Prácticas homiléticas que esconden los predicadores en el púlpito.

    “¡Dios es bueno!” Si en algún momento una frase dicha en el púlpito pudiera competir con Juan 3:16, “¡Dios es bueno!”, sería una fuerte competidora. Esa expresión, con la respuesta esperada: “¡todo el tiempo!”, fue usada en campamentos, reuniones, grupos de jóvenes, almuerzos comunitarios de iglesias, momentos de meditación en colegios y escuelas, y en servicios de adoración semanal. Por más verdadera que sea esa declaración, cuando un predicador asume el púlpito, mira a la congregación y declara “¡Dios es bueno!”, hay una gran posibilidad de que el sermón no será bueno y que el ministro esté listo para desaparecer delante de la iglesia. Este artículo intenta explicar cómo ocurre esa desaparición y por qué perjudica el testimonio del predicador.

Necesidad de contexto

    El libro de Proverbios dice que como “manzanas de oro con figuras de plata es la palabra dicha como conviene” (Prov.25:11). La imagen pertenece al contexto de metalúrgicos, joyeros y escultores que, por su oficio, toman elementos brutos y los transforman en complejas y bellas obras de arte que reflejan la vida. Muy parecidas a rocas y minerales, las palabras deben ser extraídas, forjadas y moldeadas en estructuras que reflejen la vida, a fin de ayudar a las personas a entender el mundo.

    ¿Dios es bueno? ¿Todo el tiempo? ¿Para todos? Cuando una joven madre va a la iglesia después de perder a su hijo de seis años por causa de una enfermedad súbita, ¿tiene sentido que ella grite “Dios es bueno todo el tiempo”? Aunque la afirmación sea verdadera en relación con el carácter de Dios, un hombre de mediana edad que pierde el empleo poco antes de su jubilación, ¿va a sentir eso? Finalmente, para el miembro de iglesia cuya vida parece estar bien, esa declaración ¿todavía carga algún significado? Ya repitió la misma frase más de cien veces, la conoce absolutamente de memoria y la puede decir sin pensar, sin sentir, y sin necesidad de meditar sobre lo que la bondad divina realmente puede significar.

    La frase que estamos usando como ejemplo: “Dios es bueno” representa una de las mil maneras por las que los predicadores pueden desaparecer en el púlpito. Pueden ser estratégicamente incorporadas durante el sermón escrito o mantenidas en reserva para cuando el ritmo de la predicación comienza a atrasarse. ¿Será que “Dios está en el control”; “Jesús pronto volverá”; “Nuestro Dios es asombroso”; “Nada sucede por casualidad, sin el permiso de Dios”, son expresiones previamente procesadas y enlatadas que tienen como objetivo un “Amén” rápido en vez de desarrollar una idea desde cero?

    El predicador también puede desaparecer cuando el púlpito queda repleto de atletas, presidentes, comentarios bíblicos, teólogos, y cualquier otro recurso utilizado para ayudar a reducir la cantidad de tiempo que el pastor realmente tiene para decir algo original. En lugar de “manzanas de oro con figuras de plata”, algunos predicadores distribuyen frutas casi podridas, de una despensa mental que no tuvo ninguna clase de mantenimiento fresco desde que su propietario se graduó en el seminario. El uso de clichés, trivialidades y citas varias, proyectadas para suscitar una respuesta rápida pero que, en realidad, revelan una falta de experiencia personal y creatividad alarmante, es una transgresión homilética. Esto hiere la inteligencia espiritual de la congregación y arruina el ethos homilético.

Aristóteles y el ethos

    La retórica clásica contiene tres elementos principales: logos (razón o argumento), pathos (contenido emocional) y ethos (buena voluntad percibida o carácter). De los tres, Aristóteles decía que el ethos del orador “casi puede ser llamado el medio más eficaz de persuasión que posee”.[1] Wayland Maxfield Parrish escribió: “Uno de los elementos más importantes en la persuasión es la impresión causada por el carácter y por la personalidad del orador”.[2] Sugiere que “buena voluntad” e “imparcialidad” pueden ser encontradas en el texto de una presentación, ya que “la mayoría de los discursos está llena de tales indicadores”.[3] Cuando un orador transgrede el elemento ethos, pierde credibilidad a los ojos de su platea y ese público puede percibirlo como un enemigo, en lugar de un amigo.

