Cuando un rabí llamaba a alguien para que lo siguiera, el proceso de discipulado implicaba la imitación del maestro. La palabra discipulado proviene del latín discipulatu, que significa “aprender” o “aprendizaje”. Antes de que Jesús enviara a sus discípulos al mundo, los invitó a seguirlo. “Y les dijo: Venid en pos de mí, y os haré pescadores de hombres” (Mat. 4:9). Michael Green, en el libro Evangelización en la iglesia primitiva, declara: “Jesús encargó a un grupo pequeño de once hombres que ejecutara su obra y llevara el evangelio a todo el mundo. No eran personas importantes ni eran instruidas, y tampoco tenían personas influyentes detrás de ellos. […] ¿Cómo lo consiguieron? A pesar de todo, ellos lo consiguieron” (p. 11).
El libro de los Hechos atestigua que los discípulos cumplieron su misión. Fueron establecidas iglesias, y enseguida el liderazgo local fue nutrido y entrenado para difundir el evangelio. Los recién convertidos eran incentivados a desarrollar sus dones. Los millares que fueron bautizados perseveraron en la doctrina apostólica (Hech. 2:42). “Cada año, en el tiempo de las fiestas, muchos judíos de todos los países iban a Jerusalén para adorar en el templo. […] Los apóstoles predicaban a Cristo con denodado valor, [y] se obtuvieron muchos conversos a la fe; y estos, al volver a sus hogares en diversas partes del mundo, diseminaban las semillas de la verdad en todas las naciones, y entre todas las clases de la sociedad” (Elena de White, Los hechos de los apóstoles, p. 133)
Los apóstoles y los nuevos conversos aprovechaban toda oportunidad para predicar y hacer discípulos. Testificaban en las sinagogas y al aire libre, en los hogares y en las escuelas; enseñaban por precepto y por ejemplo. La convicción de que el Mesías había llegado, cumplido la profecía y dejado el mensaje de salvación para que ellos lo anunciaran, era la fuerza que los impelía a avanzar. Ellos también comprendieron que si no dedicaban atención al crecimiento de los nuevos en la fe, tendrían pocos frutos duraderos.
El apóstol Pablo, un formador de discípulos por excelencia, enseñó por el ejemplo (1 Cor. 4:16), y convivió con los recién convertidos compartiendo lo que sabía (Hech. 20:34); y finalmente, delegó responsabilidades mientras todavía estaban en entrenamiento. El apóstol también mantuvo contacto con aquellos a quienes había discipulado (ver 1 y 2 Timoteo, Tito). Su preocupación era afirmar a los nuevos creyentes y enseñarles a trabajar por la salvación de otros.
Hacer discípulos exige que seamos modelos que reflejen a Jesús ante nuestros seguidores. “Sed imitadores de mí, así como yo de Cristo” (1 Cor. 11:1). En el discipulado, transmitir lo que se recibió sirve como edificación; por eso debe realizarse a nivel personal. Bernabé enseñó a Juan Marcos (Hech. 12:25; 15:39); Aquila y Priscila ayudaron a Apolo (18:24-26); el apóstol Pablo preparó a Timoteo (16:1-3), y testificó: “Pero tú has seguido mi doctrina, conducta, propósito, fe” (2 Tim. 3:10).
Tal como el ejemplo del apóstol de los gentiles, cada ministro y líder cristiano debe sentirse responsable por el progreso espiritual de aquellos que están bajo sus cuidados, con la finalidad de que se transformen en discípulos y cooperadores del Señor. Necesitamos, por lo tanto, un discipulado genuino; un movimiento poderoso y relacional que sea relevante. No podemos olvidar que el evangelio no es un sistema de dogmas, mucho menos una cultura cristiana; el evangelio es una Persona.
Michael Green declara que el mayor estímulo para el discipulado en la iglesia apostólica “fue la consciencia de la inminencia del fin […] y de las cuentas que, en el final, tendremos que rendir a Dios” (Evangelización en la iglesia primitiva, p. 326). Todos aquellos que han recibido el evangelio tienen la sagrada responsabilidad de compartirlo con el mundo, haciendo de esa manera nuevos discípulos para el Maestro. Esta tarea no es responsabilidad exclusiva de los pastores, sino de todo aquel que recibió las buenas nuevas.
Sobre el autor: editor asociado de Ministerio Adventista, edición en portugués.