La solución divina para nuestras limitaciones personales en el ministerio.

     Hace unos años, nuestra familia fue sacudida con la realidad de que mi padre estaba muriendo por causa de un potente tipo de melanoma. El cáncer se había extendido a sus cavidades nasales y más allá, y no había mucho que pudiera hacerse, aparte de tratamientos paliativos. Mis padres, jubilados, vivían en aquel tiempo en la planta baja de nuestra casa; y recuerdo qué sentimos cuando mi padre comenzó a comprender la inevitabilidad de lo que le estaba sucediendo.

     Una tarde, al regresar de mi trabajo a casa, bajé las escaleras para saludarlo. Como era habitual, mi padre estaba sentado en su sillón favorito, en la sala, cerca de las puertas corredizas de vidrio. Pero, ese día solamente miraba de manera fija hacia fuera. Noté que los libros que solía leer no estaban cerca de él y que, aunque era más o menos la hora de las noticias, el televisor no estaba encendido. Me senté a su lado, y le pregunté con tono animado: “Y ¿cómo fue tu día, papá?” Él pasó por alto la pregunta, como si no la hubiera formulado, y dijo, con un susurro desesperado: “Está tan oscuro. Léeme algo”. Esto era totalmente extraño en él. Inmediatamente sentí una fuerte oleada de insuficiencia.

     Tomé su versión favorita del Nuevo Testamento, que estaba sobre la mesita del café. Le leí solamente unas pocas palabras. Cuando terminé, me dijo: “¿Me las leerías otra vez?” Así que, leí Juan 1:5 nuevamente: “La luz en las tinieblas resplandece, y las tinieblas no prevalecieron contra ella”.

     Él siguió mirando a través de las puertas de vidrio. Después de un momento, se animó y dijo reflexivamente: “Gracias. ¡Eso es justamente lo que necesitaba!”

IDENTIFICANDO EN NOSOTROS UNA NECESIDAD COMÚN

     Naturalmente, ese fue un momento memorable para mí. Pero, al transcurrir el tiempo, mi perspectiva sobre lo que sucedió aquella tarde se ha ampliado.

     Entre otras cosas, desde que me jubilé del ministerio y estoy viviendo ahora de una manera más reflexiva y retrospectiva, me doy cuenta de que el profundo momento de insuficiencia que sentí cuando mi padre me pidió que lo ayudara en su lucha era enfrentar la muerte. Con frecuencia experimenté este sentimiento durante mi ministerio pastoral. Y esto se debió en gran medida a un mal común en el ministerio: gradual e inconscientemente, empecé a concentrarme más en estrategias ministeriales profesionales que en las realidades espirituales vitales del verdadero ministerio cristiano. El pastorear con pragmatismo profesional había eclipsado, en gran medida, la realidad del ministerio en el Espíritu, que está modelado tan magníficamente en la vida de Jesús y en el libro de los Hechos.

     Debo decirlo otra vez: mi ministerio había llegado, en realidad, a apoyarse en cuestiones que tenían que ver con el momento de hacer algo, y con qué prescribían los vientos prevalecientes de la literatura profesional y teológica más reciente, en vez de llevar la trascendente pero vivificante luz de Jesucristo en las situaciones que enfrentaba.

     Decididamente, no es que no considere un lugar prominente para la educación continua, el ministerio de avanzada y el vigoroso crecimiento teológico. Ciertamente, lo considero.

     Pero, no debe permitirse que tales cosas ocupen una función principal, mucho menos dominante, en nuestra vida y ministerio diarios; incluso una concentración desproporcionada en lo que, creemos, no debe eclipsar una fe viva y personal. Un buen amigo me dijo una vez: “No permitas que nadie se lleve tu mensaje”. Él estaba absolutamente en lo cierto. Perder nuestra razón vital para estar en el ministerio, nuestro mensaje, es análogo a dejar nuestro primer amor (Apoc. 2:4); y perder así mucho de la luz y la pasión vivificantes que el Espíritu nos concede en y para nuestro ministerio. Tal confusión de nuestras prioridades abre la puerta a un mero ministerio funcional monótono, una permanente sensación de vacío y de frustración, y muchas otras tendencias indeseables.