    Muchas iglesias en Occidente sufren de una perceptible falta de ethos dentro de una cultura poscristiana.[4] Entonces, ¿qué sucede cuando un sermón está repleto de citas conocidas, clichés y trivialidades? El predicador desaparece, dejándose sustituir por estas personas o puntos geográficos, reliquias retóricas de la subcultura cristiana, un poema o una historia sobre las estrellas del mar. Entonces alguien comienza a sospechar que, escondido detrás de esas fuentes secundarias, hay un predicador que no tiene experiencia personal o inteligencia… o, incluso, ninguna de las dos. En ese momento, surgen las preguntas: “¿Qué es lo que está intentando esconder? ¿Por qué nunca cuenta historias personales? ¿Por qué mucho de lo que dice son cosas de las cuales las personas ya son plenamente conscientes, incluso antes de venir a la iglesia? Este predicador (y esta comunidad) no debe tener nada para decirme”.

Santos en otros lugares

    Fred Craddock sugiere que aquellos que regularmente escuchan las presentaciones del evangelio son muchas veces “víctimas” de “la constante exposición al mismo tipo de luz” y de la misma fuente, resultando en un tipo de marca de bronceado espiritual.[5] Señala que un orador crea una ausencia existencial por medio del uso excesivo de “clichés, citas y fuentes secundarias”, que deja a los oyentes sintiéndose “engañados y carentes”.[6] El llamado al predicador involucra mucho más que citar a otros. Además de eso, la ausencia existencial de predicadores lleva a las congregaciones a creer que el Señor puede estar en otros lugares. Si Dios existe en las citas de otras personas, en textos antiguos o en las historias de otras tierras, eso significa que siempre está en otro lugar, nunca aquí. Si el Señor está en otro lugar, entonces los santos percibirán que deberían estar en ese “otro lugar” también. Desgraciadamente, algunos pueden sugerir que la “ausencia existencial” sea el objetivo de la predicación. Al final de cuentas, el apóstol Pablo dice: “No yo, sino Cristo” (ver Gál. 2:20). Entonces, debemos desaparecer, ¿verdad?

Realidad encarnacional

    Una crítica común a los pastores del tipo “el yo debe ser visto” implica que los predicadores reducen la distancia entre el clérigo y la congregación en nombre del ego, en lugar del ethos. Sin duda alguna, existen “egos ministeriales” y deben ser examinados. Sin embargo, las páginas de las Sagradas Escrituras revelan que la Deidad trabaja con la humanidad.[7]

    Cuando habla de la Palabra de Dios, las Escrituras afirman que “está escrito” (Mat.4:4); “es útil” (2 Tim. 3:16); y que “la fe viene por el oír” la Palabra (Rom. 10:17). Por otro lado, la Biblia también dice: “Aquel que es la Palabra se hizo hombre y vivió entre nosotros” (Juan 1:14, DHH). Los pastores cristianos no predican una Palabra encarnada; en lugar de eso, predicamos la Palabra viva resucitada, que supuestamente mora en nuestro corazón. Algunos pueden juzgar el uso del lenguaje personal, de historias o reflexiones particulares como arrogancia. Sin embargo, 1 Juan 1:1 y 2 afirma: “Les anunciamos al que existe desde el principio, a quien hemos visto y oído. Lo vimos con nuestros propios ojos y lo tocamos con nuestras propias manos. Él es la Palabra de vida. Él, quien es la vida misma, nos fue revelado, y nosotros lo vimos; y ahora testificamos y anunciamos a ustedes que él es la vida eterna. Estaba con el Padre, y luego nos fue revelado” (NTV).

