De acuerdo con un antiguo himno infantil, “Los Palos y las piedras me pueden romper los huesos, ¡pero las palabras nunca me harán daño!” Lo cierto es, sin embargo, que las palabras nos pueden hacer daño. Tienen poder, y lo sabemos muy bien. En realidad, las palabras ásperas, frías, falsas o severas tienen poder para desmantelar vidas. Por otra parte, las palabras bien escogidas, apropiadas y oportunas, expresadas con ternura, tienen el poder de restaurar, transformar y sanar vidas. Usar las palabras de esta manera es algo que nos concierne a nosotros, los pastores.

     Durante las últimas décadas parece que hemos despreciado el poder de las palabras. Envueltas en toda clase de medios de comunicación, las palabras han perdido su valor como consecuencia de su uso indiscriminado. Las escuchamos y leemos incesantemente. En realidad, las podemos lanzar en cualquier dirección por medio del teléfono convencional o el celular, la televisión, la radio, los casetes, los vídeos, los discos compactos, los satélites, el correo electrónico, los libros, las revistas, los diarios, las cartas, etc.

     En agudo contraste con este uso fácil de las palabras está la siguiente declaración: “Por la Palabra de Jehová fueron hechos los cielos; y todo el ejército de ellos, por el aliento de su boca… Porque él dijo, y fue hecho; él mandó, y existió” (Sal. 33:6, 9). Junto a esto, las expresiones: “Dijo Dios”, “Y fue”, son claves en el primer capítulo del Génesis.

     Del mismo modo que nuestras manos se mueven como reacción a nuestros pensamientos e intenciones, la capacidad creadora y el poder que reside en la Palabra de Dios parece que obraron juntamente en ocasión de la creación. La Biblia está saturada de declaraciones como éstas, hechas por los profetas y otros escritores bíblicos: “Vino a mí la Palabra del Señor”, “Y dijo el Señor”. Era básico en la obra de los profetas la proclamación de la Palabra de Dios que acababa de salir de sus labios.

     ¿Será posible que la naturaleza del ministerio cristiano esté entrelazada con ese poder? ¿Somos nosotros, realmente, ministros de esa poderosa Palabra? Después de predicar y enseñar por muchos años, todavía me enfrento a esta abrumadora realidad. Mientras más entiendo la naturaleza y la certidumbre de mi vocación, más responsable deseo ser de las palabras que pronuncio, porque la vida y la muerte están implícitas en cada frase que digo. ¿Existe, acaso, algo peor que un ministro que ha perdido el sentido del poder de la Palabra de Dios y, por lo mismo, del ministerio cristiano?

     Lucas 4 nos habla de Jesús cuando regresó a Galilea “en el poder del Espíritu” (vers. 14) y, al leer el libro del profeta

Isaías, dijo: El Espíritu del Señor está sobre mí, por cuanto me ha ungido para dar buenas nuevas a los pobres; me ha enviado a sanar a los quebrantados de corazón, a pregonar libertad a los cautivos y vista a los ciegos, a poner en libertad a los oprimidos y a predicar el año agradable del Señor” (vers. 18, 19).

     ¿Por qué la predicación está cayendo en alarmante descrédito en muchas partes del mundo contemporáneo? La solución de este dilema se encuentra en dos puntos: proclamar la Palabra divina y hacerlo con el poder del Espíritu Santo. Así lo hicieron los profetas; así lo hizo Jesucristo. Él mismo es la Palabra viva que vino de Dios. Y así lo hicieron los apóstoles en el día de Pentecostés.

     Somos sembradores, y no debemos quedamos quietos. La semilla que debemos sembrar es la Palabra de Dios (Mat. 13). “La fe es por el oír, y el oír, por la palabra de Dios” (Rom. 10:17). Me maravillo al encontrar vez tras vez que este principio satura toda la Biblia. Lo que las Escrituras dicen acerca de la esencia, la autoridad y el papel de la Palabra de Dios en la naturaleza humana es sencillamente maravilloso, inspirador y tiene el poder de capacitar.

     Ésa es la Palabra por la cual nosotros, los ministros del Señor, nos debemos dejar afectar profundamente, y es la Palabra que debemos proclamar. Necesitamos saber dónde y cómo encontrarla. Debemos oír cuidadosamente la Palabra tal como se nos la da; pedir que se la repita, hasta estar seguros de que la poseemos.

     Debemos absorberla de la forma más directa posible, de labios de Dios. Debemos conocerla a la vez en su forma escrita y viviente. Debemos conservarla fresca y clara dentro de nosotros mismos, mientras la proclamamos. Debemos presentarla fielmente en el lugar y a las personas a los cuales fuimos llamados a servir. La proclamaremos de manera bien clara, no por causa de nosotros, sino en consideración a su Autor. Entonces, mientras la proclamamos, habrá fe, sanidad y verdadera libertad.

Sobre el autor: Director de la revista Ministry.