     Este diagnóstico de mi situación, y por cierto de nuestra situación colectiva, no es un disimulado intento de identificar una vez más una vieja y gastada anomalía espiritual o de exhibir humildad personal. Creo que esta es una disfunción muy real y común en los círculos religiosos y ministeriales de hoy, de la cual solamente estamos conscientes de un modo que la identifica de alguna forma, pero no como para abordarla.

     ¿Fueron apenas palabras bien escogidas y reconfortantes las que alentaron y llegaron tan profundamente a mi padre en aquel oscuro día, o la Luz, de la que leímos en Juan 1, verdaderamente brilló de manera que pudo inevitablemente abrirse camino en su oscuridad? La dinámica humana fue ciertamente significativa; pero ¿hay algo más en esta Luz cuando penetra en nuestras tinieblas y no puede ser extinguida, sin importar cuán siniestras puedan llegar a ser las cosas?

     Sí, hay misterio aquí; pero ¿hay algo que un ministro pueda hallar por medio de una conexión más deliberada o consciente con “la luz” de Juan 1:5, de tal modo que llegue a ser “la luz del mundo” (Mat. 5:14) en la vida de los feligreses? Descubro que la idea fundamental de estar en una luz tal, o de ser así luz nosotros mismos, me inspira y me mueve a buscar precisamente un ministerio imbuido de ese modo.

     Las inferencias de las palabras de Pablo en Efesios 6 suenan verdaderas para nosotros como clérigos, al hablarnos con energía y profundidad de la necesidad de algo extraordinario y trascendente, en nosotros y en nuestro ministerio: “Porque no tenemos lucha contra sangre y carne, sino contra principados, contra potestades, contra los gobernadores de las tinieblas de este siglo, contra huestes espirituales de maldad en las regiones celestes. Por tanto, tomad toda la armadura de Dios” (Efe. 6:12, 13). Este pasaje y lo que viene a continuación merecen cuidadosa reflexión y oración.

LA SENDA DEL ESPÍRITU Y LA LUZ EN LA TINIEBLAS

     Solía considerar el bien y el mal, o la luz y la oscuridad, como dos entidades completamente separadas. En estos días, aún veo al mundo como un campo de batalla con dos grandes fuerzas enfrentadas. La hostilidad irreconciliable entre el bien y el mal está allí; pero, la división no es tan decidida o visible como solía representarla. La luz y la oscuridad se parecen más a dos luchadores estrechamente trabados en un conflicto mortal, peleando en la misma arena hasta que el combate finaliza. Su interacción, a menudo desconcertante, nos produce sobresaltos y hace que nos resulte particularmente difícil discernir qué está sucediendo realmente dentro de nosotros, en los demás, en la iglesia y en el mundo. Y la lucha y la arena son exactamente aquello que la luz está destinada a iluminar. Esta cualidad de la luz (o la Luz) nos ayuda a ver lo que necesitamos ver, cuando es proverbialmente difícil hacerlo.

     De manera que, en resumen, los pastores no pondremos en tela de juicio que necesitamos más luz en nuestro ministerio; y resulta que la Luz está, de hecho, en medio de nuestras oscuras dificultades. Todo se trata de la verdadera presencia de Dios en las realidades del escenario humano. Es el aquí y ahora del más grande de todos los acontecimientos: la benevolente llegada de Dios en carne humana, no meramente en Belén, sino hoy, aquí. Juan afirma, en el versículo anterior al que le leí a mi padre: “En él estaba la vida, y la vida era la luz de los hombres” (Juan 1:4). Ser conscientes de su presencia en el corazón de las situaciones o de la gente es discernir lo más significativo.

     Juan señala algo crucial acerca de los dos contendientes, la luz y la oscuridad: la Luz brilla irresistiblemente, aunque sea en forma tenue, en la oscuridad; y la oscuridad no tiene la capacidad de extinguir la Luz. La luz y la oscuridad existen en el mismo lugar y se encuentran una con la otra en las formas más directas. Pero la luz tiene una propiedad innata que inevitablemente, y en todas las circunstancias, supera a las tinieblas, aun cuando parezca que la oscuridad está ganando la pelea.

