“El mensaje ha de ser llevado no tanto por argumentos como por la convicción profunda del Espíritu de Dios”.

            Recientemente, mientras realizaba un viaje aéreo, comencé a conversar con mi compañero de asiento. Cuando él supo que yo era pastor, me hizo una pregunta extremadamente familiar: “¿Cómo puede tener la certeza de que está en la iglesia correcta, siendo que todos los demás también afirman tener la verdad?” Seguidamente, agregó: “¿Es eso realmente importante? Al final, ¿no creemos todos en el mismo Dios?”

            Siendo tú un pastor o alguien que tuvo la oportunidad de discutir respecto de religión con otra persona en la calle, sin duda alguna vez ya te has enfrentado con cuestiones semejantes, puesto que hoy muchas personas defienden la creencia de que la verdad es relativa; es decir, no es más que tu verdad o verdad. En último análisis, no hay ninguna verdad absoluta.

            Para empeorar la situación, muchos creen que la verdad es irrelevante. De esa manera, considerando que esta no puede ser determinada, debemos dejar de intentar definirla y concentramos en lo que realmente importa: la realización personal en todos los aspectos.

CRISTIANISMO POSMODERNO

            Hasta la década de 1950, los cuestionamientos realizados eran muy diferentes. En América del Norte, predominantemente cristiana, las personas buscaban la verdad bíblica. Presentar cierta doctrina por las Sagradas Escrituras era prueba suficiente para el candidato sincero, y solamente la Biblia era el criterio por el cual la verdad podría ser evaluada.

            Sin embargo, para muchos en la actualidad, la verdad es una cuestión de conve­niencia. Por ese motivo, algunos escogen frecuentar una congregación en su calle solamente porque queda próxima a su residencia, o ir a una gran iglesia de un barrio distante, en virtud de su excepcional programa musical. Otros deciden, incluso, ir hasta una ciudad vecina, por causa de la escuela de aquella iglesia.

            A pesar de todo esto, el escenario cambió radicalmente a partir de la “revolución” de la década de 1960, que perturbó el orden tradicional de las cosas y desafió todos los aspectos de la vida estadounidense. Ese cuadro integró nuevas opciones de estilo de vida en los patrones convencionales, tanto en la esfera secular como en la religiosa, desdibujando las líneas de demarcación.

            Si consideramos, además, la invasión de religiones orientales y de Oriente Medio (por ejemplo: hinduismo, budismo, islamismo), la definición de la verdad pareciera haberse perdido en algún lugar. Nuestras creencias distintivas se hacen, apenas, una opción más entre millares, y sin ningún criterio en común destinado a evaluar la verdad, esta se hizo relativa.

EL DESAFÍO

            Frente a este cuadro, ¿cómo podremos alcanzar a personas de todos los estilos de vida y de cultura con el mensaje del evangelio? Aún más importante, ¿cómo podremos alcanzar al mundo con el triple mensaje angélico, la verdad bíblica distintiva para nuestro tiempo?

            Se trata de un doble desafío; pues, aunque el mensaje central del evangelio nunca se ha modificado —Adán y Eva aceptaron la salvación por la fe en el Cordero que habría de venir, así como nosotros aceptamos por la fe la salvación mediante el Cordero que murió en el Calvario—, algunos aspectos de la verdad cambiaron para cada generación.

            Cada generación tuvo una verdad específica para proclamar. Noé aceptó el mensaje de la salvación por la fe en el Mesías venidero, pero tenía una predicación distinta que presentar al mundo: la Tierra seria destruida por el agua y todos los que quisieran ser salvos debían entrar en el arca. Elías también tenía un mensaje específico, así como Juan el Bautista y los demás profetas. Todos insertados en el contexto del evangelio.

