El proyecto de evangelizar las grandes ciudades se constituye en algo fascinante y desafiante a la vez; pues, por lo general, los lugares con mayor concentración poblacional se han transformado en espacios cada día más amenazantes. Por ese motivo, los pastores tienden a enfrentar grandes dificultades en el cumplimiento de la misión.
En 1998 fui designado para trabajar en una ciudad que pasaba por una enorme ola de criminalidad. Frente al desafío, mi esposa, Daisy, se preguntaba, con lágrimas en los ojos: “¿Acaso Dios no tiene otro lugar mejor para que podamos cumplir la misión?”
Después de un corto período en el nuevo distrito, la salud emocional de mi esposa comenzó a empeorar. Sin embargo, siempre tuvimos la convicción de que el mejor campo para que el pastor realice su ministerio es el indicado por la iglesia. De esa manera, intentamos mantenernos fuertes y motivados. Aunque los inconvenientes amenazaban abatirnos.
Frente a las dificultades crecientes, comenzamos a clamar al Señor para que nos sacara de aquel sitio o que hiciera que nos adaptáramos mejor al lugar; porque deseábamos realizar el trabajo sin que nuestra salud fuera afectada. Cierta mañana, al leer un texto de Elena de White sentí que la luz del Cielo brillaba en aquel momento sobre nuestra vida. Escribió:
“Los mensajeros de Dios en las grandes ciudades no deben desalentarse por la impiedad, la injusticia y la depravación que son llamados a arrostrar mientras tratan de proclamar las gratas nuevas de salvación. El Señor quisiera alentar a todos los que así trabajan con el mismo mensaje que dio al apóstol Pablo en la impía ciudad de Corinto: ‘No temas, sino habla, y no calles: porque yo estoy contigo, y ninguno te podrá hacer mal; porque yo tengo mucho pueblo en esta ciudad’ (Hech. 18:9, 10). “En toda ciudad, por muy llena que esté de violencia y de crímenes, hay muchos que con la debida enseñanza pueden aprender a seguir a Jesús” (Profetas y reyes, p. 207).
¡Qué mensaje inspirador! Esta cita nos ayudó a comprender mejor el propósito de Dios para nosotros. Además de esto, también trajo alivio a los parientes más distantes, que nos proponían hasta que compráramos chalecos de protección.
Siendo así, comenzamos a confiar más y a desistir del pensamiento de salir de aquel lugar. Imagina si Dios sacara a todos los cristianos de las grandes ciudades; ¿qué sería de los impíos que viven en ellas? Reflexionando sobre este punto, comenzamos a encarar la misión de manera más feliz y con seguridad, entendiendo que cuando Dios nos llama nos protege, nos guía y nos capacita; no importa dónde o en qué circunstancias nos encontremos. Así, con el corazón alegre y, al mismo tiempo, con las debidas precauciones, hacíamos visitas y brindábamos conferencias en comunidades peligrosas, siempre confiando en la protección de los ángeles del Señor.
Mientras observaba los peligros de aquella ciudad, consideré que parecía que Jesús no había hecho una buena elección al dejar el cielo para venir a vivir a la Tierra y quedar expuesto frente al enemigo. Sin embargo, en mis reflexiones, me vino a la mente el siguiente planteo: ¿Quién no iría al peor lugar del mundo, con tal de buscar y salvar a un hijo que estuviera en las garras de malhechores? Ese pensamiento me trajo la comprensión de que, a despecho de cuán difícil sea el lugar, el amor de Cristo por sus hijos llega hasta allá, sin saber de contratiempos ni límites.
Después de algunos años, nos sentimos maravillados al recordar a aquellos que aun sin tener siquiera cómo alimentarse bien se entregaban enteramente al trabajo del Señor. Por medio de sus mensajes y de un estilo de vida inspirador, ellos cuidaban de la iglesia considerándola algo precioso, sin temer participar del combate de la fe, para exaltar el poder de la cruz de Cristo. Los ejemplos que vimos en aquella ciudad nos dejaron preciosas lecciones, que nos inspiran a cumplir mejor la misión designada por Cristo, dondequiera que fuere.
Sobre el autor: Pastor en Venda Nova do Imigrante, Espíritu Santo, Rep. del Brasil.