“El perdón… es el desborde del amor redentor que transforma el corazón”.

     El capítulo 18 del Evangelio de Mateo presenta el tema del perdón. El contexto inmediato tiene que ver con la conversación de Jesús con sus discípulos, cuando les dijo que si no se convertían ni se volvían como niños no podrían entrar, en absoluto, en el reino de los cielos.

     Jesús ponía énfasis en el hecho de que en caso de conflicto con los hermanos, los discípulos debían tomar la iniciativa de la reconciliación, con mucho interés y hasta en compañía de testigos.

     Tan importante fue ese discurso y tan grande la impresión que causó, que Pedro, conmovido por las palabras del Maestro, se acercó y le preguntó: “Señor, ¿cuántas veces perdonaré a mi hermano que peque contra mí? ¿Hasta siete?” (Mal. 18:21). Por cierto, el discípulo quería que el Maestro notara que él comprendía cabalmente el mensaje de amor y reconciliación que acaba de presentar, y que lo apoyaba plenamente.

     Aunque los judíos generalmente consideraban que el límite de su paciencia eran tres veces, Pedro le propuso a Cristo, por medio de su pregunta, un límite de perfección absoluta; después de lodo, el siete es el número bíblico de la perfección. Pero, para su sorpresa, Jesús le respondió “No le digo hasta siete, sino aun hasta setenta veces siete” (vers. 22). Pedro debe de haber quedado perplejo al notar cuán grande era el perdón que Cristo estaba enseñando. Pero todavía tenía que aprender la profundidad y la amplitud de ese perdón.

EL ACREEDOR SIN COMPASIÓN

     Por lo general, cuando el Señor quería confirmar o aclarar una verdad importante, recurría a las parábolas. En verdad, era una característica de sus enseñanzas. Eran como ventanas que dejan entrar la luz en un aposento. Entonces, para iluminar la comprensión de Pedro y de sus demás oyentes acerca de la necesidad del perdón, Jesús contó la historia del acreedor sin compasión (Mat. 18:23-35).

     Cierto rey llamó a un siervo para que le rindiera cuentas. Este le debía la notable suma de diez mil talentos. El valor más grande en los días de Cristo era precisamente el talento, que variaba, por cierto, según el material del que estaba hecho. Si aceptamos que cada talento pesaba en promedio 49 kilos, la deuda era de 490 toneladas, es decir, setenta toneladas por siete. Era, en realidad, una deuda tan grande que su pago era una imposibilidad absoluta.

     Frente a ese veredicto negativo, ese siervo, postrándose delante del rey le suplicaba: “Ten paciencia conmigo, y yo te lo pagaré todo” (vers. 26). Al verse condenado, el deudor recurrió a la misericordia del rey. La palabra paciencia de este texto es la traducción del término griego makrothumeson, que también se puede rendir como generosidad” o “compasión”. El siervo había alegado para que el rey fuera generoso con él. “El Señor de aquel siervo, movido a misericordia, le soltó y le perdonó la deuda” (vers. 27).

DIOS, EL ACREEDOR

     El rey de la parábola evidentemente representa a Dios. El siervo nos recuerda a cada uno de nosotros. El hecho de que el siervo tuvo que comparecer delante del rey nos demuestra la realidad del juicio.

     Nuestra deuda con el Cielo también es impagable, por causa de la enormidad de nuestra pobreza espiritual. Precisamente por eso estamos bajo una eterna condenación. “Como está escrito: No hay justo, ni aun uno; no hay quien entienda, no hay quien busque a Dios. Todos se desviaron, a una se hicieron inútiles; no hay quien haga lo bueno, no hay ni siquiera uno” (Rom. 3:10-12). “Pero Dios, que es rico en misericordia, por su gran amor con que nos amó” (Efe. 2:4), perdonó nuestra enorme deuda.

     Las parábolas no tienen el propósito de poner énfasis sobre todas las verdades del evangelio; sólo sobre algunas. Son, por eso mismo, un recurso limitado que no se debe usar para fundamentar doctrinas. La parábola del acreedor sin compasión, aunque es bella y eficaz cuando exalta el perdón divino, no presenta su costo. Si nuestra deuda es inconmensurable a los ojos de Dios, mucho mayor es el precio que él pagó para darnos perdón.