EL MENSAJE DE HOY

            Martín Lutero era un dedicado monje católico, que buscaba desesperadamente el favor de un Dios severo y exigente siguiendo las reglas de su orden eclesiástica con exactitud. Sin embargo, cuanto más lo intentaba, menos digno se sentía. Hasta el día en que, desesperado, subió de rodillas la escalera de mármol que, supuestamente, era la misma que Jesús había recorrido en su camino hacia el Gólgota. Lutero creyó que tal vez eso, finalmente, expiaría su pecado.

            Sin embargo, aquel día todo cambió. Pues, de pronto, el monje comprendió con claridad el texto que vino a su mente: “El justo por la fe vivirá” (Rom. 1:17).

            Cuando la luz de la verdad inundó su mente y llenó su corazón de alegría, Lutero se levantó de manera repentina, y de modo enérgico bajó los escalones, para espanto de todos aquellos que estaban cerca.

            ¿Por qué eso es tan relevante hoy? Porque quinientos años después las personas todavía están “subiendo escaleras”, creando una salvación a su propia manera. Si hay algo que distingue el mensaje del evangelio de cualquier otra religión o filosofía es el hecho de que la justificación ocurre por la fe en la obra de otra Persona, y no por nuestros propios méritos. Es un don de Dios.

            La única escalera que realmente importa es aquella que Jacob descubrió aproximadamente hace cuatro mil años, cuando atravesaba un momento difícil de su vida; una escalera brillante, que llevaba directamente al cielo. Esa escalera es el propio Jesús. Cristo lo dice así, en Juan 1:51: “Y le dijo: De cierto, de cierto os digo: De aquí adelante veréis el cielo abierto, y a los ángeles de Dios que suben y descien­den sobre el Hijo del Hombre”.

            Ese es nuestro mensaje específico. Jesús es el único que puede franquear el abismo entre el Cielo y la Tierra. Su sacrificio permitió que el Cielo bajara hasta nosotros, y que nuestras oraciones ascendieran hasta el Trono de Dios. ¡No estamos subiendo por nosotros mismos la escalera de Jacob para nuestra salvación!

            El mensaje del evangelio es distinto en la medida en que es un mensaje de gracia y de perdón. “No ha hecho con nosotros conforme a nuestras iniquidades, ni nos ha pagado conforme a nuestros pecados” (Sal. 103:10). Él sufrió nuestro castigo y murió por nosotros, con el objetivo de que pudiéramos vivir (Isa. 53:5).

            Para el cristiano, la salvación es por gracia: siendo justificados por la fe por medio de los méritos de Jesús, quien murió en la cruz para salvarnos. Ese es nuestro mensaje esencial.

            Sin embargo, todos los cristianos creen esto. Entonces, ¿de qué modo es distintivo? ¿De qué modo la salvación por la gracia concierta con los tres mensajes angélicos?

            Por un momento, piensa en Caín y en Abel. Ambos deseaban adorar al Señor. Abel se lanzó sobre la misericordia de Dios, y confió en él completamente. Caín creyó que tenía una idea mejor que aquello que Dios le había requerido: su propia forma de adoración, la salvación por sus obras. La propuesta de Caín podía no ser mala y podía, incluso, tener sentido. Pero no era lo que Dios había pedido.

            Siempre que nos desviamos de la explícita Palabra de Dios y seguimos una forma propia de adoración, rechazamos la salvación por la gracia. Creemos que nuestro método, nuestra tradición y/o nuestras ideas son más adecuados para operar nuestra propia salvación. Dejamos de confiar en el “Así dice el Señor”, y transformamos nuestro camino estrecho en diversas tortuosas carreteras de confusión.

            Cuando analizamos los tres mensajes angélicos, vemos en ellos la salvación por la fe adaptada a lo que el pueblo de Dios enfrentará en el tiempo del fin. Son una invitación a encarar el Juicio por medio de los méritos de Jesús; salir de una forma de adoración que el Señor no aprueba y confiar totalmente en la palabra de nuestro Creador. Se trata de un llamado que urge a examinar lo que Dios dice en su Ley y a abandonar lo que él no estipuló, a fin de que podamos recibir su sello.

