El concepto formulado por la Filosofía del Lenguaje y por la Lingüística se refiere al término lengua, lengua natural o lenguaje humano, dirigido a los lenguajes desarrollados por el ser humano, como instrumento de comunicación.

 Sin embargo, el objetivo que nos mueve se aparta de los conceptos lingüísticos, para analizar el lenguaje desde el punto de vista del deseo de Dios para los cristianos de todos los tiempos, con relación al don del habla.

 Si los seres humanos fuimos dotados con el equipamiento genético que nos capacita para comunicarnos por medio del lenguaje hablado, aún más como cristianos, el lenguaje debe ser utilizado como una herramienta para convencer, persuadir, alabar a Dios y hablar del amor redentor. (Palabras de vida del gran Maestro, p. 270.) Además de esto, “que su conversación sea siempre amena y de buen gusto. Así sabrán cómo responder a cada uno” (Col. 4:6).

 Dios requiere de cada cristiano el cultivo del habla, libre de tonos altos y agudos, estridentes a los oídos, o del hablar inexpresivo, rápido y de forma incomprensible. Es impresionante el interés de Cristo en que sus seguidores cultiven el habla, porque la Palabra de Dios y sus incalculables riquezas necesitan ser expresadas con esmero. (Ibíd., p. 271.)

 Dios no desea que sus verdades sean acortadas, dichas de manera tímida, inexpresiva y humillante, sino que haya esfuerzo diligente para que se cultive el habla en un tono claro y sonoro. La manera por la cual el mensaje de Dios es presentado puede influir en su aceptación o en su rechazo. Es necesario que sea dicha de modo tal que impresione a los oyentes.

 Fuimos creados por Dios como seres únicos, diferentes de los demás, al punto de dejar características personales en función de la calidad de nuestra voz, cuando hablamos por teléfono, cuando nos dirigimos a otra persona o cuando el locutor habla en la radio. Durante los primeros cinco minutos de conversación, las personas construyen una imagen en relación con nosotros, sobre nuestra personalidad, nuestro nivel cultural y, en algunos casos, sobre nuestra condición espiritual.

 La personalidad influye de tal manera en la voz que, según algunos estudiosos, las personas ansiosas hablan con mayor velocidad, ausencia de pausas, e impiden que el otro hable. Las personas autoritarias, al usar una articulación más firme, sonidos más graves y escasa expresión facial, permiten poca intervención del interlocutor. Las más tímidas y sumisas hablan bajo, con un timbre más agudo.

 Estudios realizados muestran que el tipo de educación y la convivencia con otras personas también ayudan a moldear la voz. Es necesario que seamos modelados por Cristo, para que mantengamos el timbre manso y suave de su voz en nuestras relaciones familiares, y en las interacciones sociales.

 Nuestro lenguaje está cargado de sentimientos, expresiones sonoras y entonación de la voz, expresiones de rabia y de alegría, amor y ternura, exclamaciones e interrogaciones. Por esa razón, dice el apóstol: “Si alguien nunca falla en lo que dice, es una persona perfecta, capaz también de controlar todo su cuerpo” (Sant. 3:2).

DIFÍCIL, PERO NO IMPOSIBLE

 Es cierto que el dominio de la lengua es algo muy difícil para el ser humano, porque las palabras revelan la tendencia natural de sus pensamientos. Cuando hablamos de aquello que refleja pureza, honradez y bondad, estamos en el rumbo de la similitud con Cristo. Solamente cuando es regida por el mal, por el hecho de que la persona no permite al Espíritu Santo que gobierne sus pensamientos y sus palabras, la lengua se transforma en un instrumento de maldición. En esas condiciones, la censura puede ser expresada sin amor, con palabras que exasperan, y funciona como un torrente de palabras ofensivas, aunque profesemos religiosidad o estemos comprometidos en las actividades de la iglesia.

 “En la lengua hay poder de vida y muerte” (Prov. 18:21). Aquellos que dan rienda suelta a la lengua cometen un gran daño, que podrá recaer sobre ellos mismos. Cuando el apóstol Pablo aconseja que no permitamos que salga de nuestra boca ninguna palabra torpe (Efe. 4:29), en realidad está diciendo que debemos cambiar el rumbo de nuestra conversación, cuando eso pueda herir los más caros principios de la verdad y de la religión pura e inmaculada. De ese modo, seremos cuidadosos frente a las ideas impuras que contienen insinuaciones al mal. (Ibíd., p. 272.)

 Sin embargo, a pesar de todos los contrastes negativos del lenguaje regido por el mal, y de la afirmación de Santiago de que ningún hombre es capaz de dominar la lengua, la victoria es posible. En Cristo hay poder suficiente para la transformación, “por la renovación de nuestra mente”, como dice el apóstol Pablo (Rom. 12:2). Por medio de Cristo, nuestra lengua puede ser un instrumento de influencia positiva, de felicidad y de paz entre las personas. Podemos usar el lenguaje para establecer la confianza, promover la paz y la amistad, si permitimos que sea santificada por el Espíritu Santo.

 Existe, sin dudas, belleza y suavidad en el lenguaje sabio, desprovisto de afectaciones, pronto para decir una buena palabra al cansado (Isa. 50:4). Dios espera que usemos el lenguaje de la esperanza, la alegría y la paz, en un mundo carente de afirmación y de amor.

Sobre la autora: Orientadora educacional en Brasilia, Rep. del Brasil.