifestaciones del Espíritu “para provecho” (ver. 7). Mantener ese principio para canalizar todo esfuerzo es la llave del éxito de los grupos de acción. Tradicionalmente, muchos de ellos adoptan el modelo lineal, y son necesarios para el funcionamiento de la estructura organizadora de la iglesia. Otros se encuadran en el modelo de acción fragmentado, no continuo, que permite realizar trabajos de corto plazo, específicos, con propósitos y resultados inmediatos, muy bien aceptados por la cultura “very fast” de los jóvenes.

            Ambas acciones combinan la participación y la movilización laicas. Estas permiten no solamente dirigir las funciones básicas e importantes de cualquier emprendimiento para el funcionamiento vital de la iglesia, sino también abren nuevos espacios, dando lugar a la creatividad y valorando las iniciativas. De esa manera, esas iniciativas no solamente presentarán la teoría del mensaje, sino además serán sensibles a todos los aspectos integrales del ser humano.

            Sin caer en una modalidad que monopolice o busque normalizar los esfuerzos o las iniciativas de integración con la comunidad interna o externa de la iglesia, debemos buscar, con la ayuda de Dios, experimentar múltiples alternativas de Grupos pequeños que dirijan la diversidad de dones, ministerios y operaciones para provecho de la iglesia.

Sobre el autor: pastor de la iglesia de la Universidad Adventista del Plata, Rep. Argentina


Referencias

[1] Eddie Gibbs, La iglesia del futuro (Buenos Aires: Editorial Peniel, 2005), pp. 34, 35.

[2] Ibíd., p. 51.

[3] Elena de White, El evangelismo, pp. 88, 89.