    Al comentar sobre la apologética cristiana contemporánea, enraizada en el paradigma pospositivista de la modernidad, Myron Penner lamenta que hayamos creado una “industria casera de testigos especializados”. Observa: “Los que hemos visto es la profesionalización del testimonio cristiano. Cada uno de estos modelos apologéticos depende de la destreza y la habilidad que apenas algunos ‘brillantes’ pensadores cristianos poseen”.[8] Hemos cambiado testigos oculares por testigos especializados. John McClure sugiere que cada sermón contiene un “intertexto”, un “texto escondido dentro del otro, moldeando significados, esté el autor consciente de eso o no”.[9] El intertexto de un sermón cargado de fuentes secundarias, enraizado en la academia, comunica sutilmente la idea de que el texto bíblico es accesible solamente para académicos, y no para el orador o los oyentes. Los sermones informativos, fundamentados en fuentes secundarias, no ganarán nuevos discípulos para el Reino. La manera en que vivimos y compartimos en nuestro contexto ministerial da más instrucciones que presentar citas de otros.

Fuentes secundarias y ethos

    Las fuentes secundarias tienen su lugar en la homilética, principalmente en el estudio, y ocasionalmente como perlas en el púlpito. El espacio de este artículo no me permite presentar un conjunto exhaustivo de reglas, pero algunos principios pueden ayudar a aumentar el ethos y la autenticidad en la predicación. Primero: usa fuentes secundarias cuando estés hablando de algo distante de tu especialidad. Muchas veces, los pastores se irritan cuando personas formadas en diferentes áreas que la Teología o la Historia visten el manto de teólogos o de historiadores. Biólogos, médicos, psicólogos, veterinarios y lingüistas sienten lo mismo cuando el pastor local pretende ser elocuente en asuntos ajenos a su formación ministerial.

    En segundo lugar, las fuentes relacionadas con diarios o con eventos locales que afectan al orador y a la congregación pueden crear la oportunidad de involucrarse en un diálogo auténtico con voces de la comunidad, a partir de una experiencia compartida. Desastres naturales, cuestiones sociales o celebraciones cubiertas por los medios de comunicación locales ofrecen excelentes ventanas en el contexto de la misión de la iglesia. Sin embargo, el mejor recurso es, simplemente, participar de la comunidad y transmitir sus interacciones y observaciones personales.

    Por otro lado, los clichés y las trivialidades pueden ser una inmejorable fuente de ilustraciones, si el predicador consigue “hacerlos menos familiares”, para destacar una nueva faceta de la verdad. Es mucho más fácil despertar la atención de una congregación soñolienta con frases como “Dios es bueno, la mayoría de las veces” que con una expresión repetida y común. Otra manera de “romper” el lugar común involucra explorar el significado más profundo de dichos populares o, incluso, de porciones de la Biblia. Por ejemplo, Jeremías 29:11, que dice: “Porque yo sé muy bien los planes que tengo para ustedes –afirma el Señor–, planes de bienestar y no de calamidad, a fin de darles un futuro y una esperanza” (NVI), adquiere un nuevo significado cuando se recuerda a los miembros que el versículo es parte de una carta que está informando al pueblo de Dios que estaban yendo hacia un exilio que duraría setenta años.

    Finalmente, usa las fuentes secundarias en términos de tu propia experiencia. Cuando algún elemento cotidiano se hace parte de tu experiencia espiritual, tiene el potencial de revelar una experiencia compartida con otros que pueden estar familiarizados con tal elemento. Aunque los miembros de la iglesia no tengan experiencia con el elemento en cuestión, puede actuar como una metáfora o un catalizador para una reflexión espiritual. Eso también se aplica a la lectura de ciertos teólogos o comentarios bíblicos, la presentación de algún canto en particular, o a cualquier número de “textos” secundarios que pueden llevar a algo original en su experiencia, sin que tú desaparezcas del frente de la congregación.

