Era un sábado soleado. Mi esposa, Silmara, y yo volvíamos a casa después del culto. En el trayecto, conversábamos animadamente. Todo parecía perfecto: el día, la programación, las personas que encontramos… hasta que entré en una carretera próxima a donde vivo. Después de algunos minutos, un fuerte ruido que provino del parabrisas nos asustó. Una piedra dejó una gran rajadura en el vidrio. El auto era nuevo y no había ningún defecto en él… hasta aquel momento. ¿Qué hacer? ¿Lamentar el accidente o seguir disfrutando de toda la alegría que sentíamos antes? Esa decisión nos cabía exclusiva y solamente a nosotros dos. A partir de aquel momento, nuestra felicidad pareció perder sentido por causa de aquella piedra, de aquella marca en el parabrisas.

 Habría sido mucho mejor si todo hubiese continuado siendo maravilloso. Sin embargo, la realidad en que vivimos no es la de un mundo perfecto, una vida perfecta, un matrimonio perfecto, hijos y un ministerio perfecto. Debemos aprender a luchar con el “parabrisas roto”. Necesitamos administrar nuestras frustraciones, sean ellas ocasionales o perennes. Eso nos ayuda a madurar y a desarrolla en nosotros aquello que en psicología se llama resiliencia.

 El apóstol Pablo nos enseña que no debemos tener, de nosotros mismos, un concepto más alto que el que deberíamos tener (Rom. 12:3). No hay nada de errado en tener expectativas, sueños y objetivos. El problema se presenta cuando todo eso contraría nuestra realidad. El apóstol nos alerta acerca del peligro de las falsas expectativas y aconseja la moderación. Su consejo es muy apropiado para nosotros, pastores del siglo XXI, cercados por influencias posmodernas.

 Observadores y estudiosos afirman que nuestra sociedad es egocéntrica y está fuertemente influenciada por el ideal de la felicidad individual absoluta. Defensores de ese pensamiento esperan que todas las personas se esfuercen por hacerlos felices: padres, cónyuges, amigos, jefe, pastor… en fin, ¡todos! Vivimos en la era del resentimiento, en un mundo mucho más exigente de lo que era hace un siglo. Por lo tanto, es relevante realizar una evaluación de cuánto de ese concepto incorporamos nosotros, pastores, en nuestro ministerio, en nuestro matrimonio y en nuestra familia.

 No necesitamos probar a nuestra congregación, a la sociedad que nos rodea ni a nosotros mismos que somos superhombres o que nos casamos con supermujeres. Más allá de ser incoherente, tal pensamiento también perjudica nuestra salud emocional y nuestra relación conyugal. Si tenemos conflictos familiares, no quiere decir que nuestro ministerio esté descalificado sino, solamente, que formamos parte de una familia de carne y hueso.

 Las dificultades comienzan cuando negamos los desafíos familiares e intentamos presentar un cuadro irreal de perfección. No hay ningún problema en admitir que somos imperfectos y que nuestra familia está sujeta a divergencias. Cuando lo hacemos, tenemos conciencia de que necesitamos administrar las demandas de nuestra relación y que ellas no se solucionan solas. Un parabrisas roto no significa que el sábado terminó o que el día ya no tenga sentido. Solo es necesario reconocer que la “rajadura” existe, y que tiene arreglo.

  Para superar el “síndrome del parabrisas roto”, es necesitas manejar la diferencia entre lo ideal y lo real. Es decir, vivir expectativas coherentes con la realidad de tu familia, de tu ministerio y de tu congregación, sin agotarte intentando agradar a todos o aparentar perfección. Es determinante el consejo del apóstol Pablo en este caso, cuando dice: “Por nada estéis afanosos; antes bien, en todo, mediante oración y súplica con acción de gracias, sean dadas a conocer vuestras peticiones delante de Dios. Y la paz de Dios, que sobrepasa todo entendimiento, guardará vuestros corazones y vuestras mentes en Cristo Jesús” (Fil. 4:6, 7, BLA).

 A propósito, yo todavía no arreglé el parabrisas, pero ¡he mirado la vida de un modo espectacular!

Sobre el autor: líder del Ministerio de Familia de la Asociación Paulista del Valle, San José de los Campos, San Pablo.