Una tentación que debe ser combatida con humildad y sumisión a Dios.
El evangelista Glenn Coon comienza su libro The ABC’s of Bible Prayer [El ABC de la oración en la Biblia] con las palabras escritas por Mildred Hill: “Señor, hazme un clavo sobre la pared, fuertemente asegurado en su lugar. Y luego, a partir de este elemento tan común y pequeño, cuelga un radiante cuadro de tu rostro, para que los viajeros se detengan a mirar la belleza presentada allí y, al continuar en su cansado andar, que cada radiante rostro pueda mostrar, de manera tan clara y marcada, que nadie pueda borrar la imagen de tu gloria y de tu gracia. Señor, que ninguna persona se detenga a pensar en mí. Solo déjame ser un clavo en la pared, que sostenga tu pintura en su lugar”.[1]
El mensaje es tan bello. Sin embargo, es una real tentación, en el ministerio, hacer que Jesús sea un clavo en la pared… para sostener una imagen de nosotros, como ministros.
El dilema de Barth
En su octogésimo cumpleaños, el teólogo Karl Barth se debatía en su asiento, al escuchar a una persona tras otra alabarlo generosamente por todos sus gloriosos logros. Sus palabras causaban en Barth una doble sensación: de gratitud y de alarma. Había experimentado la misma sensación durante las últimas dos semanas, cuando su nombre aparecía en los periódicos de todo el mundo. En la víspera de su cumpleaños, estaba siendo aclamado como el teólogo más grande del siglo XX, comparado solo con los padres de la iglesia.[2]
Cuando finalmente habló en su celebración, compartió la razón de su alarma. Llevó consigo una copia personal de su libro Epístola a los Romanos, de 1922. En la solapa, había una inscripción que él mismo había colocado:
“De Karl Barth para su querido amigo Karl Barth”.[3] A continuación, aparecían algunas sentencias que Barth había tomado del tomo 63 de la edición Erlangen de Las obras de Martín Lutero:
“Si piensas que realmente estás seguro y te complaces a ti mismo con tus propios libros, tus enseñanzas y tus escritos, [si piensas] que eres estupendo y has predicado maravillosamente, y si después te agrada ser alabado por los demás; sí, si quizá quieres ser alabado para no llorar y desistir, entonces, mi amigo, si eres lo suficientemente hombre, pon tus manos en tus oídos. Si lo haces bien, descubrirás un estupendo par de grandes, largas y ásperas orejas de burro. No escatimes medios al adornarlas con campanas doradas, así puedes ser oído doquiera que vayas y las personas puedan señalarte y decir: ¡Mirad, mirad! Allí va la espléndida criatura que escribe esos maravillosos libros y predica sermones tan poderosos”.[4]
Orejas de burro
Al reflexionar en esta parte del discurso de Barth, Brian Williams señala que tanto Barth como Lutero conocían la tentación, inherente al ministerio pastoral, de atraer a los demás hacia nosotros, como ministros.[5] Usar a Jesús como un “clavo para colgar un cuadro” de nosotros o, como Lutero lo describe, para decorar nuestras orejas de burro con campanas, para llamar la atención de las personas al pasar, es una de nuestras grandes fallas.[6]
Esta tentación surge en reuniones pastorales, por ejemplo, cuando comenzamos a informar los bautismos que hemos realizado. Exponer los números de esa manera alimenta nuestro deseo de competir con los demás y nuestra compulsión humana a decir: “¡Mírenme!”
Dios no nos ha llamado a competir con otras iglesias o con otros pastores. Dios nos ha llamado a ser fieles y fructíferos en el lugar en el que nos haya colocado. No estás sirviendo en ese lugar por accidente o por casualidad: Dios te ha colocado allí. Ya sea que estés en un distrito con muchas iglesias o en una sola gran congregación, el papel que desempeñas es el mismo: revelar a Jesús a los demás.
Demasiado a menudo, ministramos para nuestra propia gloria, no para la gloria de Cristo y la redención de quienes se nos han confiado. Nuestra hambre de glorificación propia hace que seamos, tal como lo ha dicho acertadamente Paul Tripp, “más orientados a los puestos que orientados a la sumisión”.[7]
El deseo de autoglorificación a menudo genera que envidiemos el puesto de otros o el hecho de que otros sean promovidos. Consideramos que somos más capaces que esa persona para pastorear una iglesia grande o para recibir un llamado a trabajar en la Asociación, y nos enojamos porque creemos que nos correspondía a nosotros recibir esa promoción. En nuestra envidia y celos, incluso podemos comenzar a cuestionar la imparcialidad y la justicia de Dios. Esta envidia genera amargura. Perdemos la motivación para hacer lo que es justo, porque estamos más interesados en una posición que en la sumisión.
