En un mundo plural, ¿cómo puede mantener la iglesia su identidad y demostrar su relevancia?

En diciembre de 2015, en un corto trayecto entre dos ciudades, tuve la oportunidad de iniciar un diálogo con una estudiante del curso de Historia de una universidad federal del sur de Bahía (República del Brasil). La joven me preguntó hacia dónde estaba yendo, y le respondí que había sido invitado para brindar un discurso en el acto de graduación de la facultad de Medicina de la universidad en la que ella estudiaba. Me preguntó si era médico, y quedó positivamente admirada cuando supo que era pastor, graduado en Teología. Entonces empezó a revelar su interés en estudiar Teología. Pero no una “teología confesional”, sino algo como Historia General de las Religiones, incluyendo budismo, islamismo e hinduismo. Cerca del final de la conversación, me cuestionó si en mi bachillerato había estudiado sobre la formación del canon bíblico, a lo que le respondí afirmativamente. Su pregunta, entonces, fue la siguiente: “Y a pesar de eso, ¿usted continúa creyendo en la Biblia?”

La pregunta de esa estudiante representa los preconceptos de muchos de aquellos que se sientan en los bancos de una universidad; y de tantos otros que, independientemente de su estatus académico, no comprenden cuál es el sentido del texto bíblico y cómo puede traer significado a la vida. Más que eso, lo profundamente representativo de ese cuestionamiento nos obliga a reflexionar sobre cuánto la iglesia, el cuerpo de Cristo, especialmente en su dimensión local, está dispuesta a considerar su abordaje con “grupos específicos, delineados por aspectos demográficos, lingüísticos, socioculturales, religiosos y capacidades diferentes”.[1]

Esa definición sobre grupos específicos, establecida y votada por la División Sudamericana de la Iglesia Adventista del Séptimo Día, no solo demuestra una preocupación por presentar el evangelio eterno a tales clases, sino también define el método que será utilizado en ese trabajo: “Los abordajes y las estrategias deben ser contextualizados y alineados con el mensaje, los valores, el estilo de vida y el programa oficial de la Iglesia Adventista”. Al mismo tiempo que la redacción del voto valoriza la identidad confesional –mensaje, valores, estilo de vida y programa oficial–, deja en claro la necesidad de la relevancia, al afirmar que los abordajes y las estrategias deben ser contextualizados. Pero ¿qué es contextualización? ¿Qué es lo que la iglesia local necesita saber de manera urgente sobre ese tema?

A pesar de los varios significados que han sido asociados a la palabra desde el inicio de su uso, probablemente en la década de 1970,[2] podemos concebirla, en sus rasgos generales, relacionada con la postura misionera de identificarse culturalmente, con la comunicación eficaz del mensaje del evangelio y con la formación de una comunidad/iglesia que venga a ser liderada, sustentada y expandida por el mismo público que se pretende alcanzar.[3]

Bruce Nicholls dice que la contextualización “no es simplemente una palabra de moda o un lema, sino una necesidad teológica exigida por la naturaleza encarnacional de la Palabra”,[4] caracterizada por la capacidad de responder de una manera relevante al evangelio, dentro del escenario en el que la misma persona se encuentra. Por eso, se ocupa de factores contemporáneos en los cambios culturales. No es por casualidad que Timothy Keller, pastor titular de la conceptuada y contextualizada Redeemer Presbyterian Church, en Manhattan, afirma que “la habilidad de contextualizar es uno de los secretos del ministerio eficaz hoy”.[5]

La necesidad

Entre los varios “mundos” que conviven en nuestro pequeño planeta,[6] diferenciándose los unos de los otros no solo en aspectos étnicos y religiosos sino, además, en factores socioculturales, políticos y filosóficos, tenemos el mundo del cristianismo occidental, donde ser cristiano pasó a ser más una tradición, y menos una realidad en la vida diaria. El mundo de los pobres, con más de un billón de personas hambrientas amontonadas en las villas miserias del planeta, y también el mundo urbano, con más de trescientas ciudades cuya población –en cada una de ellas– supera el millón de habitantes, algunos de los cuales se encuentran atrincherados en selvas de predios y barrios privados, planificados para suplir todas sus necesidades. Son grupos variados que necesitan ser alcanzados de maneras diversificadas.

El hecho es que el proceso de globalización, percibido como “el creciente flujo de comercio, finanzas, cultura, ideas y personas efectuado por los viajes, las sofisticadas tecnologías de comunicación y la expansión mundial del capitalismo neoliberal, así como las adaptaciones locales y regionales a esos flujos y a las resistencias a él”,[7] creó un escenario en que personas de culturas claramente diferentes se obligan a vivir en un mismo territorio, repartiendo los mismos recursos naturales y humanos y participando de comunidades culturalmente pluralistas. Tenemos el mundo, con su multiplicidad cultural, en nuestro barrio, a los alrededores de nuestra iglesia, o incluso dentro de ella.