Conclusión

    Todo comunicador debe intentar desarrollar su propia “voz”; esa creatividad única que brinda matices a la realidad cuando es mediada por el artista. De Mozart a Chaplin, de Leonardo da Vinci a Vincent van Gogh, cada artista que encontró su “voz” produjo trabajos que hacen innecesario preguntar: “¿Quién es ese?” Sus obras poseen un sello creativo que da autenticidad y autoridad en sus respectivos campos de actuación. Desdichadamente, el estado de la predicación contemporánea revela poquísimas voces personales.

    Cierta vez, Carl Trueman, profesor del Seminario Teológico Westminster, pidió a sus alumnos de homilética que identificaran “su modelo preferido de predicador”. Luego escribió: “Ninguno de ellos ni siquiera mencionó a cualquiera de los pastores bajo cuyo cuidado habían crecido”. En lugar de eso, organizaron sus listas con nombres “de aquella pequeña e incestuosa carga genética de los circuitos de oradores de las mega conferencias”. Él lamenta que esas voces sean “normativas”, creando una “franja estrecha de voces y estilos”.[10]

    Tim Muehlhoff y Todd Lewis notan que los comunicadores cristianos “toman prestado, macizamente y sin ningún tipo de vergüenza, elementos de la cultura popular como camisetas, adhesivos, músicas, formatos cristianos de talk-show, entre otros. Nuestra redundancia y previsibilidad tienen repercusiones sobre nuestros intentos de persuasión”. Alertan a los comunicadores para que eviten “hastiar a nuestra audiencia con trivialidades y palabrerío previsible”, y que los creyentes deben adoptar “un abordaje de comunicación baja en previsibilidad y alta en informaciones”. Ellos critican la mentalidad de los sermones de evangelismo como “artefactos retóricos”, infundidos con el poder de ser automáticamente capaces de “persuadir a los otros”.[11] Si las congregaciones sienten que simplemente tomamos prestado de todo el mundo, nuestro ethos desaparece.

    Una exégesis cuidadosa (incorporando la fe que predicamos) y una expresión creativa son actividades que cuestan mucho trabajo, que demandan mucho tiempo. Sin embargo, cuando el cristianismo se encuentra bajo un intenso escrutinio, no podemos sacrificar el ethos y la autenticidad por las conveniencias y por los lugares comunes. Muchos púlpitos escucharon a Lutero, a Calvino, a Wesley, a presidentes, atletas, actores y autores… Sin embargo, ellos todavía esperan escuchar la voz de su pastor.

Sobre el autor: Estudiante del Doctorado en Comunicación, es pastor en Puyallup, Estados Unidos.


Referencias

[1] Wayland Maxfield Parrish, “The Study of Speeches,” en Readings in Rhetorical Criticism, ed.

Carl R. Burgchardt, 4a ed. (State College, Pensilvania: Strata Publishing Inc., 2010), p. 28.

[2] Ibíd., p. 41.

[3] Ibíd., p. 42.

[4] David Kinnaman y Gabe Lyons, Good Faith: Being Christian When Society Thinks You’re Irrelevant and Extreme (Grand Rapids, Michigan: Baker Books, 2016).

[5] Fred B. Craddock, Overhearing the Gospel (Nashville, Tennessee: Abingdon, 1978), p. 28.

[6] Ibíd.

[7] Elena de White, Manuscrito 193, 1898.

[8] Myron B. Penner, The End of Apologetics: Christian Witness in a Postmodern Context (Grand Rapids, Michigan: Baker Academic, 2013), p. 82.

[9] Robert Scholes, Structuralism in Literature: An Introduction (New Haven, Connecticut: Yale University Press, 1978), p. 150, citado en John McClure, The Four Codes of Preaching: Rhetorical Strategies (Louisville, Kentucky: John Knox Press, 2003), p. 9.

[10] Carl Trueman, “Why Is So Much Preaching So Poor?” Reformation 21, Alliance of Confessing Evangelicals, noviembre 2013, <https://goo.gl/tnXSDx>.

[11] Tim Muehlhoff y Todd V. Lewis, Authentic Communication: Christian Speech Engaging Culture (Downer’s Grove, Illinois: IVP Academic, 2010), pp. 84-87.