     Pero, nuevamente debemos enfrentar otra realidad que está íntimamente conectada con lo que se ha dicho hasta aquí: la promesa y la presencia del Espíritu en el aquí y ahora del ministerio. He sido motivado por un simple cambio en mi perspectiva.

     Los cuatro evangelios pueden ser vistos como distintos, y hasta separados, de las realidades del libro de Hechos. Pero, cuando se observa el Nuevo Testamento, es una magnífica totalidad, tanto teológica como experimentalmente: los evangelios describen el nacimiento, la vida, las enseñanzas, la muerte, la resurrección y la ascensión de Jesús; Hechos describe el don profundamente poderoso y la obra eficaz del Espíritu Santo en la vida y el ministerio de la iglesia del primer siglo. Vemos claramente que existe una inseparable integridad entre la obra de Jesús y la obra del Espíritu Santo. Cuando observamos la manera singular en la que Pablo escribe acerca de estas realidades, resulta claro que él ve y glorifica su profunda unidad.

     La hermosa y muy significativa promesa de Jesús, en Juan 14 al 17, de enviar al Espíritu, encaja perfecta e indisolublemente con Hechos 1 y 2. Y así es nuestro cometido: orar y buscar inexorablemente, y clamar a Dios, por un Pentecostés en nuestro ministerio cada día.

QUÉ SIGNIFICA MINISTRAR EN LA LUZ DEL ESPÍRITU

     Pero ¿qué tiene que ver todo esto con el ministerio y el diario compromiso del ministro en el conflicto cósmico? En medio de tal oscuridad, ¿qué significa la presencia de ese Espíritu y de esa Luz para los ministros, especialmente al relacionarse con la gente?

     En su esencia, significa que, aunque hay dolor, angustia, muerte, temor, congoja, corrupción, confusión y pecado, también hay un amor inextinguible, un poder sanador subyacente, paz, ánimo, gozo y belleza hasta en el más miserable y deteriorado de nosotros. Aun en el contexto del infierno, el cielo no solamente está cercano sino también es predominante, ya sea que lo parezca o no. Esto significa que “Dios está en medio de ella; no será conmovida. Dios la ayudará al clarear la mañana” (Sal. 46:5). Significa lo que el Señor proclama con belleza y realismo cuando dice: “Yo soy la luz del mundo”. Al final, ¡no hay sustituto para este excelso pináculo de verdad!

     También significa –y aquí abordamos el epicentro práctico de esta reflexión– que hay mucho más que lo que salta a la vista cuando observamos nuestro mundo y cuando miramos a los ojos de nuestro prójimo. Cuando nos miramos unos a otros en cualquier situación, sea idílica u horrible, hay mucho más de lo que parece haber, incluso para la mirada de un pastor cuidadosamente preparado y experimentado. Significa que en cada persona hay mucho más que lo que nuestras rápidas evaluaciones insisten en presentarnos.

     Resulta claro, a partir del énfasis exhaustivo del Nuevo Testamento sobre la Luz y la obra del Espíritu, que esta Luz y este Espíritu están aquí no solamente para iluminarnos teológica o doctrinalmente, sino también a fin de capacitarnos para ver más claramente los aspectos de la realidad que harán de nosotros mejores personas, mejores ministros, mejores siervos y mejores en todas nuestras relaciones. La Luz no solamente está aquí para iluminar el rostro de Dios, aunque esa es la virtud fundamental de Jesucristo (Juan 14:9), sino además la Luz ha venido al mundo para iluminar mi comprensión de mis prójimos y mi identificación con ellos. De esto (amor a Dios y a la humanidad, lo que realmente es un todo monolítico) depende toda la Ley y los profetas (ver Mat. 22:40). En última instancia, es la luz del amor sabio y de la gracia abundante lo que marca la diferencia. Volviendo a Juan 1:14, esta es una Luz que está llena “de gracia y de verdad”.

