“Porque nosotros también somos débiles en él, pero viviremos, con él, para ustedes por el poder de Dios”.

    Varios temas y trechos de la Biblia son importantes para la comprensión sobre la misión y la espiritualidad. David J. Bosch, influyente estudioso de la misiología, sugirió que la segunda epístola del apóstol Pablo a los corintios es el mejor estudio de caso sobre espiritualidad misionera que se haya publicado.[1]

    Muestra cómo la espiritualidad bíblica mantiene el equilibrio entre la relación con Dios y el compromiso con el mundo; una espiritualidad marcada por el servicio y por la cruz.

    Las circunstancias desfavorables relativas a la desconfianza por parte de los miembros de la iglesia de Corintio transformaron esa carta del apóstol Pablo en una respuesta personal a los falsos “misioneros”, que habían enardecido a los conversos contra él, y una exposición de su espiritualidad misionera. Tal vez, ningún otro libro del Nuevo Testamento describe con tanta profundidad y extensión las dinámicas emocionales, físicas y espirituales de un cristiano misionero.[2] Una de las principales lecciones en este sentido es que el mensaje y el mensajero son inseparables. Por lo tanto, el apóstol Pablo defiende su reputación, su carácter y su credibilidad, en favor de la reputación del evangelio (2 Cor. 13:7, 8). Paradójicamente, eso significa identificarse como un “vaso de barro” (2 Cor. 4:7).

ESTILO DE VIDA MISIONERO

    Al describir en esta carta la actitud y la manera de vivir misionera, el apóstol Pablo enfatiza la gracia de Cristo y la indignidad de aquellos que la reciben (2 Cor. 12:9, 10). El apóstol llama la atención a la gracia expresada en su misión y en su vida de pobreza, rechazo y persecución (2 Cor. 6:4, 5;11:23). El mensaje es que el “cristianismo es más fuerte cuando es débil y sufre rechazo, está bajo sospecha y preconcepto (2 Cor. 12:10; 13:4).[3]

    Frecuentemente, este es el caso en el contexto de “Ventana 10/40” y en otros lugares del mundo, en el tiempo que precede a la segunda venida de Cristo.

    La relación con Dios y el compromiso con el mundo, de forma inseparable, son la esencia de la experiencia del apóstol. Pablo afirma: “El cual nos consuela en todas nuestras tribulaciones, para que podamos también nosotros consolar a los que enfrentan cualquier tribulación, por medio de la consolación con que nosotros somos consolados por Dios” (2 Cor. 1:4). Dios nos reconcilió consigo mismo por medio de Cristo, y nos otorgó la misión de la reconciliación (2 Cor. 5:18); nos transformamos en cooperadores en su misión (2 Cor. 6:1). Es el amor de Cristo, que nos constriñe, que transforma a quienes están en él en nuevas criaturas, y produce vidas que no viven más para sí mismas, sino para Aquel que por ellas murió y resucitó (2 Cor. 5:14-17). La relación con Dios solamente puede surgir verdaderamente en el contexto del compromiso con el mundo; paralelamente, ese compromiso con el mundo solamente puede ocurrir de verdad en el contexto de la relación con Dios.

    Las metáforas misioneras del apóstol Pablo en 2 Corintios también describen esa relación. La fragancia que por medio del misionero se manifiesta en todo lugar es el buen perfume de Cristo (2 Cor.2:15). La carta leída por todos los hombres en nosotros es la carta de Cristo, escrita no con tinta, sino por el Espíritu del Dios viviente (2 Cor. 3:3). Somos embajadores en nombre de Cristo, como si Dios exhortase por nuestro intermedio (2 Cor. 5:20). Nosotros nos transformamos en santuarios del Dios viviente (2 Cor. 6:16). Y colaboramos en la preparación del pueblo de Dios, como de una virgen pura para su esposo, que es Cristo (2 Cor. 11:1). De esa manera, no nos predicamos a nosotros mismos, sino a Cristo Jesús como Señor, porque Dios resplandeció en nuestro corazón e iluminó el conocimiento de la gloria de Dios en el rostro de Cristo (2 Cor. 4:6). De esa manera, Dios nos habilita para que seamos misioneros por intermedio de Cristo (2 Cor. 3:6). Por eso es que estos vasos de barro pueden contener el tesoro: para que la excelencia del poder sea de Dios, y no nuestra (2 Cor.4:7).

