Si hay algo que necesitamos con mayor urgencia que cualquier otra cosa es pasar más tiempo en el “aposento alto”.
Si pudiese elegir un presente para el “Día del Pastor”, elegiría tener el privilegio de parecerme más a Jesús.
Estoy seguro de que concuerdas conmigo en que el egoísmo desenfrenado ha dejado de ser vergonzoso. La agresiva autopromoción para obtener ventajas personales se considera una virtud. En los últimos años, se nos ha exhortado: “Seamos los primeros”; “Hagamos valer nuestros derechos”; “Ganemos mediante la intimidación”; “Lo que importa es llegar a la cumbre. No importa pisotear”. Lamentablemente, los pastores no estamos libres de ese gran mal. ¿Hay cura para esto?
El Dr. Ken Mc Farland, en su comentario del Evangelio de Juan, dice que el mejor remedio es invertir tiempo periódicamente para pensar en 1o que sucedió en el “aposento alto”, en el año 31 d.C.
Aquel jueves de tarde, trece hombres se encuentran reunidos. La atmósfera está cargada de tensión.
El que dirige (así 1o creen los otros doce) está por tomar e1 gobierno. Y cada uno de ellos está decidido a conseguir el mejor puesto cuando el Rey tome el poder. Dos de los doce ya tuvieron el atrevimiento de pedir que les dieran los mejores puestos en la Administración. Obviamente, con gran disgusto de los otros diez. Cada hombre, silenciosamente, se compara con los demás y se siente convencido de ser más capaz que los otros once.
Imagina que estamos allí… profesamos ser los seguidores del Rey. De modo que nos sentamos allí y tratamos de ignorar nuestro deber. Procuramos por todos los medios ignorar el hecho doloroso, pero evidente, de que hay una obra que hacer, una tarea que ninguno de nosotros quiere cumplir.
Nos reunimos para comer. Obviamente, un siervo debería lavar el polvo de nuestros pies. Pero, esta noche no tenemos siervo. Alguien debe hacer el trabajo, pero ¿quién?
Es obvio que si quieres ser el primer ministro no conviene que te vean haciendo el trabajo denigrante de un siervo. Los soberanos no se ensucian las manos; si uno va a tener un puesto elevado en la jerarquía del palacio, ¡ni pensar en hacer el trabajo típico de un esclavo!
Además, el acto mismo es desagradable. El solo hecho de arrodillarse y lavar los pies empolvados y sudorosos de doce hombres que no tienen ni una décima parte de tu capacidad y clase. ¡Ni pensarlo!
Seguimos esperando, y la situación se vuelve bochornosa. Finalmente, alguien se mueve. Se para, llena la fuente de agua, toma una toalla… Tú y yo tratamos de ver quién es el que por fin se decidió a admitir que no pertenece al linaje especial.
Al instante nos sentimos sorprendidos, y avergonzados. Se trata de nuestro líder, nuestro Rey. Sin decir palabra, se arrodilla ante nosotros y nos lava los pies, uno por uno.
Mudos de asombro, colorados de vergüenza, contemplamos cómo se mueve silenciosamente en su tarea.
¿Te das cuenta, querido colega, de que esta filosofía, la filosofía del aposento alto, contradice casi toda la sabiduría que hoy se acepta?
Pon la otra mejilla; coloca a los otros primero… No cuadra con la forma en que las cosas suceden en la vida real. Y cualquiera que sea tan ingenuo para adoptar seriamente tales principios no llegará muy lejos. Después de todo, ¡fíjate lo que le pasó a Jesús!
Pero ¿me permites sugerir que la sabiduría que hoy se acepta no es muy sabia? Porque, a fin de cuentas, el orgullo terminará en un montón de cenizas, y la humildad será exaltada universalmente.
La verdadera humildad puede provocar hoy una ridícu1a, y hasta violenta, oposición, mientras que la exaltación propia es altamente estimada. Pero los días del orgullo están contados.
Colega, ¿estás cansado del constante esfuerzo que exige la defensa de tu reputación y de tus derechos, y e1 empeñarte en quedar siempre bien? ¿Te gustaría librarte de esta enfermedad miserable?
La única cura que conozco es pasar tanto tiempo como sea posible contemplando la asombrosa humildad de Jesucristo. Es imposible estudiar su vida y su carácter sin desarrollar un deseo intenso de ser como é1.
Si hay algo que necesitamos con mayor urgencia que cualquier otra cosa es pasar más tiempo en el “aposento alto”, donde nuestro Rey desciende al verdadero nivel de su grandeza ante nosotros, y nos lava no solo nuestros polvorientos pies, sino también el orgullo de nuestro corazón.
“Haya, pues en vosotros, ese mismo sentir que hubo en Cristo Jesús” (Fil. 2:5).
Sobre el autor: Secretario ministerial de la División Sudamericana.