     Por consiguiente, las personas que pastoreamos no son meramente pacientes en la habitación de un hospital: ese tesorero que nos ajusta en las sesiones de la junta de iglesia; el legalista que nos observa con mirada glacial desde el asiento, mientras nos esforzamos para compartir el bálsamo del evangelio; el “liberal” que siente que somos demasiado estrechos; la competencia religiosa local, que lucha en la calle por mantener vacíos los asientos en nuestras reuniones evangelizadoras; el reformador obsesionado, cuyas llamaradas tenemos constantemente que contrarrestar; o la persona que parece absorbernos la vida y cuyas llamadas telefónicas tememos. Todas nuestras percepciones de “nuestra” gente no son retratos completos, y la luz del Espíritu tiene una manera maravillosa de iluminar los senderos hacia los corazones de todos.

ILUSTRACIONES FINALES

     He sido motivado por gran parte de la obra de Philip Newell, que describe una escena de King Henry VI [Rey Enrique VI], de Shakespeare, en la cual la condesa francesa Auvergne atrapa al lord inglés Talbot en su casa, y triunfantemente anuncia que lo posee. A esto, Talbot replica:

“No […] usted está engañada. Mi sustancia no está aquí;

Porque lo que usted ve no es sino la parte más pequeña

Y la de menor proporción de la humanidad.

Os digo, señora, que si la estructura entera estuviera aquí, es de tan espacioso […] término que su techo no sería suficiente para contenerla”.

     “Lo que usted ve no es sino la parte más pequeña y la de menor proporción de la humanidad”. Este es un viejo axioma y constituye la limitación que nosotros, como ministros, tendemos a vivir por dentro cada día de nuestra vida.

     Newell prosigue, diciendo que propendemos a considerarnos a nosotros mismos y los unos a los otros en función de lo que puede ser visto, oído, definido o medido. Somos muy aptos para medir, con las afiladas herramientas que nos son más familiares, los contextos culturales en los que hemos crecido y los términos de referencia que hemos llegado a emplear por descarte. Conocemos las categorías, a menudo inconscientes, que tan rápida y fácilmente usamos en nuestras interacciones con la gente. Estos limitantes convencionalismos tienen un modo de eclipsar no solamente nuestro verdadero yo, sino especialmente el verdadero yo de la persona que encontramos en diversas situaciones; particularmente, si esa persona no está siendo muy agradable con nosotros o si estamos en conflicto con ella.

     Susan Boyle era una mujer escocesa de apariencia muy ordinaria, que se transformó en una sensación después de que pisara el escenario del espectáculo de televisión Britain’s Got Talent. Cuando subió al escenario, todos en la audiencia empezaron a mirarse con incredulidad y a cuchichear. La expresión perpleja y dubitativa en los rostros parecía decirlo todo: ¿Quién es esta que entró en el escenario? Alguien debe estar tomándonos el pelo. Hasta los tres miembros del jurado de talentos se veían incómodos y desdeñosos. Toda objetividad parecía haber desaparecido.

     Pero entonces, ella comenzó a cantar el magnífico tema de Les Misérables. Y, desde el momento en que empezó su canto, Susan Boyle se transformó a los ojos de todos. Olvidaron su apariencia desaliñada. Boquiabiertos, se pusieron de pie y la aclamaron; y hasta los jurados quedaron momentáneamente sin habla. Siempre hay más de lo que se ve literalmente en cada cosa y en cada persona.

     Tenemos el privilegio distintivo de practicar verdaderamente nuestro ministerio diario en el Espíritu de luz. Creo que hay un fuerte llamamiento divino para ejercer nuestro ministerio cotidiano en el Espíritu Santo y en la luz de Jesucristo. Ministrar en su luz y en la fortaleza del Espíritu abre el camino para llevar vida al ministerio y darle el significado que todos anhelamos tan profundamente.

Sobre el autor: Doctor en Ministerio, ex director de Ministry. Pastor jubilado, reside en Surprise, Arizona, Estados Unidos.