    En el desarrollo de la espiritualidad, desde la perspectiva de la eternidad, nuestra leve y momentánea tribulación (incluyendo aflicciones, privaciones, angustias, azotes, prisiones, tumultos, vigilias y ayunos) –frecuentemente resultado del testimonio– produce renovación y un eterno peso de gloria (2 Cor. 4:6-17). Son los trabajos y las fatigas, las prisiones, los azotes y los peligros de muerte, los naufragios, los riesgos (incluso entre los gentiles, en la ciudad y entre falsos hermanos), y hasta la preocupación con aquellos que reciben el evangelio, que nos hacen aún más misioneros de Cristo (2 Cor. 11:23-28).

Ese es el caminar por la fe, y no por lo que vemos (2 Cor. 5:7).

    El apóstol Pablo, de forma transparente, discute la dinámica de la espiritualidad en la misión, recordando que incluso andando en la carne no militamos según la carne, sino en el poder de Dios (2 Cor. 10:3, 4). Para eso es necesario ser de Cristo, y no permitir que el acto de anunciar el evangelio resulte en gloria para nosotros mismos, sino en el glorificar al Señor y ser alabado por él (2Cor. 10:16-18). La única excepción permitida es gloriarse en relación con nuestra debilidad (2 Cor. 11:30; 12:9), para que el poder de Cristo repose sobre nosotros de acuerdo con la gracia suficiente de Dios; porque es en la debilidad que somos fuertes para la misión (2 Cor. 12:10). Así como la teología del apóstol Pablo es una teología misionera, es importante comprender que la espiritualidad del apóstol es una espiritualidad misionera.

ESPIRITUALIDAD MISIONERA Y EL MISIONERO ESPIRITUAL

    Se hace evidente que espiritualidad y misión no pueden existir desconectadas. Demasiadas veces la espiritualidad ha sido caracterizada como una práctica aislada, introspectiva y contemplativa, que deja de lado la dimensión misionera desarrollada a través del compromiso con el testimonio. Eso sería mera religiosidad, no espiritualidad. Sería el resultado de una desconexión entre palabra y acción; entre lo sacro y lo secular; entre la espiritualidad y la misión.

    Si tuviéramos que resumir este tema en tres aspectos, serían estos: 1) Dependencia genuina de Dios; 2) Humildad y disposición para aprender; y 3) Fruto del Espíritu.[4] De modo más específico, algunos especialistas han señalado hacia una experiencia que incluye lo siguiente: 1) Una conversión sólida; 2) Un discípulo que se desarrolla y que multiplica; 3) Un sentido profundo del llamado; 4) Un mensaje vital; 5) Un corazón dispuesto a servir; 6) Un compromiso firme con la iglesia; 7) Un cuerpo saludable y una mente vigorosa; 8) Un estilo de vida atractivo; y 9) Dones espirituales.[5]

    Una espiritualidad misionera, o un misionero espiritual, se define por la manera de vivir y de servir. Por eso, Bosch sugiere una espiritualidad que no es el resultado de las obras ni de un esfuerzo individual, sino el desarrollo dinámico de una relación con Cristo que resulta en el compromiso con el mundo, al que él llama “la espiritualidad del caminar”.

Sobre el autor:  Profesor de Teología en UNASP, campus Engenheiro Coelho (San Pablo), Rep. Del Brasil; doctorando en la Universidad Andrews, Estados Unidos.


Referencias

[1] David J. Bosch, A Spirituality of the Road (Eugene, OR: Wipf & Stock, 1979), pp. 12, 13.

[2] Simon J. Kistemaker y William Hendricksen, “Exposition of the Second Epistle to the Corinthians”, New Testament Commentary (Grand Rapids, MI: Baker Book House, 1953-2001), t. 19, p. 19.

[3] Introducción a 2 Corintios, Andrews Study Bible, p. 1.516.

[4] A. Scott Moreau, Gary R. Corwin, Gary B. McGee (eds.), Introducing World Missions: A Biblical, Historical and Practical Survey (Grand Rapids, MI: Baker Academic, 2004), pp. 176-178; Claude Hickman, Steven C. Hawthorne y Todd Ahrend, en Ralph D. Winter y Steven C. Hawthorne (ee), Perspectives on the World Christian Movement: A Reader (Pasadena, CA: William Carey Library, 2009), pp. 725-730.

[5] Marion G. Fray, “Strategies for the Development of the Spiritual Life Missionaries”, en John Mark Terry, Ebbie Smith and Justice Anderson (eds.), Missiology (Nashville, TN: Broadman & Holman, 1998), pp. 589-594.