LA MISIÓN

            A pesar de todo esto, la cuestión primordial permanece: si el mensaje central gira alrededor del evangelio en el contexto del triple mensaje angélico, ¿cómo convenceremos a las personas que no aceptan nuestro criterio, de la verdad bíblica?

            Nosotros no las vamos a convencer; no tenemos que convencer a nadie. Nosotros solamente tenemos que presentar el mensaje. Fuimos llamados a llevar el evangelio a cada nación, tribu, lengua y pueblo. Aunque sea imperativo buscar nuevos métodos y estudiar las culturas con el fin de alcanzar de una mejor manera a las personas, en último análisis, el trabajo de con versión no nos pertenece, pues no tenemos el poder para transformar ningún corazón.

            A veces olvidamos que no estamos luchando solos para cumplir con nuestra mi­sión. De hecho, ese no es nuestro trabajo; somos —apenas— colaboradores de Cristo. Y es su obra, por medio del Espíritu Santo, la que transformará los corazones.

            No se nos impele a ser exitosos; solamente estamos siendo instados a que sea­mos fieles en la proclamación del mensaje. Los resultados pertenecen a Dios. Si algo aprendí en estos 32 años de ministerio, es que no puedo convencer a nadie de nada. Sin embargo, lo que puedo hacer —lo que se nos ordena hacer— es presentar el mensaje del evangelio, independientemente de cuán fútil o endurecido pueda parecer el público, pues el Espíritu Santo está en acción.

            Recientemente estuve en un país en el que el cristianismo es minoría. Había sido invitado a hablar en una gran iglesia el sábado por la mañana, y antes de que comenzara el culto pregunté a uno de los ancianos si sabía cuántos visitantes estaban presentes, pues siempre me gusta orar por ellos al final de la programación. “Pastor”, me contestó enfáticamente, “no tenemos visitantes en esta iglesia”. Para mi sorpresa, había una pizca de orgullo en el tono de su voz; orgullo por ser una iglesia tan exclusivista que los visitantes elegían ir a otro lugar.

            En el cierre del culto, decidí correr el riesgo de atraer la ira del anciano y pregunté si había visitantes presentes. Cinco personas se levantaron, y yo las invité a que pasaran al frente, para que participaran de una oración especial. Mientras una de las señoras se aproximaba, noté a dos “guardaespaldas” corpulentos que la cercaban, y enseguida regresaron cuando ella llegó adelante.

            Después de la oración, dirigí algunas palabras a cada uno de los invitados, y les dije que estaría feliz de poder conversar con ellos. Aquella señora dijo: “Soy esposa del presidente del Servicio Postal de nuestro país. He frecuentado la iglesia durante tres meses, y es la primera vez que alguien habló conmigo”. Nadie la había invitado, afirmó. Aquella mujer estaba frecuentando la iglesia porque quería saber más respecto de la fe cristiana.

LA CAUSA ES DE DIOS

            Dice Jesús: “Y yo, si fuere levantado de la tierra, a todos atraeré a mí mismo” (Juan 12:32). Si creemos en esto, debemos saber que no estamos solos y que la obra de conversión es de él. Cristo advierte que, si nos quedamos en silencio, “las propias piedras clamarán” (Luc. 19:40). Si Dios puede usar a las piedras, puede también usarnos a ti y a mí. Sin embargo, debemos hablar, y no quedamos callados.

            En breve vendrá el tiempo en que el Señor derramará su Espíritu, y veremos a Jesús y a su sacrificio de una manera en que nunca antes los habíamos visto. Zacarías describe ese momento: “Derramaré sobre la casa de David, y sobre los moradores de Jerusalén, espíritu de gracia y de oración; y mirarán a mí, a quien traspasaron, y llorarán como se llora por hijo unigénito, afli­giéndose por él como quien se aflige por el primogénito” (Zac. 12:10).

