Me casé cuando trabajaba en la región Norte de la República del Perú. Durante el embarazo de mi esposa, Ana, fuimos transferidos al distrito misionero de El Dorado. Allí nació nuestro primer hijo, David Alejandro, trayendo mucha alegría a nuestro hogar.
Trabajamos arduamente en el evangelismo, predicando el mensaje de la salvación en Cristo. El distrito estaba compuesto por 31 iglesias y grupos, todos distantes uno del otro. Recuerdo con satisfacción las largas horas en que caminaba por la selva, bajo la lluvia, en medio del barro, y raras veces en motocicleta.
Sin embargo, mi alegría en el ministerio se fue apagando porque nuestro hijo comenzó a presentar, ya en sus primeros meses de vida, serios problemas de salud que se complicaron gradualmente. Orábamos con lágrimas y súplicas a Dios, pero la condición de David no cambiaba. Tuvimos que llevarlo varias veces a Lima, para que fuera atendido. Sin embargo, no presentaba mejorías. Yo me preguntaba: ¿Por qué Dios no responde a nuestras oraciones? Aunque sea un pastor, soy humano, y me dolía mucho el sufrimiento de mi hijo.
A pesar de toda la tristeza que sentíamos, mi esposa y yo decidimos que la obra del Señor debía avanzar. Decidimos no cruzar los brazos. Prediqué muchas veces con el corazón partido. Salía de casa cuando era todavía de madrugada, dejando a mi hijo llorando de dolor, y después de visitar los hogares de los hermanos, en lugares distantes, regresaba tarde en la noche. No era raro que las lluvias me impidieran dirigir la moto o me hicieran atascar mientras caminaba. Cuando llegaba a mi casa, encontraba a mi hijo sufriendo, en lágrimas.
Sin embargo, Dios nos bendijo ricamente. En 2014, tuve el privilegio de ser ordenado al ministerio. Ese mismo año condujimos a 201 personas al bautismo.
En el inicio de 2015 pensábamos que la salud de nuestro hijo iba a mejorar, pero no fue eso lo que sucedió; de hecho, empeoró bastante. Después de ser sometido a varias ecografías, los médicos detectaron un tumor maligno en su aparato reproductor. El nivel de células cancerígenas en su sangre era de 1.200; lo que normalmente es de 0 a 6.
Mi esposa y mi hijo fueron enviados con urgencia a Lima, mientras yo quedé en el distrito, dirigiendo conferencias evangelizadoras. Mis colegas pastores, los administradores de la Asociación y los hermanos de la iglesia oraban sin cesar. Debido a la gravedad del problema, los médicos debieron remover la gonada genital izquierda de nuestro hijo. Después de la cirugía, los exámenes indicaron que todavía había células cancerígenas en su cuerpo. Continuamos clamando incesantemente. Fue en ese momento que vimos la respuesta divina y el poder de la oración intercesora.
Antes de iniciar las sesiones de quimioterapia, el médico responsable solicitó algunos exámenes más, y para su sorpresa, la cantidad de células cancerígenas había bajado de1.200 a 120. En las semanas siguientes, la disminución prosiguió. Asombrado por loque estaba ocurriendo, el médico exclamó: “¡Es un milagro!”
David necesitará continuar con su tratamiento durante diez años; sin embargo, cada vez que lo llevamos al médico, vemos la confirmación de los milagros de Dios.
El ministerio pastoral tiene sus desafíos, y hay tiempo para llorar, como también lo hay para alegrarse. Sin embargo, lo que jamás debe haber es tiempo para desconfiar de Dios. Las pruebas y los temores por los que atravesamos deben llevarnos más cerca de nuestro Señor. Mi versículo favorito ha sido el Salmo 23:4, donde dice: “Aunque ande en valle de sombra de muerte, no temeré mal alguno, porque tú estarás conmigo”. Por lo tanto, sigamos adelante, confiando plenamente en nuestro Dios, sabiendo que en sus manos estamos seguros.
Sobre el autor: pastor en Lima, Rep. del Perú