     El valor del perdón que Dios hizo posible para nosotros se equipara con la vida de su Hijo unigénito. Se nos dice que “Cristo padeció una sola vez por los pecados, el justo por los injustos, para llevarnos a Dios” (1 Ped. 3:18).

     “Cristo fue tratado como nosotros merecemos con el fin de que nosotros pudiéramos ser tratados como él merece. Fue condenado por nuestros pecados, en los que no había participado, para que nosotros pudiéramos ser justificados por su justicia, en la cual no habíamos participado. Él sufrió la muerte nuestra, con el fin de que pudiéramos recibir la vida suya. ‘Por su llaga fuimos nosotros curados’” (El Deseado de todas las gentes, pp. 16, 17).

LA ACTITUD DEL SIERVO

     Después de su perdón, era de esperar que el siervo tuviera una actitud parecida con sus semejantes. Pero no fue así.

     Alguien le debía cien denarios. Si consideramos que un denario era el salario de un obrero por un día de trabajo, la deuda era irrisoria. El que le debía también le suplicó, pero el siervo ingrato no quiso oír nada “sino fue y le echó en la cárcel, hasta que pagase la deuda’ (Mat. 18:30).

     El corazón del siervo no se había transformado. ¿Había fallado el perdón del rey? ¿En qué consistía el problema? El rey era bueno y su perdón era auténtico; pero su efecto sólo fue aparente. El problema era el siervo, cuyo endurecido concepto de justicia propia quedó en evidencia cuando dijo: “Te lo pagaré todo”.

    Debemos recordar que el perdón divino tiene un doble aspecto: considerar como inocente al culpable, y transformarlo. Si eso ocurre, estará dispuesto a manifestar hacia sus semejantes la misma actitud que tuvo el Señor con él. Elena de White dice: “Pero el perdón tiene un significado más abarcante del que muchos suponen… El perdón de Dios no es solamente un acto judicial por el cual libra de la condenación. No es sólo el perdón por el pecado. Es también una redención del pecado. Es la efusión del amor redentor que transforma el corazón” (El discurso maestro de Jesucristo, p. 97).

    El siervo de la parábola debería haber demostrado que había experimentado el cambio operado por el perdón del rey. Algunos, entristecidos por su actitud, informaron al rey, quien, indignado, lo llamó y le dijo: “Siervo malvado, toda aquella deuda te perdoné, porque me rogaste. ¿No debías tú también tener misericordia de tu consiervo, como yo tuve misericordia de ti? Entonces su señor, enojado, le entregó a los verdugos hasta que pagase todo lo que debía” (Mat. 18:32-34).

PERDONADO PARA RECORDAR

   El monto de nuestra deuda no es la causa de que corramos el peligro de que se nos considere siervos malos delante del Señor, sino nuestra rebeldía al no querer imitar su ejemplo de compasión y perdón. Cuando nos perdona, el Señor demuestra que no toma en cuenta nuestro pasado, los tiempos de ignorancia; pero espera que lo imitemos desde el momento cuando nos dio a conocer su carácter.

    La parábola es clara cuando enseña que, en el cristianismo, el individuo pasa de culpable a perdonado, y de perdonado a perdonador. Lamentablemente muchos, como el siervo ingrato, se resisten y no dan el paso siguiente, o sea, no quieren perdonar al prójimo. Mientras tanto, tal como en la parábola, todo el que se resista a dar el paso del perdón no seguirá disfrutando de las bendiciones de la libertad, y volverá a ser prisionero de su culpa.

    Dice Jesús: “Así también mi Padre celestial hará con vosotros si no perdonáis de todo corazón cada uno a su hermano sus ofensas” (Mat. 18:35).

    Puesto que la verdadera religión procede de Dios y del corazón, el perdón es divino y se lo debe practicar de corazón. La norma divina en cuanto al perdón no es la cantidad sino la calidad.

Sobre el autor: Director de Ministerio Personal y Escuela Sabática de la Asociación de la Meseta Central, Brasilia, Distrito Federal.