            Dios no dice que derramará su Espíritu sobre todo el mundo, sino sobre su pueblo, su iglesia, el Israel espiritual. Como resultado de aquel llanto, “en aquel tiempo habrá un manantial abierto para la casa de David y para los habitantes de Jerusalén, para la purificación del pecado y de la inmundicia” (Zac. 13:1). El pueblo de Dios será limpio y purificado. El Espíritu Santo será derramado en la medida exacta que nos permitirá finalizar la obra de proclamación del evangelio al mundo. ¡Qué gran momento será ese!

EL GRAN FINAL

            Hay increíbles señales, imposibles de no ver, que están ocurriendo ahora en el mundo sociopolítico. Sabemos que el enemigo de Dios tiene “tres espíritus inmundos a manera de ranas; pues son espíritus de demonios, que hacen señales, y van a los reyes de la tierra en todo el mundo, para reunirlos a la batalla de aquel gran día del Dios Todopoderoso” (Apoc. 16:13, 14). Sabemos que él cita al mundo a una reunión, una falsa unidad. Aunque la unidad sea algo bueno, la unidad a expensas de la verdad bíblica jamás lo será.

            Sin embargo, Dios también tiene tres ángeles mensajeros que están convocando al mundo a una reunión. No van al encuentro de reyes para forzar las leyes civiles, sino que se dirigen a cada persona del planeta, hablándole al corazón y llamándola a una reunión especial en el Monte Sion. Están llamando a las personas a fin de que salgan del error y confíen totalmente en aquello que Dios dice en su Palabra. El triple mensaje angélico es el último mensaje divino de amor y de misericordia para el mundo.

            Sabemos que, en el transcurso de la historia, siempre que el pueblo de Dios se ha mantenido fiel, tal fidelidad incitó la furia de aquellos que no lo son. Dios rechazó la adoración de Caín, y él despreció a su hermano y decidió destruirlo. Ese patrón ha permanecido a lo largo del tiempo.

            Ahora, mientras el mundo camina en dirección a la batalla final entre Cristo y Satanás, somos conminados a tomar una posición y proclamar con poder el mensaje distintivo de Dios para nuestro tiempo. Existen más de tres mil métodos diferentes de evangelismo y de expansión, y todos ellos funcionan si nosotros solamente los probamos. El Espíritu de Dios aprove­cha toda oportunidad para influir en los corazones.

            En su libro El conflicto de los siglos, Elena de White describe el tiempo veni­dero, en el que las personas serán instadas a tomar una posición: “Vendrán siervos de Dios con semblantes iluminados y resplandecientes de santa consagración, y se apresurarán de lugar en lugar para proclamar el mensaje celestial. Miles de voces predicarán el mensaje por toda la Tierra. […] Es así como los habitantes de la Tierra tendrán que decidirse en pro o en contra de la verdad. El mensaje no será llevado adelante tanto con argumentos como por medio de la convicción profunda, inspirada por el Espíritu de Dios (pp. 782, 783).

            Mientras la Tierra cae cada vez más profundamente en el caos moral, político, económico y ecológico, la Biblia anima claramente a aquellos que defienden la verdad y proclaman el mensaje para este tiempo: “Los entendidos resplandecerán como el resplandor del firmamento; y los que enseñan la justicia a la multitud, como las estrellas a perpetua eternidad” (Dan. 12:3).

            Grandes tiempos están delante del pueblo de Dios, y los mejores capítulos del libro de los Hechos todavía van a ser escritos. Cuando abrazamos el evangelismo y lo transformamos en una parte importante de nuestro ministerio, nos colocamos en el centro de la acción de Dios; ¡el mejor lugar en que alguien pueda estar!

Sobre el autor: Secretario ministerial asociado para Evangelismo de la Asociación General de los Adventistas del Séptimo de Día.