Esta diversidad sociocultural, tan próxima y presente, exige que la presentación del mensaje sea contextualizada. En realidad, la contextualización no es una elección; lo único que podemos elegir es cómo vamos a lidiar con ella. Pues a medida que buscamos comunicar algo, siempre estaremos tomando muchos tipos de elecciones culturales que van más allá del “idioma, del vocabulario, de la expresividad emocional y las ilustraciones. La contextualización afecta la manera de razonar, porque una forma del llamado es persuasiva para las personas de una cultura, pero no lo es para las de otra”.[8] Cuanto más rápido entendamos que aunque exista solo un único evangelio verdadero, no existe solamente una presentación única y universal de las buenas nuevas que sea ininteligible para todas las personas, más nos dedicaremos a contextualizar de manera consciente, responsable y bíblica, comprendiendo y evitando los posibles y reales peligros que involucra esa conducta.

Los peligros

De manera resumida, los peligros y los efectos desagradables pueden estar más íntimamente relacionados con la postura del sujeto de la contextualización. Es necesario evitar los extremos de pensar que es posible evitar la contextualización, o que debemos contextualizar sin filtros, de manera acrítica.[9]

Si creemos que es posible evitar la contextualización y, por lo tanto, nos negamos a aplicarla en nuestra comunidad/iglesia, inconscientemente ya estaremos profundamente contextualizados a otra cultura (seguramente, la nuestra), y transformaremos el evangelio, innecesariamente, en extraño y repleto de barreras para los “mundos” que están a nuestro alrededor. Un ejemplo de ese tipo de actitud puede ser encontrado en la comunidad de los Amish, que a pesar de intentar mantenerse rígidamente aislada de la cultura actual, no se percibe fuertemente contextualizada a una cultura muerta del siglo XVIII. Algunas de nuestras congregaciones pueden estar cayendo en la misma equivocación. Para no dialogar con el cambio cultural en el estilo musical, por ejemplo, hay congregaciones que “canonizan” el himnario, olvidando que muchas de esas composiciones también están contextualizadas… pero en los siglos XIX y XX, y en general, a comunidades de origen europeo o estadounidense. El propósito aquí no es, de ninguna manera, afirmar que el himnario debe ser abandonado; la invitación es a reflexionar sobre la actitud de colocarlo en una posición que elimina las expresiones musicales contemporáneas que también están en armonía con los principios bíblicos. La falta de comprensión sobre lo que significa contextualizar puede llevarnos a comunicar una verdad eterna en una lengua muerta.

Otro peligro está en la contextualización acrítica, una aceptación sin filtros de la cultura que nos rodea; una rendición del evangelio a antiguas creencias, rituales, costumbres, artes y filosofías que resultan en el sincretismo, una religión diferente por medio de una súperacomodación a una cosmovisión incompatible con la Biblia. Ejemplos de eso se encuentran en expresiones evangélicas del llamado Movimiento Emergente.

De esa manera, necesitamos estar atentos a estas posturas, en una época de cierta tensión entre los intentos de formar comunidades contextualizadas y el recelo por contextualizar. No podemos caer en la ingenuidad de pensar que la cultura es neutra, ni permitirnos el radicalismo de negarnos a interactuar con ella. Necesitamos sensatez teológica y buscar la reflexión, a partir del texto bíblico, de manera de mantener la identidad y ofrecer relevancia.

Paradigma bíblico

A pesar de la necesidad de un artículo solamente para este tema, no se puede dejar de mencionar el patrón bíblico revelado y evidenciado en la encarnación de Jesús y en la postura del apóstol Pablo, como referencias para la contextualización. Cuando hablamos sobre este tema, analizando las Epístolas del apóstol Pablo, es posible que 1 Corintios 9:19 al 23[10] sea el primer texto que recordamos. De hecho, ese pasaje resalta la relación del contextualizar con el discipular: cinco veces el apóstol utiliza el verbo “ganar” y lo conecta con “salvar”. Leído en el contexto de esta Epístola, el texto indica más que una estrategia; ahí está el estilo de vida del apóstol, su conducta amorosa de siervo que se contextualiza a diferentes culturas para ganar personas. Elena de White utilizó este aspecto de la vida del apóstol Pablo como paradigma para los pastores: “El pastor no debe pensar que se ha de decir toda la verdad a los incrédulos en toda ocasión. Debe estudiar con cuidado cuándo debe hablar, qué debe decir y qué debe callar. Esto no es practicar el engaño; es obrar como obraba Pablo. […] Así variaba el apóstol su manera de trabajar, y adaptaba el mensaje a las circunstancias en que se veía colocado. […] Los obreros de Dios deben ser hombres de muchas fases; es decir, deben tener amplitud de carácter. No han de ser hombres de una sola idea, estereotipados en su manera de trabajar, incapaces de ver que su defensa de la verdad debe variar según la clase de gente entre la cual trabajan y las circunstancias a las cuales deben hacer frente”.[11]

Más adelante, en 1 Corintios 10:32 a 11:1, el apóstol presenta la contextualización como expresión de amor, cuyo molde máximo es Cristo: “No seáis tropiezo ni a judíos, ni a gentiles, ni a la iglesia de Dios; como también yo en todas las cosas agrado a todos, no procurando mi propio beneficio, sino el de muchos, para que sean salvos. Sed imitadores de mí, así como yo de Cristo”. Los lectores de 1 Corintios son llevados al paradigma por excelencia y a la esencia del discipulado: ser como Jesús. Él es el patrón de la contextualización.