“Estar concentrados en la posición hará que actúes políticamente, cuando deberías hacerlo pastoralmente. Hará que pidas que te sirvan, cuando deberías estar dispuesto a servir. Hará que demandes de otros lo que tú mismo no estarías dispuesto a hacer. Hará que pidas privilegios, cuando deberías estar dispuesto a ceder tus derechos. Hará que pienses demasiado en cómo las cosas te afectan, en lugar de pensar en cómo las cosas reflejarán a Cristo. Hará que quieras establecer la agenda, en lugar de encontrar gozo en someter tu agenda a Otro”.[8]
Condición de estrella
La predicación también puede alimentar la autoglorificación. “Hablar en público constituye una oportunidad continua de actuar… o de ‘mostrarse’. Mírenme, vean cuánto sé, asómbrense con mi conocimiento de griego y hebreo, o la manera poderosa de presentar el mensaje”.[9] Richard Baxter prueba este punto acerca del orgullo al predicar:
“Y cuando el orgullo ha participado en la confección del sermón, nos acompaña hasta el púlpito, establece nuestro tono, da vida a la presentación del sermón, nos aparta de lo que podría ser desagradable aun cuando sea necesario, y hace que busquemos el aplauso. En síntesis, la suma de todo esto es que genera que los hombres, al estudiar y predicar, se busquen a sí mismos y nieguen a Dios, cuando deberían estar buscando la gloria de Dios y negarse a sí mismos. Cuando deberían preguntarse: ¿qué diré, y cómo lo diré, para agradar a Dios y hacer lo mejor?, hace que se pregunten: ¿qué diré, y cómo lo expresaré, para que me consideren un predicador preparado y capaz, y para ser aplaudido por todos los que me escuchan? Al terminar el sermón, el orgullo vuelve con ellos al hogar, y hace que se pongan ansiosos por saber si fueron aplaudidos, en lugar de querer saber si lograron persuadir a las personas para alcanzar la salvación. Si no fuera porque les da vergüenza, preguntarían a las personas si les gustó, y tratarían de hacerse alabar. Si perciben que se les tiene una alta estima se regocijan, al haber alcanzado su objetivo; pero, si ven que se los considera una persona más del montón, quedan disgustados, al haber perdido el premio que buscaban”.[10]
Un ministerio que nos expone en el frente nos ofrece “una ridícula condición de estrellas de bajo nivel”, a la que podemos volvernos adictos.[11] Nos paramos en la puerta al final del sermón y, con nuestras grandes orejas, esperamos las alabanzas y las adulaciones que imaginamos que serán nuestras a medida que las personas pasan.
El deseo de adulación propia también se puede manifestar en el acaparamiento del púlpito. Temes permitir que tu pastor asociado, el anciano local o algún otro miembro de iglesia hablen, porque ellos podrían ser tan buenos como tú, o incluso mejores que tú. En lugar de dejar que utilicen sus dones para la gloria de Dios, temes que te eclipsen.
Sin embargo, no es solo en el área del púlpito que el deseo de glorificación propia hace que otros no desarrollen sus dones. A veces, los pastores no desean delegar el ministerio porque su orgullo no les permite ver que otros también han sido dotados espiritualmente. Se requiere humildad para descubrir, confirmar y utilizar los dones de los demás, y acoger el ministerio no como un show unipersonal, sino como un proceso comunitario.
La tentación es real y seductora, de colgar una campana o, quizás, un lazo de tus grandes orejas de burro, y luego trotar alrededor con tus orejas recientemente adornadas, para que los demás te vean y oigan, y te aplaudan. Nos quedamos tan atrapados en nuestro desfile, que olvidamos que el desfile nunca fue para nosotros, en primer lugar: solo fue para Cristo y la multitud que lo veía.[12]
Nuevamente, Barth
Cerca del final de su discurso de celebración de su cumpleaños, Barth comparó su vida y su ministerio con la de otro burro, y propuso a ese burro como metáfora del ministerio:
“Un burro real aparece mencionado en la Biblia. Se le permitió cargar a Jesús hasta Jerusalén. Si he hecho algo en toda mi vida, ha sido algo parecido a lo del burro que llevó sobre sí una importante carga. Los discípulos le dijeron a su propietario: ‘El Señor lo necesita’. Y de la misma manera pareciera que al Señor le ha agradado usarme en este tiempo, tal como soy, a pesar de las cosas, las cosas desagradables, que con justicia se dicen y se dirán de mí. De esta manera fui usado […]. Se me permitió ser el burro de carga”.[13]
¿Cuándo será suficientemente bueno solo cargar al Mesías por las calles, así él, y no nosotros, pueda ser visto? Mi deseo es que tú y yo lleguemos al punto, en nuestro ministerio, en que nuestro mayor deseo sea ser un clavo sobre el que cuelga un cuadro de Cristo… o un burro que, simplemente, carga a Jesús por las calles.
Sobre el autor: Profesor asociado de Ministerio Cristiano, y director del área de Educación del Seminario Teológico de la Universidad Andrews.
Referencias
[1] Glenn Coon, The ABC’s of Bible Prayer (Hagerstown, MD: Review and Herald Pub. Assn., 1972), p. 1.
[2] Karl Barth, Fragments Grave and Gray, ed. Martin Rumscheidt, trad. Eric Mosbacher (London: Collins, 1971), pp. 111, 112.
[3] Ibíd., p. 113.
[4] Ibíd.
[5] Brian Williams, The Potter’s Rib: Mentoring for Pastoral Formation (Vancouver: Regent College Publishing, 2005), p. 169.
[6] Ibíd.
[7] Paul Tripp, “5 More Signs You Glorify Self,” The Gospel Coalition (blog), accedido el 15 de febrero de 2013, http://thegospelcoalition.org/blogs/tgc/2012/12/09/5-more-signs-you-glorify-self/.
[8] Ibíd.
[9] Peter Mead, “Preaching and Pride: A Deadly Terrain”, Biblical Preaching (blog), June 24, 2011, http://biblicalpreaching.net/2011/06/24/preachingand-pride-a-deadly-terrain/.
[10] Richard Baxter, The Reformed Pastor, ed. William Brown (Glasgow: William Collins, 1829), p. 209.
[11] Mead, “Preaching and Pride”.
[12] Williams, The Potter’s Rib, p. 169.
[13] Barth, Fragments Grave and Gray, pp. 116, 117.