En palabras de Elena de White, podemos entender la pasión del apóstol Pablo por el método de Jesús: “Cuando consideramos la generosidad de Cristo hacia los pobres y los sufrientes, su paciencia con los rudos e ignorantes, su abnegación y su sacrificio, quedamos arrobados de admiración y de reverencia. ¡Qué don ha prodigado Dios al hombre, alejado de él por el pecado y la desobediencia! ¡Que el corazón se quiebre y fluyan lágrimas, al contemplar un amor tan inexpresable! Cristo se humilló a sí mismo haciéndose humano, para poder alcanzar al hombre hundido en las profundidades de la aflicción y la degradación, y elevarlo a una vida más noble”.[12]

Jesús es el ejemplo más espléndido de identificación cultural en la historia de la humanidad.[13] Al identificarse con nosotros, no perdió su identidad. Al mostrarse relevante para nosotros, no se diluyó en nuestra naturaleza pecaminosa. Se hizo humano sin dejar de ser Dios, y nos envía en el mismo patrón encarnacional: identificación sin perder la identidad. “Como tú me enviaste al mundo, así yo los he enviado al mundo” (Juan 17:18; 20:21). La contextualización, crítica y bíblica, hace visible el cuerpo invisible de Cristo, la iglesia, y de manera apropiada nos hace entrar en la cultura, desafiarla y llamar a los oyentes,[14] así como el apóstol Pablo lo hizo, al seguir el ejemplo amoroso y abnegado del Señor.

Conclusión

¿Hasta qué punto estamos dispuestos a adaptar nuestras comodidades culturales, nuestra jerga confesional y estructuras tradicionales, con la finalidad de crear una cultura de diálogo con grupos que no poseen nuestras mismas convicciones? ¿Hemos creado una atmósfera de amistad, confianza y gracia para aquellos que dudan y cuestionan, sea en la congregación, en el Grupo pequeño, o incluso en nuestro ministerio? Las personas no cristianas, e incluso de otras profesiones de fe, ¿se sienten atraídas hacia nosotros como los “pecadores” de los días de Jesús se sentían atraídos por él? ¿Estamos, de manera consciente, descubriendo puentes para “ganar” y “salvar”, o simplemente estamos siguiendo modas teológicas que llevan a algún tipo de sincretismo? Necesitamos de manera urgente retornar, volver a aprender los paradigmas bíblicos, convivir y conocer realmente la comunidad a nuestro alrededor, y contextualizar de forma equilibrada, manteniendo la identidad y ofreciendo relevancia.

Sobre el autor: pastor en Vila Velha, Espírito Santo, Rep. del Brasil


Referencias

[1] Ver voto 2015-129 de la División Sudamericana de la Iglesia Adventista del Séptimo Día, sobre la definición de los Centros de influencia, Espacio Nuevo Tiempo y trabajo con grupos específicos.

[2] David J. Bosch, Missão Transformadora (São Leopoldo, Río Grande do Sul: EST, Sinodal, 2002), p. 503.

[3] Barbara Helen Burns, Contextualização Missionária (San Pablo, SP: Vida Nova, 2011), p. 57.

[4] Bruce J. Nicholls, Contextualização (San Pablo, SP: Vida Nova, 2013), p. 27.

[5] Timothy Keller, Igreja Centrada (San Pablo, SP: Vida Nova, 2015), p. 109.

[6] Mark Shaw, Lições de Mestre (San Pablo, SP: Mundo Cristão, 2004), p. 177.

[7] Paul Hiebert, Transformando Cosmovisões (San Pablo, SP: Vida Nova, 2016), p. 265.

[8] Keller, ibíd., p. 115.

[9] Paul Hiebert, O Evangelho e a Diversidade das Culturas (San Pablo, SP: Vida Nova, 1999), p. 189.

[10] Para un estudio exegético y teológico de este texto, ver Daniel Rode, en Pensar la iglesia hoy (Libertador San Martin, Entre Ríos: Editorial Universidad Adventista del Plata, 2002), pp. 333-349.

[11] Elena de White, Obreros evangélicos (Buenos Aires: Asociación Casa Editora Sudamericana, 2015), pp. 121, 122.

[12] Un ministerio para las ciudades (Buenos Aires: Asociación Casa Editora Sudamericana, 2012), p. 72.

[13] John Stott, Ouça o Espírito, Ouça o Mundo (San Pablo, SP: ABU Editora, 1998), p. 359.

[14] Keller, ibíd., p. 144.